Arte rupestre.

Esta entrada juega con hallazgos rupestres de la puna de Catamarca a la planicie de Santa Cruz.
La ficción recrea un hecho histórico: la partida de Beltenshum, la última representante del estirpe tehuelche, del Alto del Río Pinturas.


Dos mechones de cabellos 

 

 A Carlos Aschero




De la noticia me enteré por casualidad. Ocurrió en una tarde del año 2018, mientras me encontraba metiendo las narices en los terrenos de la Antropología y la Arqueología.  En el video se mostraba que en la Quebrada del Cacao, cerca de Antofagasta de la Sierra y a unos 3.800 metros sobre el nivel del mar, un experto argentino había hecho un descubrimiento que conmovía a la comunidad científica de Europa y América. Debajo de unas fecas y los restos de un megaterio, Carlos Aschero dio con dos mechones de cabellos humanos que databan de cuarenta y un mil años de existencia.  El hallazgo obligaba a replantear nada menos que la teoría original del poblamiento de América, desafiaba la posición europea y abría un interrogante sobre por dónde había andado nuestro curioso Homo sapiens por aquellos tiempos.

Al leer sobre el sitio donde se hizo el descubrimiento, de inmediato se encendieron las luces de mi atención: en el año 2011 había recorrido la puna catamarqueña. Entonces me había alojado en Antofagasta y en mi excursión hacia el Salar del Hombre Muerto, con seguridad había pasado cerca de la Quebrada Cacao. Después de siete años, el nombre de ese lugar asomaba como un iceberg en la memoria y me empujaba a buscar entre mis fotos testimonios de esa experiencia. Entre otras cosas, ahora sabía que esos petroglifos que había fotografiado en Peñas Coloradas, se encontraban en la región de la Argentina que concentraba el mayor número de esas expresiones en la piedra. Además, había aprendido que la puna salada era el mejor lugar para buscar el rastro de nuestros primeros homínidos. Mientras miraba una y otra foto, quise imaginar cuánto disfrutarían nuestros antepasados de lo que la naturaleza hizo con aquel paisaje tan inhóspito;esos incansables caminantes hoy se encontrarían con un paraíso de lomadas suaves, cubiertas de tanto en tanto con fatigados coirones; tal vez se detendrían menos a beber o a descansar al borde de sus vegas y arroyos, de esas lagunas de un azul profundo, un verde esmeralda o un rojo ferruginoso. Un poco más adelante, ya no los sorprenderían los picos nevados y el hielo asomado a la vera del camino. Para aquellos cazadores-recolectores, aún hoy el viento, la sal y el cielo seguirían siendo los dueños de la puna, los aleros y cuevas, el refugio de sus sueños y la huanca o menhir el lugar donde reposaba el alma de los ancestros.  

Para aquel viaje a Catamarca, ya sabía lo que era un petroglifo, porque los había visto y tocado en el Cerro Tunduqueral, en Uspallata, en el Parque Nacional Talampaya, en Cafayate y en Sapagua, cerca de Humahuaca. Por lo menos podía  decir que los petroglifos eran representaciones que se lograban al rayar, picar, pulir o golpear la piedra con un elemento de mayor dureza que desprendía la película de la superficie. Tenía claro también que el arte rupestre era otra cosa, ya que en esta expresión también prehistórica,el grabado en la piedra se hacía con el uso de pigmentos y no con cinceles o herramientas.  No sabía mucho más del tema, lo confieso.

Doña Cirila, la señora que me alojó en su casa en Antofagasta, era una persona muy reconocida en el pueblo, buena cocinera, pero más que eso todavía, curaba a la gente. Que era hábil para los platos al horno era verdad: gracias a sus empanadas, al vino y el calor de la cocina, pude superar el  espantoso frío que sufrí después de haber recorrido los salares, en pleno invierno y a cuatro mil metros de altura,  sin ropa térmica. De que curaba también puedo dar fe. A mi, con una cinta roja que medía una y otra vez, y las invocaciones que repetía sin parar, en un rato me sacó el empacho y el mal de ojo.  Del empacho, me dijo que me lo había cargado por haber andado por ahí a los apurones con la panza llena de empanadas. Del mal de ojo no quiso decirme cómo me lo había contagiado, supongo que fue porque tengo ojos claros, pero de eso no estoy seguro. 

Al segundo día de estadía, me invitó a conocer unas tierras que le pertenecían. Me dijo: allí le voy a mostrar unos lindos dibujitos en las piedras. La idea me atrapó de inmediato, porque los petroglifos que había conocido en otras provincias estaban en lugares bastantes accesibles al público.  Esto iba a ser diferente: debido al clima y a la altura, en todo ese departamento de la puna vivían menos de 1500 personas, y los caminos  hacia el norte eran bastantes precarios.  

Doña Cirila me condujo hasta Piedras Coloradas. Sobre un gran murallón había, efectivamente, petroglifos. La piedra tenía aquella coloración y sobre ella estaban talladas representaciones de humanos y animales. Las que recuerdo mostraban personas cuyas cabezas y  troncos tenían forma rectangular, los brazos estaban a nivel de los hombros, los codos flexionados y las manos, con tres dedos cada una, colgaban bien abiertas.Completaban las escenas figuras geométricas cerca de las humanas. En otra, se destacaba un hombre parado delante de dos camélidos dibujados de perfil y con las patas alineadas, por lo que se asume que estaban quietos. El hombre alzaba ambos brazos sosteniendo objetos en ellos, en una actitud de arenga o tal vez de domesticación de las bestias; en la cabeza parecía llevar un tocado o cuernos. En segundo plano y en menor tamaño aparecían otros animales.  

Luego, al leer al autor del hallazgo de los dos mechones de cabellos de cuarenta y un mil años, supe que por la disminución de su movilidad residencial, la historia de los autores de los petroglifos se ubicaba entre tres mil y cuatro mil años atrás de la nuestra.  Aschero me soplaba al oído que estas notaciones, típicas de la puna salada y seca, le daban a los refugios de aleros y cuevas un fuerte sentido territorial, de marcación de espacios de retorno considerados aptos para la residencia. Me regocija todavía escuchar de labios del propio Aschero su relato, hasta cuando dice alma y huanca -el alma que va a la piedra- esos sonidos parecen que se deslizan por su blanca barba y van a buscar, despacio, su lugar en  la puna. Tal vez alguien, mañana, al raspar o golpear su superficie los libere en la forma de un petroglifo o tal vez encuentre debajo de esa piedra dos nuevos mechones de cabellos.

Luego, al leer al autor del hallazgo de los dos mechones de cabellos de cuarenta y un mil años, supe que por la disminución de su movilidad residencial, la historia de los autores de los petroglifos se ubicaba entre tres mil y cuatro mil años atrás de la nuestra. Aschero me soplaba al oído que estas notaciones, típicas de la puna salada y seca, le daban a los refugios de aleros y cuevas un fuerte sentido territorial, de marcación de espacios de retorno considerados aptos para la residencia. Me regocija todavía escuchar de labios del propio Aschero su relato, hasta cuando dice alma y huanca -el alma que va a la piedra- esos sonidos parecen que se deslizan por su blanca barba y van a buscar, despacio, su lugar en  la puna. Tal vez alguien, mañana, al raspar o golpear su superficie los libere en la forma de un petroglifo o tal vez encuentre debajo de esa piedra dos nuevos mechones de cabellos.



En Peñas Coloradas hay unos lindos dibujitos en las piedras.






Manos pintadas

 

A la memoria de Carlos Grandin,

 a Ana María Aguerre

 

Con los años uno aprende que a la Patagonia no se vuelve: es el viento el que nos lleva a ella, el mismo que se quedó con nuestro adiós ese día en que nos despedimos.

Aquella vez me había propuesto regresar a Santa Cruz para conocer entre otros lugares la Cueva de Manos Pintadas, ese sitio que es considerado la primera manifestación artística en América y el mayor lugar con manos pintadas en el mundo.

La primera visita no fue por cierto la mejor de las dos que hice.  Con el asesoramiento equivocado que recibí en Turismo y lo poco apropiado de mi vehículo, no podían esperarse otras cosas más que las que tuve, desperfectos mecánicos y demoras.  A pesar del mal humor y el cerco de rejas que protegía la cueva, me quedé a observar las representaciones durante un buen tiempo.  La experiencia terminó dejándome cierto sinsabor, por lo que me juré que volvería lo antes posible.

Durante siete meses me armé con la mejor información que pude conseguir, pasé largas noches revisando fotografías, la toponimia del lugar y  documentos que exploraban la arqueología y la etnografía de la región. Entonces sí, no  le preguntaría a nadie más sobre la ruta a tomar, accedería a Cueva desde un alojamiento cercano y por un camino en buen estado; una vez en lo alto del Cañadón del Río Pinturas, bajaría por el milenario Sendero de los Guanacos, cruzaría el río por el puente y desde allí ascendería hasta alcanzar el sitio de arte rupestre.

Antes de que finalizara ese año, partí de Buenos Aires.  Como estaba planeado, al llegar me alojé en la posada Estancia Cueva de Manos, bien lejos de la Dirección de Turismo, por las dudas.

Al día siguiente estaba al borde de un precipicio de unos doscientos metros.  Allá abajo corría el Río Pinturas. Desde lo alto, el cañadón parecía un par de enormes manos entre las que se escurría un hilo de agua. Cerca del río despuntaban tonos de verdes y amarillos de coirones y arbustos achaparrados; los grises y rosados ocupaban las paredes cortadas a filo por la erosión. El día estaba apacible e invitaba a emprender el descenso sin demoras. Antes de hacerlo, me detuve a pensar que yo también iba a dejar mi rastro en ese sendero que vio pasar cientos de generaciones de  guanacos y cazadores. A medida que bajaba, las ráfagas, por momentos más intensas y frecuentes, envolvían mi cara, como si quisieran  con esos plumazos lavarla de todas las asperezas que había juntado en la gran ciudad.  El viento de la Patagonia era un eterno silbo a quien la naturaleza le había dado el don de ser una llamada.  Estar allí, en cuerpo y alma presentes, era mi vocación, y la disfrutaba en libertad.  Por tramos caminaba apoyándome en las rocas y en otros el paso era más firme.  Al llegar al río, los arbustos que crecían  a su lado me ofrecieron un lugar ideal para recobrar fuerzas.  Sentado sobre una piedra, me detuve a contemplar cómo las ramas abrazaban al puente colgante, sus copas verdes se cerraban entre el sol y el cielo, y sus lianas corrían desmadejadas por debajo.

Antes de cruzar, no podía faltar el contacto con las frías aguas del Pinturas; me quité las zapatillas y por un rato dejé mis piernas sumergidas a una altura algo superior a las rodillas, la correntada cosquilleaba entre los pies, que ahora parecían transparentes y blancos; desde los árboles bajaba de vez en vez el canto de un pájaro y el viento se había llamado a silencio.  El único sonido presente era el murmullo del agua.  Entonces imaginé que ese arrullo imitaba a una canción de cuna que usaban las madres tehuelches para dormir a sus niños. Luego, crucé el puente sin apuro, jugaba a que era un equilibrista. Ya del otro lado me esperaba el último tramo, un camino ascendente que terminaba en la cueva, a unos noventa metros de altura sobre el nivel del río.

Poco después estaba de nuevo delante de ese conjunto de representaciones de manos en negativo y positivo; rojas, blancas y negras, parecían trepar, bajar y cruzarse entre ellas sin importarle el borde cortante de las lajas. A ellas se sumaban  grandes escenas de grupos de guanacos negros perseguidos por cazadores; al decir de los estudiosos, estas ilustraciones eran de las más antiguas, esto es, de unos nueve mil años de vida; otros personajes aparecían en registros más pequeños, en posición estática y dibujados de frente, lo que permitía ver algunos detalles en los humanos, y pertenecían a una etapa posterior. Unas esferas pequeñas de color bordó, que estaban grabadas sobre el alero, despertaron mi curiosidad; habían sido pintadas con piedras envueltas en tela humedecida con pigmentos, las que eran arrojadas contra techos y aleros como un recurso más para expresar formas abstractas.  Por fin, las pinturas más recientes eran aquellas que mostraban figuras geométricas, círculos, concéntricos o no, líneas y puntos, en especial dibujadas en rojo. Al verlas me resultaron familiares, ya que había visto algunas semejantes a esas en Antofagasta de la Sierra.

Con una valla delante y mis manos cada vez más inquietas, no había mucho más que hacer por allí.  Ya había recibido la información que tenían para darme y además frente al área cercada sobraban turistas y lo que se extrañaba era el silencio. Enfrente, los jóvenes que volvían por el mismo camino que yo había tomado para bajar, enfrentaban las ráfagas más fuertes de toda la jornada.  En mi caso, debía llegar a la posada antes del atardecer y descansar bien esa noche, si quería al día siguiente estar en forma para conocer el Alero Charcamata. Entonces recordé que la guía me había mostrado un hallazgo fascinante sobre una de las piedras.  Se trataba de una hendidura que estaba incorporada a una escena de caza; para mi asombro, la grieta representaba al mismísimo Sendero de los Guanacos que ahora me esperaba y por el cual debería  trepar.   Con entusiasmo inicié el camino.  Al llegar al otro lado del río, el viento, el eterno silbo de Ëlëngásëm, me volvía a llamar, y mi resuelta vocación iba a su encuentro.



De la mano de  Ëlëngásëm, por el camino de Grandin y Aguerre.




Arrugas en las piedras


A la memoria de Rodolfo Casamiquela

 

La mano del viajero todavía estaba tibia, temblaba un poco a medida que abierta, se acercaba a otra. Esa no se movía, solo parecía esperar el momento en el que el caminante apoyara la suya sobre ella y se  llevara impresa cada una de sus arrugas de piedra.  Cuando al fin la mano tibia, con toda su humanidad a cuestas, se posó sobre la fría de tiempo, a las dos las envolvió el silencio.

La primera que el caminante apoyó fue la izquierda. Un instante después la derecha, como si obedeciera a un instinto superior y no a una voluntad, buscó unirse con otra mano hermana. No hay una explicación cómo ocurrió, pero cuando quiso darse cuenta, perdón... cuando quise darme cuenta, ya estaba arrodillado frente a ese muro, los brazos y los ojos abiertos y mis manos allá arriba, pegadas contra otras grabadas cientos de años atrás en el Alero Charcamata.

El lugar era excepcional, un socavón en la montaña de grandes dimensiones. Apenas entré tuve una sensación de libertad que me hizo parecer que mi cuerpo era más grande de lo normal; en cambio, al respirar  ese olor tan profundo de las cuevas de la Patagonia, un poco de su aire puro fue suficiente para colmar mi pequeñez humana.

La observación llegó con los pulmones llenos del aliento patagónico, sólo que ahora entre esas manos y las mías no había una reja como en Cueva de Manos Pintadas.  En un primer golpe de vista,  las representaciones en el alero parecían semejantes a las de aquel lugar. El  guía Juan ya me había explicado que el alero y su arroyo eran tributarios del mismo Cañadón del Río Pinturas donde más arriba estaba la cueva, y que no era de extrañar la similitud en los diseños, estos podían repetirse hasta a ochenta kilómetros de distancia entre un sitio  y otro. La mirada, sin prisa, comenzó a  trazar un itinerario entre  manos, guanacos, ñandúes y hasta un felino. Con caminar un poco por allí, me di cuenta que la mayoría de las manos eran izquierdas.  Recuerdo que en ese momento no pude evitar hacer una relación entre ellas y la posición que ocupaban los jacobinos en la Asamblea Nacional Legislativa de la Francia revolucionaria.De los asientos de la Asamblea volé de vuelta al alero.  En Charcamata también predominaban las manos de diseño negativo, se veían rojas con fondo blanco, blancas sobre fondo rojo, unas dispuestas hacia arriba, otras horizontales u oblicuas, aunque había menos que en Cueva y las superposiciones parecían menos frecuentes. Con los caminos abiertos entre las figuras, mi imaginación no tardó en echarse a andar en ellos,  y ya se sabe lo que puede hacer la imaginación cuando sale a buscar respuestas.

Mientras observaba con atención un conjunto de representaciones, me sorprendió no encontrar un sólo caso en el que una mano ancestral hubiera decidido aplicarse exactamente sobre la forma de otra que estuviera debajo. Sería por respeto a los predecesores, me dije. Igual  seguía preguntándome por qué en un lugar de setenta metros de frente, veinte de profundidad y veinte de alto, muchos habían elegido superponer sus manos a otras de manera parcial.  Entonces advertí que mi imaginación había cazado su primera respuesta y la exponía ante mis ojos. La impresión que tuve fue de que el conjunto entero en cualquier momento iba a desprenderse de esas lajas filosas; que liberadas por su instinto de trascendencia, las manos se lanzaban por la pared y dibujaban sobre su superficie movimientos armoniosos en círculos, donde sus siluetas o sus cuerpos rojos, blancos y negros se entrelazaban tal vez en una danza entre hermanas; que al fin, antes de que pudiera entender bien qué era lo que estaba pasando, las manos ya habían vuelto al lugar exacto del que se habían soltado y allí se quedaban quietas.  Por las dudas, me acerqué a la pared y dejé un rato las mías apoyadas sobre las formas de un par de ellas.  Quería saber si seguían despiertas todavía o si ya continuaban su sueño en la piedra. Para cuando me alejé de la pared, el viejo interrogante sobre si el sentido de estas representaciones era artístico, social o religioso, estaba bastante maltrecho ya.

En el lugar encontré otras pinturas curiosas. Los infaltables guanacos seguían allí, pero representados de otra forma, ya no como el objeto de largas cacerías, no se veían manadas de ellos y grupos de cazadores en su persecución o tendiéndoles emboscadas. Estaban solos, se los veía bien proporcionados, quietos, con vientres abultados y siempre eran blancos;  en una escena, una hembra tenía las patas traseras abiertas y el cuello hacia atrás, como suelen actuar mientras están pariendo y no quieren dejar de observar a sus otras crías. Aún había más, un personaje que no estuvo pintado en Cuevas y que aquí lucía a sus anchas su rol de protagonista: un auténtico felino, rojo por donde se lo mirase, de cabeza y boca generosas y garras siempre listas.  La figura mítica del puma, que tantas veces me había atrapado desde su rol en las culturas andinas y la guaraní, estaba de nuevo ante mis ojos.

Había algo que hacer todavía en el lugar y no se trataba ya de informarse, observar o reflexionar, de descubrir texturas o de soltar la imaginación.  Faltaba escuchar, sentir el silencio, convencido de que solo con él los lugares revelan los secretos que las palabras de los humanos no pueden expresar.

Si al entrar al alero uno se da cuenta de que allí adentro lo esperan las huestes de  la Antropología, la Arqueología y el Arte Rupestre, al salir no tiene dudas de que en los alrededores la Historia tiene algo para contarnos.  A pocos metros de la entrada, Juan me señaló un conjunto de piedras que quedaron del lugar donde vivió la última familia de la zona, que dejó el sitio allá por la década de mil novecientos cuarenta.Con pasos lentos entre las piedras del cañadón, íbamos tomando distancia del alero. Entonces aparecieron las teorías para explicar el origen del nombre del lugar. Las versiones iban desde que Charcamata aludía a la idea del Cañadón del Pájaro Carpintero o el de Misteriosas Piedras Pintadas, hasta la más firme, donde investigadores de primera línea coincidían en que respondía a una pronunciación defectuosa del apellido del cacique tehuelche Sacamata.  La historia tal vez no me perdonaría, y menos lo haria la leyenda, si me olvidara que estuvimos cerca del puesto de la familia Chapalala, allí mismo donde fuera rescatada el 17 de setiembre de 1949 una anciana de unos noventa años. De ella solo se tenían por certezas una foto y su nombre, y se dijo que fue  la última tehuelche en dejar la tierra de sus ancestros.



En el alero Charcamata, las manos se transforman en tiempo.



Adiós Beltenshum

 

A la memoria de Julio Germán Koslowsky

 y Martín Martinetti

 

El viento, el eterno silbo de Ëlëngásëm, se había desprendido desde lo alto del Cañadón del Rio Pinturas y corría en dirección noreste,  hacia la pampa que estaba más allá de Piedra Bonita.

Cerca de la cueva de la familia Chapalala, el baqueano levantaba un brazo para explicar cómo saldrían por el camino en dirección a Las Heras.  El doctor Escalada, con una mano sosteniendo la barbilla, lo escuchaba con atención.  El baqueano dijo luego  que iba a preparar la caballada. El médico y Agustina quedaron en silencio.  Entonces él se acomodó los lentes, puso una mano sobre el hombro de ella y mirándola con unos ojos que de pronto parecieron los de un niño, le dijo que había llegado el momento de decirle a su tía que debía prepararse para partir. 

A lo lejos, Beltenshum los seguía observando.  Tantos años de vida le habían quitado un poco de vista y bastante más de oído, pero le habían dado otras cosas, gracias a las que no necesitaba escuchar o ver a la gente para darse cuenta de qué estaba pasando o qué iba a pasar.  Se inclinó hacia adelante sobre la silla, entrecerró los ojos  y dio una profunda bocanada a su pipa.  Luego repasó la cabellera, había desprendido sus trenzas el día en que quedó viuda  y nunca más por otro hombre volvió a tejerlas.  Apretó el abrigo contra los hombros y comenzó a cantar, como en un susurro, aquel viejo gáiau  que le había enseñado su madre:

 

Wëtr-kei- kë   la-há-tëm  wëtr-kei- kë   la-há-tëm   e-kë-lei-ké

léi há-tëm      E-kë-lei ké  lé-lu    kë        lou- kë        lou-há

 

Al escucharla entonar la canción, su sobrina no pudo evitar sonreír.  La sonrisa le duró un instante,  la tristeza había llegado para quedarse.  Beltenshum sentía que  Agustina le pasaba una mano por la cabeza, que le acomodaba la vincha y le decía algo así como que ya era la hora; que por su salud la llevarían a Las Heras y que si había vivido tanto era, porque como todos decían, sólo vivían muchos años las personas sabias.  La vieja levantó un poco la cabeza y con ella fueron sus ojos pequeños buscando los de su sobrina; luego alzó una mano y la apoyó sobre la que la acariciaba, le dio tres palmaditas y volvió a bajar la mirada para buscar su pipa.  Después, se quedó sola en la cueva.

 

 

-Beltenshum, ya te he dicho que no fueras a esas cuevas donde hay pinturas, debes obedecer, ya no eres una niña…- como un eco que se repetía, la voz de su madre volvió a aparecer-  Ëlëngásëm es el amo de esos lugares, todo allí le pertenece, él controla al viento y protege a los animales, es muy poderoso y malvado, hasta dicen que se ha llevado gente…

 

Beltenshum no sabía si creerle o no.  Decían que era muy alto y tenía un enorme caparazón en la espalda, pero ella nunca lo había visto. Además, si era tan malo,  por qué su madre insistía en que debía comer ese preparado con polvo de los huesos de los animales que él protegía.  Parecía que era para que creciera fuerte y sana; debió haber sido así,  y vaya si había vivido muchos años.

La primera vez que percibió que Ëlëngásëm andaba cerca, fue cuando le pasó aquello que en ese momento no pudo comprender.  Desde un par de días antes venía sintiendo unas molestias en el vientre, unos dolores raros que nunca antes había tenido. Esa tarde iba caminando a hacer una de esas escapadas por las cuevas que tanto le gustaban.  Lo que más le fascinaba era contemplar esas manos de colores pintadas a lo largo de los cañadones; esa vez, se había propuesto visitar el alero Charcamata.  A poco de llegar, de pronto sintió que estaba mojada, bajó la vista y levantó su pollera.  Vio cómo un par de hilos rojos que venían de la entrepierna ya le llegaban a la rodilla.  Asustada, corrió el último trecho que le quedaba hasta el resguardo; sólo se detuvo cuando llegó a él y logró sentarse jadeante sobre una piedra.  No sabía cómo parar la sangre, una y otra vez apretó con su mano izquierda ese lugar por donde nacían los animales; después quiso secarla en la tierra, pero al rato  volvía a sangrar y ella volvía a hacer lo mismo, qué iba a decir cuando llegara a su casa.  Ahora parecía que el tiempo se había detenido frente a ella y a aquellas pinturas que poblaban la pared.

Estaba más tranquila ya cuando tuvo esa sensación extraña.  Un silbido del viento que se había filtrado en el alero, despertó su atención.  Era un sonido fino que parecía  el canto de un pájaro susurrándole al oído. Viniendo del señor de las tormentas, eso era muy raro. Después, sintió que una brisa al pasar le acariciaba la cabeza. Entonces supo lo que tenía que hacer: se puso de pie, miró su mano manchada de sangre y tierra e hizo con ella lo que sintió que  Ëlëngásëm le estaba pidiendo.

 

La vieja Beltenshum apoyó la pipa con suavidad sobre un cuero de guanaco que estaba en el piso.  Luego se sostuvo con una mano sobre el respaldo de la silla y con la otra sobre la pared; ya más segura, despacio, se animó a caminar sola hasta la entrada de la cueva.  Desde allí espió los movimientos del baqueano que estaba cargando los animales con los bultos. El doctor los miraba y a veces  anotaba algo, parecían muy ocupados.  Afuera estaba bien fresco,  pero eso no iba a inquietarla a su edad. Beltenshum acomodó su manta sobre los hombros, puso una mano contra la pared y se quedó ahí, quieta. El trazo de una pequeña sonrisa asomaba con timidez entre los caminos que la vida había dibujado en el rostro.  Ahora sus ojos abiertos miraban hacia el sur. No podía estar mucho más allí, era hora de volver a la silla, antes de que los huesos se dieran cuenta del tiempo que llevaban manteniéndola de pie.Sentada, en silencio, entre sus manos parecía que el tiempo no tenía apuro. 

El cielo plomizo que caía cerca del Cañadón Piedra Bonita se iba despoblando de nubes.  Ëlëngásëm, que cuidaba con celo de sus tesoros de manos pintadas, esta vez no se había detenido en sus cañadones y aleros. Por su voluntad, el viento abría surcos celestes en el cielo y trazaba remolinos en las aguas del Pinturas.  A su paso, el calafate, agitado, parecía querer darle sus frutos azules en pleno septiembre;los guanacos volteaban la mirada ante el silbido y abrían sus ojos cuán grandes eran;entre las piedras,el chinchillón naranja y el pinche inclinaban sus cabezas en señal de respeto ante la presencia del padre de la vida.

Beltenshum vio que Agustina entraba en la cueva. Le dijo algo, luego tomó su  viejo quillango y la arropó con firmeza, como solía hacerlo en aquellos tiempos en que salían a caminar juntas.  Esta vez, al apretar el abrigo contra su cuerpo, la vieja sintió que la abrazaba fuerte.  Desde afuera llegaron a ellas las voces del doctor Escalada y el baqueano Cárdenas, y el relincho de un caballo que parecía agitarse ante esas ráfagas que se habían despertado de pronto. Con el médico de un lado y Agustina del otro, apenas si pudo arrastrar un poco esos pies más pesados que nunca. Tuvo que esperar otro tanto para respirar y entonces sí, con pasos lentos, fue dejando la cueva de los Chapalala. Afuera la esperaba, ansioso, el eterno silbo de Ëlëngásëm.  Al sentir que el viento la acompañaba, la última de las grandes mujeres chëwach a kënna abrió sus ojos y miró hacia el alero; allí donde un día junto a cientos de ellas, había dejado grabada también su pequeña mano de tierra y sangre.

 


Beltenshum (foto anónima)






  











































                    

  



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