Calles (parte I).
Las calles encierran ese misterio que tienen las cosas que llevan marcadas desde el principio, un camino y un final.
Esta temática describe cuatro de ellas que me atrajeron de manera particular, desde la árida Granada al Potosí de la plata india y del Montevideo candombero a la Isla de Paternal. La ficción que cierra esta saga La última palabra, se desarrolla en este último barrio de Buenos Aires.
Calle Llana sin número
En aquel primer viaje a
España me había alojado en un hotel en Granada con dos compañeros de
trabajo. La estancia sería breve, porque
al día siguiente debíamos volver a Madrid para participar en un congreso de medicina. Tal vez por eso cuando casi al caer la tarde
les dije a mis amigos que había resuelto partir inmediatamente hacia Alhama y
que volvería para la cena, uno de ellos me dijo que estaba loco, pero el otro
aprobó la idea. Sin más subí al
automóvil que había alquilado y me dispuse a cubrir los casi sesenta kilómetros
que me separaban de la tierra de mi abuela Rosa.
Después de transitar por
dos rutas serpenteantes, un cartel blanco con una banda roja me dio la
bienvenida. La noche había caído ya
sobre el pueblo pero llegar a la plaza central fue fácil. Descendí del auto y apunté hacia un
almacén que aún estaba abierto.
El hombre regordete y calvo
se inclinó hacia delante, los brazos cruzados sobre el pecho se apoyaron sobre
el mostrador. Ahí nomás se despachó
sobre la duda que le traía:
- Pues, hombre...¡aquí
todos son Espejo o Ruiz!, ¿cómo me dijo que se llamaba su bisabuelo?
Salí del almacén. En el aire había un suave perfume y al
respirar hondo noté que una sensación de calma me corría por dentro, era como
si la esperanza se hubiera metido en mi
pecho y desde allí agitara su cascabel para ahuyentar a la mala suerte. Todavía apretaba en mi mano aquellos papeles
amarillos que algún familiar había encontrado en Buenos Aires, los que testimoniaban
que una tarde de noviembre de 1883, un
caballero de veintisiete años de apellido Rojas había contraído enlace con una
señorita de diecinueve años de la familia Espejo Ruiz.
Un año después estaba de
vuelta en España. Ahora con mi mujer,
Adriana, y mi madre, iba por el cumplimiento de la promesa que le había hecho a
mi viejita de que le haría conocer el lugar donde había nacido su mamá. A plena luz del día pude reparar en los
detalles del pueblo: lo más llamativo era que estaba montado sobre una especie
de farallón inmenso al que se accedía desde la ruta por una calle lateral. A sus espaldas, unas gráciles sierras apenas
interrumpían el aspecto desértico del lugar.
Busqué refugio debajo de unos de los pocos árboles frondosos que
encontré. Debajo de un sol impiadoso y
pasadas las doce ya, caminamos a paso lento hacia el ayuntamiento; mi madre
protegía su cabeza con una gorra azul y roja que decía Granada, llevaba
anteojos de sol y a pesar de los ochenta ya cumplidos, de las calles empinadas
y el calorón, conservaba la sonrisa en los labios. El empleado se interesó por el tema cuando le
dijimos que veníamos desde Buenos Aires para conocer el lugar donde había
nacido la abuela. Entonces vi que el
joven tomaba un enorme bibliorato y guiándose por la fecha del acta de
casamiento de mis bisabuelos que traía conmigo, pasaba una tras otra las hojas
del libro. De tanto en tanto alzaba la
vista para espiar el reloj de pared. En un momento tropezó con el acta de
nacimiento de una niña al que habían llamado Rosa Espejo Ruiz, que había visto
la luz en una tal calle Llana sin número. Cuando le pregunté si conocía esa
dirección, el empleado se dirigió a un gran mapa que colgaba de la pared. A decir verdad, no habían en el pueblo muchas
manzanas para revisar. Con unos pocos instantes de búsqueda fue suficiente, el
joven se encogió de hombros y me dijo: No,
no la encuentro, esa calle Llana no debe existir más.
Salimos del edificio tal
vez cada uno con una sensación distinta.
Le tomé una foto a mi madre que con los brazos en alto se despedía de las
tres banderas que flameaban en la puerta del ayuntamiento: la española, la de
Andalucía y la de Alhama. Ella llevaba
en las manos la fotocopia de nacimiento de la abuela que portaría como recuerdo
de su paso por esas tierras. Luego nos detuvimos a descansar debajo de un árbol
frondoso que estaba frente a la iglesia.
Mientras lo hacíamos, yo no podía dejar de sentir que esa experiencia me
dejaba un sabor amargo. De pronto me puse
de pie y les pedí que se quedaran allí, descansando bajo la sombra, que yo
volvería en un rato.
- ¡Me voy a buscar la calle
de la abuelita Rosa!- alcancé a decirle
a mi mujer antes de salir disparado sin un rumbo fijo.
Mucho tiempo después, me
sigo preguntando qué o quién guió mis pasos hacia esa primera calle que bajaba
a mi derecha; qué fue lo que hizo que levantara la cabeza precisamente allí
para dar con aquel cartel azul con letras blancas que decía: Calle Llana. Todavía hoy reviso el mapa que me entregara el empleado y yo tampoco la
encuentro. Recuerdo la emoción que tuve
al descubrir ese cartel. Entonces tuve
la sensación de que una voz antigua que flotaba en el aire, me daba la
bienvenida. A pesar del calor, volví
corriendo hacia el árbol a llevar la noticia a esas dos mujeres a las que el
sol andaluz había dejado sin aliento.
- ¡Encontré la calle,
encontré la calle de la abuelita Rosa!
Ambas se incorporaron de un
salto y salieron detras de mí. Después,
fue el momento mágico de las fotos de mi madre posando debajo del cartel, y la
de madre e hijo caminando abrazados cuesta arriba de la Calle Llana. Faltaba más: si solo había logrado llegar
hasta allí, quizás también sería capaz de encontrar la casa natal. Otra vez, dejé que la intuición tomara el
timón de mi velero y lo llevara al puerto final donde atracaban mis
esperanzas. A ritmo lento, comencé a
recorrer la calle, mi esposa y mi madre
venían a una distancia considerable. Con
detenimiento observaba cada casa, los pequeños balcones, las ventanas floridas
y las enormes puertas de madera que con hidalguía seguían abriéndose al paso de
los tiempos. Había caminado más de la
mitad de los cuatroscientos metros que tendría la calle, cuando de pronto me
detuve. Como si una voz interior me indicara
que me había pasado, me di vuelta. Ahora
mi madre y mi esposa caminaban hacia mí.
Vi cómo se detenían y Adriana, señalando la misma casa que yo estaba
mirando, decía:
- ¡Esa, esta era la casa!
No sé si ella había oído lo
mismo que yo y en verdad nunca se lo he preguntado, pero desde el interior de
esa casa de fachada blanca cantaba inconfundible la voz de una niña.
Me quedé unos instantes en
silencio. Acaricié, sin prisa, la frente
arrugada de la casa. Luego apoyé la mano sobre la silueta pesada del llamador,
no me atreví a nada más.
Dejamos la calle Llana sin
número con pasos suaves. No quise mirar
atrás: tal vez una niña de otro tiempo, desde la ventana de la casa de fachada
blanca, sonreía viéndonos partir.
Santa Claus en
las callecitas de Potosí
Si me lo
hubieran contado, tal vez no lo hubiera creído.
De lo que estoy seguro, es que nunca me
hubiera imaginado que Santa Claus, alegre y desprejuiciado, pudiera
bajar con su trineo desde las alturas del imponente Cerro Rico a las callecitas
del colonial e indígena Potosí.
El Cerro Rico, Sumaj
Orjko o Potojsi, como también se lo conoce, me había convocado y un día a principios de
diciembre decidí responder a ese magnetismo tan especial que siempre genera. De
sus entrañas, en más de cuatro siglos de historia había salido plata y
oro no sólo para engrandecer al reino de Castilla y Aragón, sino también
para sostener a otras economías. En esas
mismas entrañas habían sucumbido miles de almas de indios, sus voces se
acallaron para siempre en esos socavones húmedos y oscuros. Ahora, yo me
aprestaba a recorrer esos mismos pasillos, a respirar ese aire que decían que
se hacía cada vez más denso y frío.
A mi llegada a
Potosí, el cartel de un pub me dio la bienvenida, como queriéndome recordar que
el mar había quedado unos cuatro mil metros debajo de mis pies. Desde cualquier calle, desde los campanarios
y techos, el Cerro Rico recortaba su silueta majestuosa y yo, pobre mortal, iba
de un lado a otro buscando retratar cada una de aquellas arrugas, de aquellos
gestos ancestrales y sus silencios.
A la mañana siguiente me reuní con un minero que había podido cambiar a tiempo su oficio por el de guía de turistas. En su propia casa nos enfundamos en unos equipos amarillos, botas y cascos con lámparas. Luego nos subimos a su vehículo de tracción en las cuatro ruedas y caja manual, y comenzamos a someterlo a la penuria de trepar y trepar hacia la base del cerro. Allí funcionaba una de las tantas bocas de minas explotadas por cooperativas.
A poco de entrar, dejamos la ofrenda
obligatoria de coca, cigarrillos y alcohol para El Tío. Yo ya sabía de su existencia y bastante había
leído sobre el dios del inframundo de los mineros, pero pararse frente a
él en su propio territorio era una cosa distinta. Esta figura era más bien pequeña y estaba
construida en un material que no pude identificar; tenía largos cuernos y unos ojos vidriosos que
imponían respeto y temor de sólo verlos. Si algo faltaba para seguir
sorprendiéndome, lo encontré en el enorme pene que ostentaba sin pudor. El guía se apresuró a explicarme que el falo
aquí representaba por un lado a la voracidad de El Tío y por otro, era
al símbolo de la fertilidad que el pueblo minero deseaba seguir preservando
para su gente. Después de homenajear a la deidad continuamos avanzando, las luces de nuestros
cascos iluminaban paredes con incrustaciones de cobre, techos sostenidos por
tirantes de los que colgaban curiosas estalactitas y alguna ocasional veta que
podría contener vestigios de estaño o plata.
De tanto en tanto debíamos hacernos a un lado del pasillo para permitir
el paso de los jóvenes que empujaban sobre rieles, vagonetas cargadas de
piedras hacia la salida. No tenían
trajes de mineros, apenas remeras de mangas largas, uno de ellos me dejó al pasar una sonrisa
tiznada de polvo: llevaba, y parecía que con cierto orgullo, la camiseta de la
selección argentina de fútbol.
Más adelante,
el camino perdía en altura, en algunos rincones quedaban cintas de colores y
otros regalos para El Protector.
Era evidente que con la profundidad crecía el misterio. Luego dirigimos los pasos hacia un sector
donde el camino iba hacia abajo, debía descenderse por una escalera precaria y
era un pasaje bastante estrecho. Entonces el entusiasmo que me había
sumergido en esos socavones comenzó a flaquear. No había duda: el miedo que
había sentido al internarme en las profundidades de otras cuevas estaba de
vuelta. Al ver el gesto del guía detenido frente a la escalera, entendí de
inmediato que mi excursión por una boca de mina del Sumaj Orjko había
llegado a su fin. Por supuesto, no opuse
ninguna resistencia cuando el ex-minero
sugirió no continuar.
Antes de
dejarme en el hotel, pasamos por una pequeña iglesia que estaba en las alturas
de la ciudad. Lejos de las grandes construcciones de las órdenes tradicionales,
este era el lugar adonde concurrían los mitayos que en la época colonial
trabajaban en las minas.
Después de un baño reparador, esa noche salí a dar un paseo por el centro de la ciudad. Entonces, allí me encontré con lo insólito, lo inexplicable: si el día se había convertido en noche cuando bajé a la mina, la noche ahora se transformaba en día en la Plaza de Armas. Aquí había estallado la Navidad y en una policromía de luces salpicaba los edificios públicos. A la derecha, un hilo de acero permitía que Santa Claus bajara desde la Catedral con su trineo de neón. La Intendencia y la Gobernación se vestían con sus mejores oropeles; con orgullo, parecían lucir diademas de piedras preciosas, y terminaban de engalanarse con collares y guirnaldas que bordeaban cada una de sus aberturas. Como caídas del cielo, estrellas de cinco puntas brillaban en los frentes de los edificios públicos y algunas que otras habían alcanzado los monumentos. Ahora, en la Plaza de Armas de la Villa Imperial de Potosí, renos que centellaban en azul convivían con ángeles que parecían exultantes; una figura de grandes dimensiones reproducía a los muñecos de nieve vestidos como Santa, mientras que desde los cuatro puntos se hacían escuchar los villancicos de siempre.
Recuerdo que en un momento sentí la necesidad de respirar un poco de
aire puro, y por suerte lo encontré en un puesto que preparaba las comidas
típicas de los potocos. Aún había más, porque la frase que dice la
realidad supera a la ficción otra vez volvía a ganarse el centro del
escenario. Frente a mí posaban para la
cámara dos personajes: uno parecía un gato, con guantes, saco y botas de piel,
que además llevaba un enorme gorro de Navidad.
El otro era un aprendiz de Santa al que no le faltaba la típica panza,
pero sí la estatura que se dice que tenía el original. Así y todo, me dejó una morisqueta y un
saludo. En el mismo momento en que lo
tenía en foco para retratarlo, una
figura voraz e imponente emergió en mi memoria: era la de El Tío, que
unas horas antes apenas había llegado a recortar con mi cámara en sus oscuros
dominios.
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ResponderBorrarHermosas crónicas de dos lugares tan dísimiles como Alhama y Potosí, con una carga afectiva innegable, sobre todo en el primer relato. Realmente envidio la memoria descriptiva prodigiosa del escritor, después de tantos años recorridos por lugares turísticos (y no tanto). Ojalá que sigamos deleitándonos con sus crónicas increíbles! Felicitaciones por el arduo trabajo creativo!
ResponderBorrarMuchas gracias Federico.
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