Banderas.
La primera temática que abordaré será la de Banderas e incluirá en este orden los textos: Altas en los cielos, La bandera de Genoveva, El niño, el viento y la bandera, Una foto para tres y la ficción El último abrazo.
Altas en los cielos
Desde niño
las banderas siempre cautivaron mi atención.
Tal vez sería porque en la escuela, a la bandera que presidía la
ceremonia se la recibía de pie y con aplausos y se la despedía de la misma
manera, como si se tratara de un prócer. Era curioso, nos decían que podíamos izarla
rápido pero que se la debía arriar lento, con cuidado de que no tocara el
suelo; sonaba raro que no debía lavarse, y aún más que si estaba ya muy gastada,
debía ser incinerada y sus cenizas debían enterrarse dentro de la institución.
No tengo en mente si alguna vez incineraron la insignia patria de mi escuela.
Si ocurrió, por suerte yo no estuve allí, me hubiera partido el corazón ver
cómo el fuego la consumiera.
Recuerdo que
en esa época en mi casa teníamos un gran atlas de tapas duras. En ambas páginas
centrales y a todo color, lucía las banderas del mundo entero. Yo jugaba a intentar identificarlas ocultando
sus nombres, y lo había logrado con la mayoría de los cien países que allí
estaban representados. Es ese tiempo quién podría imaginar que tantos cambios
sociales, y en sólo poco más de cincuenta años, iban a duplicar el número de estandartes
nacionales que hoy flamean sobre la tierra.
Entonces mis
pies parecían tan livianos como plumas, casi no tocaban el suelo en el apuro
por ir detrás de sueños. Luego, en el
camino hacia la adultez, fui apilando sobre mis espaldas el peso de las razones.
Así fue cómo aprendí que las banderas
también forman parte de sistemas de comunicaciones y códigos precisos. De vez
en vez puedo quitarme el peso de tantas razones y mis pies se vuelven casi tan
ágiles como en la infancia. Es en esos
momentos cuando puedo sentir que sólo las banderas son capaces de envolvernos
el alma, de atravesar nuestras vidas con colores, de hacernos trascender más
allá de los silencios. Como estandarte
del sentido de pertenencia de la gente o también portavoz de su ideología y su
cultura, tarde o temprano necesitamos tener cerca una de ellas para hacernos
sentir vivos.
Así como
aquel atlas de tapas duras me condujo al mundo de las banderas, fue mi
profesora particular de inglés quien me enseñó el amor que tenía por el
pabellón nacional de sus padres. Un día me miró con esos grandes ojos celestes
que tenía y con su pausado hablar de siempre, comenzó a explicarme cómo se
componía la bandera del Reino Unido. De los labios siempre rojos de Miss Flora
Priscilla Walmisley, el King’s English surgía con naturalidad: la
cruz roja es en homenaje a Saint George, el patrono de Inglaterra; la cruz en
diagonal blanca al patrono de Escocia, Saint Andrew y la cruz en diagonal roja
al de Irlanda, Saint Patrick.
Yo tenía
unos ocho años cuando empecé a estudiar con ella, pero aún la recuerdo muy bien.
Hija de padres ingleses, Miss Flora no dejó descendencia alguna ni un gran
patrimonio en la Argentina que la vio nacer, pero en la casa donde pasó sus
últimos días, lucía orgullosa la platería que llevaba grabada el escudo de la
familia. A pesar de que nunca pudo dedicarle a su querida Union Jack el
famoso God Save the Queen en un acto público, y menos aún alzarla, su
amor por la bandera de sus ancestros era para mí un motivo de admiración.
Esto tal vez
me hizo poner los ojos sobre la mía. En las fotos que aún conservo sigo viendo
a un chiquillo que con gesto enérgico le juraba fidelidad eterna, un compromiso
que confieso, los años no han logrado espantar de mi memoria. Por aquellos días ni se me hubiera ocurrido
imaginar que sus colores respondían a la orden de Carlos III, y menos hubiera
sospechado del destrato que sufrió su creador por los sucesivos gobiernos de
Buenos Aires. Entonces todo era celeste
y blanco, como el cielo y el mar, como los colores de las cintas que nos
contaban que French y Beruti habían repartido en mayo de 1810, dos años antes
de que se creara la escarapela nacional. Ahora que reviso mis testimonios en
blanco y negro, sonrío al darme cuenta que entre la bandera argentina y yo, siempre
hubo unas centésimas de promedio de distancia: nunca la pude alzar pero una y
otra vez fui su orgulloso escolta.
Casi al
mismo tiempo aprendí que el paño de tela que cobijaba mis sentimientos de
pertenencia más fuertes, podía tener otros colores. De la mano de mi padre, un día ingresé al
estadio de River Plate y creo que nunca más salí de allí. El amor sigue intacto, una banda roja de
locura sigue cruzándome el pecho, a veces ahoga, otras, libera. Aún hoy, cada vez que paso cerca de ese
estadio, aunque esté vacío y en silencio, mi corazón se agita, la voz se
entrecorta y los ojos se humedecen.
Echado a
andar desnudo por el camino de la historia, uno se da cuenta pronto que tanto
hombres como mujeres han sabido morir en combate en defensa de sus banderas. Lo que se tarda un poco más en descubrir, es
el hecho de que han sido las mujeres quienes las bordaron. La primera bandera de mi patria se dice que
fue obra de la dama María Catalina Echavarría de Vidal. Doscientos años después, la vida me sorprendía
con un regalo para los ojos: en la Casa de la Independencia de Bolivia, a
resguardo debajo de un grueso vidrio, esa mismísima bandera de Macha parecía
estar esperándome. Blanca las alas y
azul índigo en el centro, el sueño de Belgrano se veía más vivo que nunca.
A veces, cuando
las mujeres bordan un estandarte pueden hasta jugarse la vida. La joven española
Mariana Pineda se atrevió a enfrentar el absolutismo de Fernando VII. En un paño morado bordó un triángulo verde, sobre
cuyos lados estampó la consigna Libertad, Igualdad, Ley. Fue muerta por el suplicio del garrote vil,
pero Lorca la inmortalizó al dedicarle una obra de teatro en la que puso en sus
labios la siguiente frase: “En la bandera de la libertad bordé el amor más
grande de mi vida.”
Más cerca de
nuestro corazón americano aparece la niña Genoveva Ríos, quien no dudó en
esconder bajo sus ropas el pabellón nacional de Bolivia, para salvarlo de tres
naves de guerra chilenas ancladas en Antofagasta.
El cine
quiso también envolver a una mujer en una bandera, y ahí está Carmen Maura, la
Carmela de Saura, presta a enfrentar la metralla franquista envuelta en su
crisálida roja, amarilla y morada.
Por fin,
cientos de versos intentaron alumbrar el paso de aquellas insignias patrias
flameantes de identidad y orgullo. Una
poesía aún arrebata mi corazón, siento que desde el otro lado de la cordillera
todavía soplan en nuestros oídos los atronadores versos del capitán. Al parecer ni la muerte puede rozar a Pablo
Neruda cuando decide enfrentarla, sólo necesita tener el amor en una mano y en
la otra, su bandera:
Vamos,
y tú, mi estrella, junto a mí,
recién nacida de mi propia arcilla,
ya habrás hallado el manantial que ocultas
y en medio del fuego estarás junto a mí,
con tus ojos bravíos, alzando mi bandera.
La bandera de Genoveva
Volví a salir en automóvil desde Buenos Aires, esta vez con la
proa puesta hacia el desierto de Atacama, a través del cual llegaría a
Antofagasta. Allá iría, tras las huellas
que dejó una niña valiente durante la Guerra del Pacífico, aquel personaje que en
otro momento había utilizado en uno de mis textos.
Al cruzar el paso de Jama, a cuatro mil doscientos metros de
altura, un cartel que anunciaba la Ruta del Desierto levantó mi ánimo, que no
estaba precisamente por las nubes. Un
dolor de cabeza impiadoso me partía el cráneo, parecía no haberse decidido aún
con cuál de mis hemisferios cerebrales se quedaría, y qué haría después con el resto
de substancia gris racional o creativa que le sobraba. Mi única fuente de oxígeno era el silencio y
a él iba aferrado, tan firme como al volante con el que intentaba mantener la
marcha a pesar del azote de una ventisca cruel.
Tal era el movimiento del vehículo que pensé por un momento que estaba
tomado al palo de una embarcación, cuya vela mayor parecía estar a punto de ser
arrancada por la furia del viento.
Al llegar a San Pedro de Atacama, decidí no detenerme en sus
calles polvorientas y el sinnúmero de gente que transitaba en ellas. Continué hasta Calama con la idea de
pernoctar en esa ciudad. Apenas hice una
caminata para buscar un sitio donde comer, pero fue suficiente para encontrarme
con el primer testimonio de la Guerra del Pacífico: una placa donde el pueblo chileno
reconocía el valor del adversario Eduardo Abaroa Hidalgo, el héroe de la
resistencia en esa ciudad. Al día
siguiente ya circulaba por el largo trayecto de la costa norte. Entre el mar y
la ruta aparecían casas y más casas humildes, desde donde cientos de banderas
chilenas parecían ondear orgullosas a mi paso.
Con la lectura de un reconocido historiador del antiplano a
cuestas, mi interés pasaba por conocer algo más de los personajes involucrados
y los lugares donde se desarrolló la contienda que involucró a tres países
hermanos.
Antes de Antofagasta quería conocer Mejillones, el polo salitrero
que jugó un rol clave en las relaciones entre los hijos del Ñidol Toki
Caupolicán y aquellos de los fundadores del Tiahuanaco. Con un folleto gentilmente aportado por el director
del museo de la ciudad, fui en busca del hito del paralelo 23. La historia cuenta que en 1857 había llegado
una fuerza naval chilena, como bien decía el folleto, para decir hasta acá
llega Chile. El texto mostraba una foto del monolito y agregaba: Tal
hito es un verdadero monumento histórico que yace oculto y olvidado en el
desierto norte de nuestra comuna. Que
estaba oculto era bien cierto: después de recorrer todo el terreno entre la
playa y la ruta, a lo ancho y a lo largo, nadie supo decirme dónde se
encontraba un hito fronterizo de avanzada, que había sido plantado veintitantos
años antes de la guerra por quienes luego serían sus vencedores.
Aunque mi folleto mejillonino decía
que el lugar era tierra de nadie, parecía ser que Bolivia era el estado
soberano de la región. El conflicto
involucró a ese gobierno y la Compañía de Salitre y Ferrocarril de Antofagasta,
en su mayoría integrada por inversores chilenos y europeos. A la exportación del guano de las aves, que era
muy solicitado para nutrir las tierras de los países ricos, se sumó luego la
explotación de plata de Caracoles, lo cual generó un crecimiento sustancial de la
región. La diferencia entre las partes
surgió a razón de una exigencia impositiva a la empresa. Al ser rechazada, las autoridades bolivianas decidieron
imponerle sanciones, lo que suscitó la inmediata reacción del gobierno de Chile.
El 14 de febrero de 1879, tres buques de guerra de aquel país desembarcaron
en Antofagasta, apenas defendida por un puñado de ciudadanos bolivianos. Con
rapidez los invasores tomaron la Prefectura, arrancaron la bandera verde,
amarilla y roja e hicieron flamear allí la estrella solidaria. El 28 de ese mes, el diario El Comercio de
La Paz informó sobre el episodio. Entre el llamado a la unidad nacional y a
la venganza contra el filibusterismo araucano, un párrafo rescató el
acto de heroísmo de una niña de catorce años llamada Genoveva Ríos. Hija del
Comisario Clemente Ríos, la joven a través de una ventana consiguió arriar la
bandera de su país de la Intendencia de Policía, la escondió entre sus ropas y
huyó con ella, logrando ponerla a salvo de la furia del agresor. La historia de Genoveva cautivó mi atención
desde el primer momento en que la leí.
Ahora me encontraba al fin en la ciudad de Antofagasta, parado
delante de la Intendencia, pisando las huellas de una niña y su bandera. Nada era como en aquel 1879, el edificio
había sido reconstruido a nuevo y cerca de allí poco había para ver en la
Prefectura. Me quedaba por conocer la vieja estación de trenes, la vía de
comunicación obligada entre la empresa y su centro de producción. A pesar de que era permitido visitar ese
lugar histórico, en tres jornadas de estadía no conseguí un horario de
ingreso. Me consoló el hecho de que
enfrente había un museo; pensé entonces que tal vez los triunfadores habían
logrado finalmente arrebatarle a Genoveva de las manos su bandera, quizás
estaba expuesta ahí adentro, como un trofeo de guerra. Tampoco en el museo encontré información
alguna sobre ella, pero permanecí un largo rato leyendo y releyendo un
intercambio de cartas. Se trataba del
pedido de rendición enviado por el coronel chileno, a cargo de las fuerzas que
estaban por desembarcar, y la respuesta del prefecto boliviano que pretendía
resistir al frente de un grupo minúsculo de ciudadanos de su país.
En Antofagasta y Mejillones, al parecer el viento del Pacífico
había soplado tan fuerte durante los últimos ciento treinta y ocho años, que
había logrado arrancar todo rastro de una niña y su bandera. Si bien podía aún visitar otros lugares de
interés histórico en la región, no era lo mismo, me sentía desilusionado. Con
el tiempo, el tema de la joven heroína quedó
envuelto en el silencio.
Un día, en medio de la pandemia por el coronavirus, sentí la
necesidad de escribir sobre Genoveva, para ello debía volver tanto sobre mis
fotos como sobre las fuentes de información.
Estaba varado en el medio del texto; mascullaba aún lo que quedaba de mi
desazón, cuando de pronto en una página de Internet me encontré con una
sorpresa: en un día de 1914, Genoveva Ríos había tomado la decisión de entregar
“su bandera” a la Sociedad Geográfica de Sucre.
La había conservado durante nada menos que treinta y cinco años.
Ahora era yo el que enarbolaba una esperanza, sólo me faltaba confirmar
a través de los amigos de la Casa de la Independencia de Bolivia, en Sucre, si
efectivamente esa insignia patria estaba en la ciudad. La respuesta llegó con un mensaje de Roberto
y dos fotografías; en una de ellas, empleados de la Casa con las manos
enguantadas desplegaban una larga bandera verde, amarilla y roja. Unas pocas palabras exaltaban aún más mi
emoción, ya que terminaban por confirmar la importancia del acto de Genoveva
Ríos: Claudio, me alegra que le sirvan los datos que le mandamos. Por
supuesto que esa fue la última bandera en flamear en el territorio del litoral
boliviano. Un abrazo.
El
niño, el viento y la bandera
Un amigo,
caminador como pocos, fue quien generó en mí aquella atracción casi mágica por
conocer Casabindo. Me dijo que era un
lugar poco accesible, que no tenía más de doscientos habitantes y que se
ubicaba en las alturas de la puna jujeña. También me comentó que el sitio
ostentaba el orgullo de ser uno de los pueblos más antiguos de la Argentina, de
tener la única plaza de toros del país y una iglesia levantada a fines del
siglo diecisiete. Lo sorprendió que al llegar no había ni un alma en sus calles
polvorientas, que el lugar parecía un pueblo fantasma, hasta que de pronto se
topó con toda la gente de golpe: marchaban
a pie en un cortejo fúnebre. Alguien le
comentó por lo bajo que al difunto lo habían asesinado.
Bajo la
excusa de volver a Purmamarca y recorrer la vuelta al Cerro Siete Colores,
conseguí convencer a mi señora de hacer un nuevo viaje en automóvil a Jujuy. Una obsesión me daba vueltas en la cabeza:
conocer Casabindo. Fue así como una mañana, subimos la cuesta del Lipán y cruzamos
las Salinas Grandes, pero al llegar a la ruta que desde el sur accedía al
pueblo, el camino resultaba intransitable por la cantidad de arena que el
viento había acumulado. No iba a darme
por vencido así nomás. Volvimos a Purmamarca por combustible e intentamos
llegar por el norte, por Abrapampa y desde allí bajar al destino. Recuerdo que
Iba feliz, hasta me detuve a sacarme una foto triunfal sobre la misma ruta que nos
había impedido el paso desde el sur. Unos
pocos kilómetros más adelante, el viento comenzó a soplar sobre los médanos y en
cuestión de minutos, mi sueño de conocer Casabindo quedó otra vez sepultado
bajo la arena.
Pasaron
cuatro años más hasta que pude al fin volver sobre mi objetivo. Ahora iba armado hasta los dientes con
información de Vialidad Provincial, del clima y algunos datos de interés sobre
la plaza de toros y sobre las pinturas de los arcángeles arcabuceros que
guardaba la Iglesia de la Asunción. Esta
vez el vehículo era más grande y tenía mayor despeje, por si acaso la arena
intentara hacer de nuevo de las suyas.
Estábamos de nuevo por el norte, nuestro viaje buscaba atravesar la puna
de Atacama para llegar a Calama y Antofagasta, donde esperaba encontrarme con
las huellas que allí había dejado la Guerra del Pacífico.
En Abrapampa
volvimos a consultar sobre el estado de la ruta y entusiasmados nos lanzamos al
camino. Con una remera que decía Uquía,
hora y tanto más tarde posé para una foto, abrazado al cartel que anunciaba
tres kilómetros hasta Casabindo. A pesar de que aún no era el mediodía, un sol
implacable caía filoso sobre las calles desiertas. Revolcándose en ellas, la primavera parecía
indecisa aún sobre si debía florecer o no allí, a más de tres mil metros de
altura. La iglesia asomaba por todos
lados con sus dos cúpulas, por sus dimensiones y su antigüedad se había ganado
el título de La Catedral de la Puna. Dejamos el auto debajo del único
árbol que hallamos. No encontramos a nadie caminando de un lado a otro. Una
algarabía infantil llegó hasta nosotros, venía desde el patio de una escuela y hacia allí
encaminamos los pasos.
El colegio parecía
enorme para ese pequeño pueblo, al ingresar un ambiente fresco nos dio un
respiro. La directora en persona nos
recibió, a ella le preguntamos sobre el horario de visita a la iglesia, nos
aclaró que la señora que la abría llegaba a las dos de la tarde. Luego nos
enseñó gustosa las amplias aulas, enseguida confesó que ella siempre había
soñado con ser maestra y estar a cargo de algún ranchito sencillo donde
enseñarles a los chicos. La vida la había
llevado a dirigir aquella escuela grande, donde dormían ella y las dos maestras
de lunes a viernes durante el período escolar.
De pronto nos preguntó dónde pensábamos ir a almorzar y ante nuestras
dudas agregó de inmediato: ¿No quieren quedarse a comer con nosotros y los
chicos?
Un rato
después estábamos sentados a la larga mesa del comedor, junto a una quincena de
niños, dos maestras, la directora y dos empleadas. De tanto en tanto vuelve a
mi memoria ese plato de fideos lavados, acompañado por agua de la canilla y rematado
por un postre de maíz. Entonces recuerdo unas miradas de ojitos achinados y
unas sonrisas pícaras que juegan conmigo a las escondidas.
A pesar de
que suelo imaginar cosas, nunca se me hubiera ocurrido que estar en el comedor
de una escuela primaria, pudiera hacerme olvidar de aquellas pinturas que con
sus trescientos años a cuestas me esperaban en la antigua iglesia. Luego, la
directora ordenó a alumnos y maestras salir al patio y nosotros los
seguimos. Era curioso, la vida me había
sentado a almorzar con un grupo de niños en medio de la puna y ahora me llevaba
de las narices al amplio patio de tierra.
Los alumnos
formaron con cierto orden, los más pequeños adelante, las maestras detrás de
todos y la directora a un costado. Del
grupo se apartaron una niña que lucía la larga trenza de las collas y un niño de
cabellos duros y pómulos altos. Sin mirarse entre ellos, dieron unos pasos
hacia delante. Sobre un pedestal los
esperaba la bandera, azul la falda y un sol por corazón. El niño tomó el cable
del mástil, la insignia a baja asta casi se dejaba caer sobre sus manos. El
viento soplaba muy fuerte y al cruzar el patio a toda prisa, parecía llevarse
las palabras de los adultos, tal vez era hora de que aprendiéramos de nuestros silencios. Con voz suave y pausada, los niños comenzaron
a entonar el Saludo a la bandera, la canción patria que le diera momentos
de serenidad y dulzura a los actos escolares de mi infancia. En el aire, las
partículas de tierra parecían traer cada una de las notas musicales que
acompañaban la letra. Despacio, poco a
poco, como si fuera impulsada por el respeto y la timidez de esas voces, la
bandera comenzó a elevarse. Apenas se había puesto a andar y ya el viento la
agitaba con fuerza, la mostraba a todos con hidalguía. Creo que quería decirnos
que ella le pertenecía, porque él siempre había estado allí, desde los siglos
de los siglos soplando debajo de los cielos, haciéndola sentir como debe
sentirse una bandera cuando le permiten flamear en libertad.
Por un
instante, se cruzó en mi memoria el recuerdo de la insignia patria que solíamos
izar cada mañana en la escuela. Estaba
sujeta a un mástil en la fachada, siempre me pareció que debía estar aburrida
de verle las caras todos los días a los mismos edificios del barrio.
En Casabindo el niño de cabellos duros y su viejo conocido el viento, continuaban disputándose el ascenso triunfal de la Aurora argentina. Cuando las voces al fin cantaron: del sol nacida, que me ha dado Dios, y la bandera alcanzó su tope en el mástil, el niño y el viento volvieron a ser los amigos de siempre. Entonces todos aplaudieron, había sonrisas y la directora les recordó que después de tomar el té a la tarde celebrarían el Acto de la Soberanía Nacional.
Era hora de
dejar la escuela y pasar a visitar La Catedral de la Puna y su plaza de
toros, donde una vez al año se celebra la Fiesta del Toreo de la Vincha.
En la iglesia conocí a la parte que faltaba de la familia de los arcángeles
arcabuceros, la que completaba al grupo de nueve de ellos que habitaban la
iglesia de Uquía. Una vuelta por la
plaza de toros y regresamos para despedirnos. Le pedí a la directora tomarnos una foto,
tanto los niños como el personal aceptaron con entusiasmo. Todavía hoy, a pesar de arcángeles y plazas
antiguas, nada puede compararse con la emoción de verme en esa fotografía:
junto al mástil, rodeado de niños y maestras, todos bajo un mismo cielo, debajo
de esa que es la bandera de la patria mía.
Una foto para tres
Aquella misma
tarde de mayo y con esa misma bandera, había salido con mis dos hijos hacia cualquier
punto donde pudiéramos interceptar a la procesión de miles de hinchas
que venían marchando desde el Obelisco trayendo una bandera de nada menos que mil
metros de largo. Logramos unirnos a esa marea humana justo en la Avenida del Libertador. Nos recibieron miles de gargantas que
tronaban entre bombas de estruendo y bengalas de colores, camisetas y globos,
alegría y más alegría. Con Rodrigo, mi hijo menor, caminamos un buen trecho y
reímos juntos acompañando al vehículo que transportaba una figura
inflable. Se trataba de una enorme gallina
rojiblanca, el ave tenía una mirada desafiante, la cresta erguida y el pico
abierto. Por entonces, el mayor de mis hijos, Federico, había conseguido
hacerse de un lugar junto a la que sin dudas ya se había convertido en una
insignia ceremonial. Envuelto en esa otra que traíamos de casa, él giraba la
cabeza y sonreía ante mi porfiada cámara que intentaba atrapar para siempre ese
instante. Yo sólo tenía un deseo: tomarme de esa bandera y marchar a su
lado. Entre ella y yo se interponían cientos
de manos que buscaban lo mismo con una fe casi religiosa; sería cuestión de
paciencia, de tomar unas fotografías más y esperar mi momento. Antes, era necesario que enronqueciera mi voz
de tanto entonar las últimas creaciones del repertorio futbolero; que muriera
de ganas de ir al baño y no lo hiciera para no perder mi posición al acecho;
que casi me olvidara de la seguridad de mis niños, de la violencia que solía
acompañar a las barras argentinas y otras tantas menudencias por el
estilo. Cuando vi un lugar libre no tuve
dudas, me incliné un poco e intenté meterme entre dos muchachones. Escuché que alguien
dio la voz de alto, pero era de esperar que esa interminable fila de corazones
descontrolados no marchara precisamente con el orden del ejército
prusiano. Un empujón de esos que no se
olvidan me arrojó debajo de la tafeta.
En un segundo reaccioné, en dos había recobrado la vertical y en tres ya
era feliz: la luz del sol parecía pedir
permiso para pasar debajo de la franja roja y la tela con suavidad acariciaba
mi cabeza, como solía hacerlo mi padre en aquellas tardes que compartíamos en
El Monumental. El firmamento había
dejado de ser celeste y blanco, ahora tenía otros colores y sin haberlo buscado
cumplía con el viejo proverbio de llegar a tocar el cielo con las manos. Cuando levanté los brazos, sentí que de pronto
ocurría en mí una especie de exorcismo, que me liberaba al fin de todos los
años sufridos sin poder salir campeón, de las derrotas en las finales de la Copa
Libertadores de América y de más de un clásico perdido ante los primos de
toda la vida.
Veinte años
después, aún tengo la costumbre de detenerme frente a mi escritorio y me sigue
pareciendo que hay alguien sentado en esa silla y que mira esa fotografía.
Incluso a veces hay días en que creo sentir un aroma a tabaco mentolado que me
resulta familiar. Cuando eso ocurre, no
sé por qué, pero me gusta acercarme a la fotografía y repasar una vez más la
dedicatoria que escribiera en ella de mi puño y letra: por ciento un años más juntos.
Al menos por ciento un años más, esta banda sigue de fiesta.
El último abrazo
El papel en blanco seguía sobre la mesa, a la espera de esa pluma que cargada de dudas aún no se decidía a soltar las primeras palabras. Ella alzó la vista del papel y casi al mismo tiempo su mano dejó la pluma. Se puso de pie y caminó hasta ese arcón intocable donde había guardado durante treinta y cinco años, el mayor tesoro de su vida. Quitó el candado y despacio, levantó la pesada tapa. Al verla de nuevo, sus ojos volvieron a chispear como en aquel día de 1879.
En mi
última visita al puerto de Iquique, recibí encargo del Cónsul de Bolivia,
Arístides Moreno para
repatriar la bandera que flameó en la Intendencia Policial de Antofagasta el
memorable día en que fuerzas chilenas tomaron el puerto y remitirla, como una
donación histórica, a la prestigiosa sociedad que usted preside.
Hizo una
pausa para mirar cómo esa mañana luminosa de enero entraba sin permiso por la
ventana. En la fuente con las frutas y en
las flores, los colores parecían más vivos que nunca. Sentía que cada palabra escrita llamaba a
otra y a otra y ella debía acudir a ese llamado, con el corazón y el pulso
firmes. En silencio, quedó un largo rato frente a la carta.
Cumpliendo
con tan grata misión, me es grato honroso remitir a usted por conducto del
Honorable Diputado por Chayanta, el Sr. Juan Segundo Alvarado, aquella gloriosa
bandera que fue milagrosamente salvada de caer en manos del enemigo por la niña
Genoveva Ríos, cual hace contar en recibo adjunto.
Un saludo cordial para el funcionario de Sucre y su firma, rubricaron
la decisión.
Suspiró
hondo y dejó la pluma al lado de la misiva.
Se puso de pie y con lentitud se encaminó hacia el arcón. Luego, hundió sus manos dentro del mismo y la
tomó, había sido plegada muchos años atrás con sumo esmero; entonces, como
aquel lejano día, la volvió a abrazar fuerte contra su pecho: había llegado la
hora de que todos conocieran la última bandera boliviana que flameó de cara al
Pacífico, la bandera de Genoveva Ríos.
Excelente¡¡¡ siempre me gusto la historia, volé con tus palabras por esos acontecimientos y pude sentir la emoción de sus protagonistas, incluso la tuya y de tu familia. Gracias por compartir. La historia es el tesoro de los pueblos y no debe ser olvidada. Muy fácil de leer , ameno y cálido.
ResponderBorrarMuchas gracias por tus palabras, así es, vivir esas experiencias y compartirlas de alguna manera es revivirlas.
BorrarFelicidades!!!!!
ResponderBorrarHermosos relatos escritos desde el corazón, con la maravillosa mágia de saber transmitirlos.
Haber conocido muchos de esos lugares, me permite verlos ahora desde una perspectiva distinta: desde la tierra, desde la sangre y desde el alma
GRACIAS
Gracias por sus palabras, si, la magia del descubrir le da a las experiencias un tono distinto. La idea es esa, que el lector tenga ganas de conocer o experimentar lo que se le cuenta.
ResponderBorrarFelicidades!!! me emociono la presentacion de tu blog,tantas veces Adriana me contaba de todo el material que juntabas en los viajes porfin los plasmastes!! Me encanto
ResponderBorrarGracias a vos por compartir de alguna manera esas experiencias. Estas vivencias quedan también al alcance del lector cada vez que alguien, con el verbo descubrir como mascarón, quiera poner proa hacia la tierra de Otros, la que puede ser la suya también, pero son esas personas las que le dan esa coloratura tan especial.
BorrarMuy buenas crónicas, contadas con detalle, intimista y con mucho sentimiento. Una invitación a la reflexión, y a conocer la historia de los pueblos olvidados, los sin vos de América Latina. Recuerdos que nos conectan con el ser humano que llevamos dentro y toda su complejidad. Un agasajo para cualquier lector que quiere pasar un buen momento, emocionarse y conocer sobre historias poco frecuentes de un viajero experimentado. Felicitaciones!!
ResponderBorrarGracias Federico. Espero por nuevos viajeros, y que en ellos los deseos de descubrir y compartir sean los zapatos que los lleven por los caminos de nuestra querida América mestiza, india y negra.
ResponderBorrarHno.acabo de leer tu historia sobre Las Banderas y te felicito por tu desafío de ir a los lugares donde sucedieron los hechos un abrazo Lucia Penza
ResponderBorrarMuchas gracias Lucía, fue toda una experiencia recorrer de la mano de un libro de historia esos lugares y al volver aquí, enterarme que la bandera que esa heroína había conservado tantos años, estaba a resguardo en otro lugar del mundo. Estaba en Sucre, Casa de la Libertad, que yo había visitado también, claro que entonces no lo sabía.
BorrarHola Claudio. Releí las crónicas una vez mas y quería dejarte mi impresión de las mismas . Todas , todas las disfrute pues en cada una toco una fibra de mi niñez , en esa escuela donde transite parte de mi primaria, de mis viajes , en la Iglesia de Casabindo, estrecha sala con bancos de madera pero grandioso monumento de estuco y piedra y el la historia de Genoveva, recordándome el Morro de Antofagasta que recorrí con tu hermano... No puedo dejar atrás la roja y blanca que tanto pasión y amor a generado en nosotros y que paseabamos en una suerte de vuelta olímpica por la canchita del Penacho, allá por los 90, festejando un nuevo campeonato. Ni hablar de Zule y Federico , siempre en mi corazón.
ResponderBorrarComo veras ... còmo elegir una Crónica ? En que brete me he metido. Pero allá voy tratando de no ser injusto: Tal vez ,porque el paisaje de la Puna volvió de mis recuerdos, porque el escrito me hizo sentir el viento y porque me gusta tanto, pero tanto viajar y contarnos nuestras experiencias, me quedo con ella en esta zaga Brillante.
Felicidades amigo y a seguir escribiendo y publicando ..... que todos lo estamos esperando.....
Muchas gracias Beto, con distintos zapatos anduvimos los mismos caminos. Aclaro a los lectores que de él se trata cuando menciono en El niño, el viento y la bandera al amigo que había estado en Casabindo y se había topado con el cortejo fúnebre. Abrazo grande para un gran caminante.
BorrarQue grande hermano, felicitaciones por haber concretado este proyecto tan deseado!!!.Gracias...por la sensibilidad con que dibujas con letras esa caricia tan necesaria para el alma. Esos recuerdos compartidos que nos transportan a la infancia en cada palabra, cada imagen. cada perfume, cada silencio. Gracias... por desempolvar las huellas de la historia de nuestra tierra y rescatarla con la sensibilidad a flor de piel. Por hacernos sentir la esperanza de cada niño que ve en la bandera un pedazo de cielo. Gracias.. por la pasión que transmitis en cada parrafo. Gracias.. por caminar a mi lado por la vida... Te quiero hermano!!! Gabi
ResponderBorrarGracias Gabi, ahí estamos, haciendo el camino.
ResponderBorrarUn recorrido por la historia, viajando en las alfombras mágicas llamadas "banderas" Excelente
ResponderBorrarMuchas gracias, Elsa, pocas cosas unen el alma de la gente como una bandera.
BorrarMe encantaron estas Crónicas, es admirable la facilidad que tenés de trasportarnos a esos lugares y activar nuestros sentidos imaginarios. Disfruté mucho estos viajes e historias. Felicitaciones!
ResponderBorrarClaudio, muy interesantes y emotivos tus textos sobre banderas. Gran espíritu investigador y notable respeto por los seres humanos que los protagonizan.
ResponderBorrarMuchas gracias, Pablo. Descubrir lugares y personas, vivir estas experiencias y luego sostenerlas con una documentación es muy gratificante. Las crónicas se escriben con el corazón, los cuentos exigen más creatividad y aspectos técnicos, pero ambos géneros son igualmente ricos.
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