Banderas.

 

La primera temática que abordaré será la de Banderas e incluirá en este orden los textos: Altas en los cielosLa bandera de GenovevaEl niño, el viento y la banderaUna foto para tres y la ficción El último abrazo



Altas en los cielos

 

      Desde niño las banderas siempre cautivaron mi atención.  Tal vez sería porque en la escuela, a la bandera que presidía la ceremonia se la recibía de pie y con aplausos y se la despedía de la misma manera, como si se tratara de un prócer.  Era curioso, nos decían que podíamos izarla rápido pero que se la debía arriar lento, con cuidado de que no tocara el suelo; sonaba raro que no debía lavarse, y aún más que si estaba ya muy gastada, debía ser incinerada y sus cenizas debían enterrarse dentro de la institución. No tengo en mente si alguna vez incineraron la insignia patria de mi escuela. Si ocurrió, por suerte yo no estuve allí, me hubiera partido el corazón ver cómo el fuego la consumiera.

      Recuerdo que en esa época en mi casa teníamos un gran atlas de tapas duras. En ambas páginas centrales y a todo color, lucía las banderas del mundo entero.  Yo jugaba a intentar identificarlas ocultando sus nombres, y lo había logrado con la mayoría de los cien países que allí estaban representados. Es ese tiempo quién podría imaginar que tantos cambios sociales, y en sólo poco más de cincuenta años, iban a duplicar el número de estandartes nacionales que hoy flamean sobre la tierra.

      Entonces mis pies parecían tan livianos como plumas, casi no tocaban el suelo en el apuro por ir detrás de sueños.  Luego, en el camino hacia la adultez, fui apilando sobre mis espaldas el peso de las razones.  Así fue cómo aprendí que las banderas también forman parte de sistemas de comunicaciones y códigos precisos. De vez en vez puedo quitarme el peso de tantas razones y mis pies se vuelven casi tan ágiles como en la infancia.  Es en esos momentos cuando puedo sentir que sólo las banderas son capaces de envolvernos el alma, de atravesar nuestras vidas con colores, de hacernos trascender más allá de los silencios.  Como estandarte del sentido de pertenencia de la gente o también portavoz de su ideología y su cultura, tarde o temprano necesitamos tener cerca una de ellas para hacernos sentir vivos.

      Así como aquel atlas de tapas duras me condujo al mundo de las banderas, fue mi profesora particular de inglés quien me enseñó el amor que tenía por el pabellón nacional de sus padres. Un día me miró con esos grandes ojos celestes que tenía y con su pausado hablar de siempre, comenzó a explicarme cómo se componía la bandera del Reino Unido. De los labios siempre rojos de Miss Flora Priscilla Walmisley, el King’s English surgía con naturalidad: la cruz roja es en homenaje a Saint George, el patrono de Inglaterra; la cruz en diagonal blanca al patrono de Escocia, Saint Andrew y la cruz en diagonal roja al de Irlanda, Saint Patrick

      Yo tenía unos ocho años cuando empecé a estudiar con ella, pero aún la recuerdo muy bien. Hija de padres ingleses, Miss Flora no dejó descendencia alguna ni un gran patrimonio en la Argentina que la vio nacer, pero en la casa donde pasó sus últimos días, lucía orgullosa la platería que llevaba grabada el escudo de la familia. A pesar de que nunca pudo dedicarle a su querida Union Jack el famoso God Save the Queen en un acto público, y menos aún alzarla, su amor por la bandera de sus ancestros era para mí un motivo de admiración. 

      Esto tal vez me hizo poner los ojos sobre la mía. En las fotos que aún conservo sigo viendo a un chiquillo que con gesto enérgico le juraba fidelidad eterna, un compromiso que confieso, los años no han logrado espantar de mi memoria.  Por aquellos días ni se me hubiera ocurrido imaginar que sus colores respondían a la orden de Carlos III, y menos hubiera sospechado del destrato que sufrió su creador por los sucesivos gobiernos de Buenos Aires.  Entonces todo era celeste y blanco, como el cielo y el mar, como los colores de las cintas que nos contaban que French y Beruti habían repartido en mayo de 1810, dos años antes de que se creara la escarapela nacional. Ahora que reviso mis testimonios en blanco y negro, sonrío al darme cuenta que entre la bandera argentina y yo, siempre hubo unas centésimas de promedio de distancia: nunca la pude alzar pero una y otra vez fui su orgulloso escolta.

      Casi al mismo tiempo aprendí que el paño de tela que cobijaba mis sentimientos de pertenencia más fuertes, podía tener otros colores.  De la mano de mi padre, un día ingresé al estadio de River Plate y creo que nunca más salí de allí.  El amor sigue intacto, una banda roja de locura sigue cruzándome el pecho, a veces ahoga, otras, libera.  Aún hoy, cada vez que paso cerca de ese estadio, aunque esté vacío y en silencio, mi corazón se agita, la voz se entrecorta y los ojos se humedecen.

      Echado a andar desnudo por el camino de la historia, uno se da cuenta pronto que tanto hombres como mujeres han sabido morir en combate en defensa de sus banderas.  Lo que se tarda un poco más en descubrir, es el hecho de que han sido las mujeres quienes las bordaron.  La primera bandera de mi patria se dice que fue obra de la dama María Catalina Echavarría de Vidal.  Doscientos años después, la vida me sorprendía con un regalo para los ojos: en la Casa de la Independencia de Bolivia, a resguardo debajo de un grueso vidrio, esa mismísima bandera de Macha parecía estar esperándome.  Blanca las alas y azul índigo en el centro, el sueño de Belgrano se veía más vivo que nunca.

      A veces, cuando las mujeres bordan un estandarte pueden hasta jugarse la vida. La joven española Mariana Pineda se atrevió a enfrentar el absolutismo de Fernando VII.  En un paño morado bordó un triángulo verde, sobre cuyos lados estampó la consigna Libertad, Igualdad, Ley.  Fue muerta por el suplicio del garrote vil, pero Lorca la inmortalizó al dedicarle una obra de teatro en la que puso en sus labios la siguiente frase: “En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida.”

      Más cerca de nuestro corazón americano aparece la niña Genoveva Ríos, quien no dudó en esconder bajo sus ropas el pabellón nacional de Bolivia, para salvarlo de tres naves de guerra chilenas ancladas en Antofagasta.

      El cine quiso también envolver a una mujer en una bandera, y ahí está Carmen Maura, la Carmela de Saura, presta a enfrentar la metralla franquista envuelta en su crisálida roja, amarilla y morada.

      Por fin, cientos de versos intentaron alumbrar el paso de aquellas insignias patrias flameantes de identidad y orgullo.  Una poesía aún arrebata mi corazón, siento que desde el otro lado de la cordillera todavía soplan en nuestros oídos los atronadores versos del capitán.  Al parecer ni la muerte puede rozar a Pablo Neruda cuando decide enfrentarla, sólo necesita tener el amor en una mano y en la otra, su bandera:

 

Vamos,
y tú, mi estrella, junto a mí,
recién nacida de mi propia arcilla,
ya habrás hallado el manantial que ocultas
y en medio del fuego estarás junto a mí,
con tus ojos bravíos, alzando mi bandera
.

 




Yo el de la derecha, siempre a unas centésimas de distancia.




La bandera de Genoveva

 

      Volví a salir en automóvil desde Buenos Aires, esta vez con la proa puesta hacia el desierto de Atacama, a través del cual llegaría a Antofagasta.  Allá iría, tras las huellas que dejó una niña valiente durante la Guerra del Pacífico, aquel personaje que en otro momento había utilizado en uno de mis textos.

      Al cruzar el paso de Jama, a cuatro mil doscientos metros de altura, un cartel que anunciaba la Ruta del Desierto levantó mi ánimo, que no estaba precisamente por las nubes.  Un dolor de cabeza impiadoso me partía el cráneo, parecía no haberse decidido aún con cuál de mis hemisferios cerebrales se quedaría, y qué haría después con el resto de substancia gris racional o creativa que le sobraba.  Mi única fuente de oxígeno era el silencio y a él iba aferrado, tan firme como al volante con el que intentaba mantener la marcha a pesar del azote de una ventisca cruel.  Tal era el movimiento del vehículo que pensé por un momento que estaba tomado al palo de una embarcación, cuya vela mayor parecía estar a punto de ser arrancada por la furia del viento. 

      Al llegar a San Pedro de Atacama, decidí no detenerme en sus calles polvorientas y el sinnúmero de gente que transitaba en ellas.  Continué hasta Calama con la idea de pernoctar en esa ciudad.  Apenas hice una caminata para buscar un sitio donde comer, pero fue suficiente para encontrarme con el primer testimonio de la Guerra del Pacífico: una placa donde el pueblo chileno reconocía el valor del adversario Eduardo Abaroa Hidalgo, el héroe de la resistencia en esa ciudad.  Al día siguiente ya circulaba por el largo trayecto de la costa norte. Entre el mar y la ruta aparecían casas y más casas humildes, desde donde cientos de banderas chilenas parecían ondear orgullosas a mi paso.

      Con la lectura de un reconocido historiador del antiplano a cuestas, mi interés pasaba por conocer algo más de los personajes involucrados y los lugares donde se desarrolló la contienda que involucró a tres países hermanos. 

      Antes de Antofagasta quería conocer Mejillones, el polo salitrero que jugó un rol clave en las relaciones entre los hijos del Ñidol Toki Caupolicán y aquellos de los fundadores del Tiahuanaco.  Con un folleto gentilmente aportado por el director del museo de la ciudad, fui en busca del hito del paralelo 23.  La historia cuenta que en 1857 había llegado una fuerza naval chilena, como bien decía el folleto, para decir hasta acá llega Chile. El texto mostraba una foto del monolito y agregaba: Tal hito es un verdadero monumento histórico que yace oculto y olvidado en el desierto norte de nuestra comuna. Que estaba oculto era bien cierto: después de recorrer todo el terreno entre la playa y la ruta, a lo ancho y a lo largo, nadie supo decirme dónde se encontraba un hito fronterizo de avanzada, que había sido plantado veintitantos años antes de la guerra por quienes luego serían sus vencedores.

      Aunque mi folleto mejillonino decía que el lugar era tierra de nadie, parecía ser que Bolivia era el estado soberano de la región.  El conflicto involucró a ese gobierno y la Compañía de Salitre y Ferrocarril de Antofagasta, en su mayoría integrada por inversores chilenos y europeos.  A la exportación del guano de las aves, que era muy solicitado para nutrir las tierras de los países ricos, se sumó luego la explotación de plata de Caracoles, lo cual generó un crecimiento sustancial de la región.  La diferencia entre las partes surgió a razón de una exigencia impositiva a la empresa.  Al ser rechazada, las autoridades bolivianas decidieron imponerle sanciones, lo que suscitó la inmediata reacción del gobierno de Chile.

      El 14 de febrero de 1879, tres buques de guerra de aquel país desembarcaron en Antofagasta, apenas defendida por un puñado de ciudadanos bolivianos. Con rapidez los invasores tomaron la Prefectura, arrancaron la bandera verde, amarilla y roja e hicieron flamear allí la estrella solidaria.  El 28 de ese mes, el diario El Comercio de La Paz informó sobre el episodio. Entre el llamado a la unidad nacional y a la venganza contra el filibusterismo araucano, un párrafo rescató el acto de heroísmo de una niña de catorce años llamada Genoveva Ríos. Hija del Comisario Clemente Ríos, la joven a través de una ventana consiguió arriar la bandera de su país de la Intendencia de Policía, la escondió entre sus ropas y huyó con ella, logrando ponerla a salvo de la furia del agresor.  La historia de Genoveva cautivó mi atención desde el primer momento en que la leí.

      Ahora me encontraba al fin en la ciudad de Antofagasta, parado delante de la Intendencia, pisando las huellas de una niña y su bandera.  Nada era como en aquel 1879, el edificio había sido reconstruido a nuevo y cerca de allí poco había para ver en la Prefectura. Me quedaba por conocer la vieja estación de trenes, la vía de comunicación obligada entre la empresa y su centro de producción.  A pesar de que era permitido visitar ese lugar histórico, en tres jornadas de estadía no conseguí un horario de ingreso.  Me consoló el hecho de que enfrente había un museo; pensé entonces que tal vez los triunfadores habían logrado finalmente arrebatarle a Genoveva de las manos su bandera, quizás estaba expuesta ahí adentro, como un trofeo de guerra.  Tampoco en el museo encontré información alguna sobre ella, pero permanecí un largo rato leyendo y releyendo un intercambio de cartas.  Se trataba del pedido de rendición enviado por el coronel chileno, a cargo de las fuerzas que estaban por desembarcar, y la respuesta del prefecto boliviano que pretendía resistir al frente de un grupo minúsculo de ciudadanos de su país. 

      En Antofagasta y Mejillones, al parecer el viento del Pacífico había soplado tan fuerte durante los últimos ciento treinta y ocho años, que había logrado arrancar todo rastro de una niña y su bandera.  Si bien podía aún visitar otros lugares de interés histórico en la región, no era lo mismo, me sentía desilusionado. Con el tiempo, el tema de la joven heroína  quedó envuelto en el silencio.

      Un día, en medio de la pandemia por el coronavirus, sentí la necesidad de escribir sobre Genoveva, para ello debía volver tanto sobre mis fotos como sobre las fuentes de información.  Estaba varado en el medio del texto; mascullaba aún lo que quedaba de mi desazón, cuando de pronto en una página de Internet me encontré con una sorpresa: en un día de 1914, Genoveva Ríos había tomado la decisión de entregar “su bandera” a la Sociedad Geográfica de Sucre.  La había conservado durante nada menos que treinta y cinco años.

      Ahora era yo el que enarbolaba una esperanza, sólo me faltaba confirmar a través de los amigos de la Casa de la Independencia de Bolivia, en Sucre, si efectivamente esa insignia patria estaba en la ciudad.  La respuesta llegó con un mensaje de Roberto y dos fotografías; en una de ellas, empleados de la Casa con las manos enguantadas desplegaban una larga bandera verde, amarilla y roja.  Unas pocas palabras exaltaban aún más mi emoción, ya que terminaban por confirmar la importancia del acto de Genoveva Ríos: Claudio, me alegra que le sirvan los datos que le mandamos. Por supuesto que esa fue la última bandera en flamear en el territorio del litoral boliviano.  Un abrazo.

 


La bandera de Genoveva Ríos.  Gentileza de  Casa de la Libertad, Sucre, Bolivia.




El niño, el viento y la bandera
 

      Un amigo, caminador como pocos, fue quien generó en mí aquella atracción casi mágica por conocer Casabindo.  Me dijo que era un lugar poco accesible, que no tenía más de doscientos habitantes y que se ubicaba en las alturas de la puna jujeña. También me comentó que el sitio ostentaba el orgullo de ser uno de los pueblos más antiguos de la Argentina, de tener la única plaza de toros del país y una iglesia levantada a fines del siglo diecisiete. Lo sorprendió que al llegar no había ni un alma en sus calles polvorientas, que el lugar parecía un pueblo fantasma, hasta que de pronto se topó con toda la gente de golpe:  marchaban a pie en un cortejo fúnebre.  Alguien le comentó por lo bajo que al difunto lo habían asesinado.

       Bajo la excusa de volver a Purmamarca y recorrer la vuelta al Cerro Siete Colores, conseguí convencer a mi señora de hacer un nuevo viaje en automóvil a Jujuy.  Una obsesión me daba vueltas en la cabeza: conocer Casabindo. Fue así como una mañana, subimos la cuesta del Lipán y cruzamos las Salinas Grandes, pero al llegar a la ruta que desde el sur accedía al pueblo, el camino resultaba intransitable por la cantidad de arena que el viento había acumulado.  No iba a darme por vencido así nomás. Volvimos a Purmamarca por combustible e intentamos llegar por el norte, por Abrapampa y desde allí bajar al destino. Recuerdo que Iba feliz, hasta me detuve a sacarme una foto triunfal sobre la misma ruta que nos había impedido el paso desde el sur.  Unos pocos kilómetros más adelante, el viento comenzó a soplar sobre los médanos y en cuestión de minutos, mi sueño de conocer Casabindo quedó otra vez sepultado bajo la arena.

      Pasaron cuatro años más hasta que pude al fin volver sobre mi objetivo.  Ahora iba armado hasta los dientes con información de Vialidad Provincial, del clima y algunos datos de interés sobre la plaza de toros y sobre las pinturas de los arcángeles arcabuceros que guardaba la Iglesia de la Asunción.  Esta vez el vehículo era más grande y tenía mayor despeje, por si acaso la arena intentara hacer de nuevo de las suyas.  Estábamos de nuevo por el norte, nuestro viaje buscaba atravesar la puna de Atacama para llegar a Calama y Antofagasta, donde esperaba encontrarme con las huellas que allí había dejado la Guerra del Pacífico.

      En Abrapampa volvimos a consultar sobre el estado de la ruta y entusiasmados nos lanzamos al camino.  Con una remera que decía Uquía, hora y tanto más tarde posé para una foto, abrazado al cartel que anunciaba tres kilómetros hasta Casabindo. A pesar de que aún no era el mediodía, un sol implacable caía filoso sobre las calles desiertas.  Revolcándose en ellas, la primavera parecía indecisa aún sobre si debía florecer o no allí, a más de tres mil metros de altura.  La iglesia asomaba por todos lados con sus dos cúpulas, por sus dimensiones y su antigüedad se había ganado el título de La Catedral de la Puna. Dejamos el auto debajo del único árbol que hallamos. No encontramos a nadie caminando de un lado a otro. Una algarabía infantil llegó hasta nosotros, venía desde el   patio de una escuela y hacia allí encaminamos los pasos.

      El colegio parecía enorme para ese pequeño pueblo, al ingresar un ambiente fresco nos dio un respiro.  La directora en persona nos recibió, a ella le preguntamos sobre el horario de visita a la iglesia, nos aclaró que la señora que la abría llegaba a las dos de la tarde. Luego nos enseñó gustosa las amplias aulas, enseguida confesó que ella siempre había soñado con ser maestra y estar a cargo de algún ranchito sencillo donde enseñarles a los chicos.  La vida la había llevado a dirigir aquella escuela grande, donde dormían ella y las dos maestras de lunes a viernes durante el período escolar.  De pronto nos preguntó dónde pensábamos ir a almorzar y ante nuestras dudas agregó de inmediato: ¿No quieren quedarse a comer con nosotros y los chicos?

      Un rato después estábamos sentados a la larga mesa del comedor, junto a una quincena de niños, dos maestras, la directora y dos empleadas. De tanto en tanto vuelve a mi memoria ese plato de fideos lavados, acompañado por agua de la canilla y rematado por un postre de maíz. Entonces recuerdo unas miradas de ojitos achinados y unas sonrisas pícaras que juegan conmigo a las escondidas.

      A pesar de que suelo imaginar cosas, nunca se me hubiera ocurrido que estar en el comedor de una escuela primaria, pudiera hacerme olvidar de aquellas pinturas que con sus trescientos años a cuestas me esperaban en la antigua iglesia. Luego, la directora ordenó a alumnos y maestras salir al patio y nosotros los seguimos.  Era curioso, la vida me había sentado a almorzar con un grupo de niños en medio de la puna y ahora me llevaba de las narices al amplio patio de tierra.

      Los alumnos formaron con cierto orden, los más pequeños adelante, las maestras detrás de todos y la directora a un costado.  Del grupo se apartaron una niña que lucía la larga trenza de las collas y un niño de cabellos duros y pómulos altos. Sin mirarse entre ellos, dieron unos pasos hacia delante.  Sobre un pedestal los esperaba la bandera, azul la falda y un sol por corazón. El niño tomó el cable del mástil, la insignia a baja asta casi se dejaba caer sobre sus manos. El viento soplaba muy fuerte y al cruzar el patio a toda prisa, parecía llevarse las palabras de los adultos, tal vez era hora de que aprendiéramos de nuestros  silencios.  Con voz suave y pausada, los niños comenzaron a entonar el Saludo a la bandera, la canción patria que le diera momentos de serenidad y dulzura a los actos escolares de mi infancia. En el aire, las partículas de tierra parecían traer cada una de las notas musicales que acompañaban la letra.  Despacio, poco a poco, como si fuera impulsada por el respeto y la timidez de esas voces, la bandera comenzó a elevarse. Apenas se había puesto a andar y ya el viento la agitaba con fuerza, la mostraba a todos con hidalguía. Creo que quería decirnos que ella le pertenecía, porque él siempre había estado allí, desde los siglos de los siglos soplando debajo de los cielos, haciéndola sentir como debe sentirse una bandera cuando le permiten flamear en libertad.

      Por un instante, se cruzó en mi memoria el recuerdo de la insignia patria que solíamos izar cada mañana en la escuela.  Estaba sujeta a un mástil en la fachada, siempre me pareció que debía estar aburrida de verle las caras todos los días a los mismos edificios del barrio.

      En Casabindo el niño de cabellos duros y su viejo conocido el viento, continuaban disputándose el ascenso triunfal de la Aurora argentina.  Cuando las voces al fin cantaron: del sol nacida, que me ha dado Dios, y la bandera alcanzó su tope en el mástil, el niño y el viento volvieron a ser los amigos de siempre.  Entonces todos aplaudieron, había sonrisas y la directora les recordó que después de tomar el té a la tarde celebrarían el Acto de la Soberanía Nacional.

      Era hora de dejar la escuela y pasar a visitar La Catedral de la Puna y su plaza de toros, donde una vez al año se celebra la Fiesta del Toreo de la Vincha. En la iglesia conocí a la parte que faltaba de la familia de los arcángeles arcabuceros, la que completaba al grupo de nueve de ellos que habitaban la iglesia de Uquía.  Una vuelta por la plaza de toros y regresamos para despedirnos.  Le pedí a la directora tomarnos una foto, tanto los niños como el personal aceptaron con entusiasmo.  Todavía hoy, a pesar de arcángeles y plazas antiguas, nada puede compararse con la emoción de verme en esa fotografía: junto al mástil, rodeado de niños y maestras, todos bajo un mismo cielo, debajo de esa que es la bandera de la patria mía. 



Los niños son hijos del viento, la bandera es de todos.  Escuela  número 270, Casabindo, Jujuy.






Una foto para tres

 

       En mi casa hay un rincón donde se encuentra un escritorio de roble y una silla.  A pesar de ser yo el único que suelo utilizarla, cada vez que paso por allí tengo la sensación de que alguien más está sentado en ella, que está observando la fotografía que cuelga de la pared.  La misma recuerda el 25 de mayo del 2001, el día en que cumplió sus primeros cien años mi club.  En ella estoy con mis padres ya ancianos, uno a cada lado.  De nosotros sólo se ven nuestras caras felices, las cabezas cubiertas con gorros blancos y rojos.  A los tres nos cubre un enorme manto cuya banda roja nos atraviesa el pecho y su cola blanca cae como la de aquellos vestidos de esas novias de antaño.

      Aquella misma tarde de mayo y con esa misma bandera, había salido con mis dos hijos hacia cualquier punto donde pudiéramos interceptar a la procesión de miles de hinchas que venían marchando desde el Obelisco trayendo una bandera de nada menos que mil metros de largo. Logramos unirnos a esa marea humana justo en la Avenida del Libertador.  Nos recibieron miles de gargantas que tronaban entre bombas de estruendo y bengalas de colores, camisetas y globos, alegría y más alegría. Con Rodrigo, mi hijo menor, caminamos un buen trecho y reímos juntos acompañando al vehículo que transportaba una figura inflable.  Se trataba de una enorme gallina rojiblanca, el ave tenía una mirada desafiante, la cresta erguida y el pico abierto. Por entonces, el mayor de mis hijos, Federico, había conseguido hacerse de un lugar junto a la que sin dudas ya se había convertido en una insignia ceremonial. Envuelto en esa otra que traíamos de casa, él giraba la cabeza y sonreía ante mi porfiada cámara que intentaba atrapar para siempre ese instante. Yo sólo tenía un deseo: tomarme de esa bandera y marchar a su lado.  Entre ella y yo se interponían cientos de manos que buscaban lo mismo con una fe casi religiosa; sería cuestión de paciencia, de tomar unas fotografías más y esperar mi momento.  Antes, era necesario que enronqueciera mi voz de tanto entonar las últimas creaciones del repertorio futbolero; que muriera de ganas de ir al baño y no lo hiciera para no perder mi posición al acecho; que casi me olvidara de la seguridad de mis niños, de la violencia que solía acompañar a las barras argentinas y otras tantas menudencias por el estilo.  Cuando vi un lugar libre no tuve dudas, me incliné un poco e intenté meterme entre dos muchachones. Escuché que alguien dio la voz de alto, pero era de esperar que esa interminable fila de corazones descontrolados no marchara precisamente con el orden del ejército prusiano.  Un empujón de esos que no se olvidan me arrojó debajo de la tafeta.  En un segundo reaccioné, en dos había recobrado la vertical y en tres ya era feliz:  la luz del sol parecía pedir permiso para pasar debajo de la franja roja y la tela con suavidad acariciaba mi cabeza, como solía hacerlo mi padre en aquellas tardes que compartíamos en El Monumental.  El firmamento había dejado de ser celeste y blanco, ahora tenía otros colores y sin haberlo buscado cumplía con el viejo proverbio de llegar a tocar el cielo con las manos.  Cuando levanté los brazos, sentí que de pronto ocurría en mí una especie de exorcismo, que me liberaba al fin de todos los años sufridos sin poder salir campeón, de las derrotas en las finales de la Copa Libertadores de América y de más de un clásico perdido ante los primos de toda la vida.

        Con las piernas pesadas de cansancio y aún sudorosos a pesar del otoño, volvimos a casa.  Esa misma noche, solo y con la bandera que habíamos llevado a la procesión, fui a visitar a mis padres y nos tomamos la fotografía.

      Veinte años después, aún tengo la costumbre de detenerme frente a mi escritorio y me sigue pareciendo que hay alguien sentado en esa silla y que mira esa fotografía. Incluso a veces hay días en que creo sentir un aroma a tabaco mentolado que me resulta familiar.  Cuando eso ocurre, no sé por qué, pero me gusta acercarme a la fotografía y repasar una vez más la dedicatoria que escribiera en ella de mi puño y letra:  por ciento un años más juntos.

 

Al menos por ciento un años más, esta banda sigue de fiesta.







El último abrazo

 

      El papel en blanco seguía sobre la mesa, a la espera de esa pluma que cargada de dudas aún no se decidía a soltar las primeras palabras.  Ella alzó la vista del papel y casi al mismo tiempo su mano dejó la pluma.  Se puso de pie y caminó hasta ese arcón intocable donde había guardado durante treinta y cinco años, el mayor tesoro de su vida. Quitó el candado y despacio, levantó la pesada tapa.  Al verla de nuevo, sus ojos volvieron a chispear como en aquel día de 1879.

       Con la rapidez de un relámpago se vio en la ciudad de su infancia.  Su padre estaba allí, agitado y sudoroso, en la puerta de la casa, despidiéndose de su madre.  Ella los había escuchado. Se había levantado rápido de la cama, pero antes de que pudiera acercarse a la puerta, su padre la detuvo.  Casi gritándole le advirtió que pasara lo que pasara no debía moverse de ahí, que él regresaría pronto.  Los cañonazos no tardaron en llegar, todo se sacudía, escuchó gritos, gente que corría y un olor espeso que comenzaba a entrar por la ventana. La hija del comisario Clemente Ríos, de tan sólo catorce años pero rebelde y desobediente como pocas, corría por la calle esquivando el alboroto de compatriotas que no sabían adónde ir, los gritos y el llanto de los suyos y las órdenes de los invasores, corría entre el fuego cruzado de muchos contra unos pocos; allí iba ella con su carita tiznada por el humo y el olor a pólvora cayéndole sobre la ropa. A la carrera entró en la Intendencia, trepó por las escaleras y alcanzó la ventana.  Su cuerpo colgó de las alturas hasta llegar al mástil y así pudo alcanzarla.  Al fin consiguió arriarla, era tan grande que la escondió como pudo debajo de su ropa para sacarla del lugar. Aún hoy, a los cincuenta años, sus ojos se humedecen cada vez que recuerda la mirada de su padre cuando la vio entrar agitada corriendo en la casa, traía un tesoro apretado bajo su ropa.

       Giró sobre sus talones y con pasos serenos volvió hacia la silla de la cocina.  Con una sonrisa a cuestas, apoyó la pluma sobre el papel y al soltar los primeros trazos, tuvo la sensación de que pequeños destellos comenzaban a iluminar la carta todavía desnuda.

    En mi última visita al puerto de Iquique, recibí encargo del Cónsul de Bolivia, Arístides Moreno para repatriar la bandera que flameó en la Intendencia Policial de Antofagasta el memorable día en que fuerzas chilenas tomaron el puerto y remitirla, como una donación histórica, a la prestigiosa sociedad que usted preside.

      Hizo una pausa para mirar cómo esa mañana luminosa de enero entraba sin permiso por la ventana.  En la fuente con las frutas y en las flores, los colores parecían más vivos que nunca.    Sentía que cada palabra escrita llamaba a otra y a otra y ella debía acudir a ese llamado, con el corazón y el pulso firmes. En silencio, quedó un largo rato frente a la carta.

      Cumpliendo con tan grata misión, me es grato honroso remitir a usted por conducto del Honorable Diputado por Chayanta, el Sr. Juan Segundo Alvarado, aquella gloriosa bandera que fue milagrosamente salvada de caer en manos del enemigo por la niña Genoveva Ríos, cual hace contar en recibo adjunto.

      Un saludo cordial para el funcionario de Sucre y su firma, rubricaron la decisión.

      Suspiró hondo y dejó la pluma al lado de la misiva.  Se puso de pie y con lentitud se encaminó hacia el arcón.  Luego, hundió sus manos dentro del mismo y la tomó, había sido plegada muchos años atrás con sumo esmero; entonces, como aquel lejano día, la volvió a abrazar fuerte contra su pecho: había llegado la hora de que todos conocieran la última bandera boliviana que flameó de cara al Pacífico, la bandera de Genoveva Ríos.







 

Comentarios

  1. Excelente¡¡¡ siempre me gusto la historia, volé con tus palabras por esos acontecimientos y pude sentir la emoción de sus protagonistas, incluso la tuya y de tu familia. Gracias por compartir. La historia es el tesoro de los pueblos y no debe ser olvidada. Muy fácil de leer , ameno y cálido.

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    1. Muchas gracias por tus palabras, así es, vivir esas experiencias y compartirlas de alguna manera es revivirlas.

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  2. Felicidades!!!!!
    Hermosos relatos escritos desde el corazón, con la maravillosa mágia de saber transmitirlos.
    Haber conocido muchos de esos lugares, me permite verlos ahora desde una perspectiva distinta: desde la tierra, desde la sangre y desde el alma
    GRACIAS

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  3. Gracias por sus palabras, si, la magia del descubrir le da a las experiencias un tono distinto. La idea es esa, que el lector tenga ganas de conocer o experimentar lo que se le cuenta.

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  4. Felicidades!!! me emociono la presentacion de tu blog,tantas veces Adriana me contaba de todo el material que juntabas en los viajes porfin los plasmastes!! Me encanto

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    1. Gracias a vos por compartir de alguna manera esas experiencias. Estas vivencias quedan también al alcance del lector cada vez que alguien, con el verbo descubrir como mascarón, quiera poner proa hacia la tierra de Otros, la que puede ser la suya también, pero son esas personas las que le dan esa coloratura tan especial.

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  5. Muy buenas crónicas, contadas con detalle, intimista y con mucho sentimiento. Una invitación a la reflexión, y a conocer la historia de los pueblos olvidados, los sin vos de América Latina. Recuerdos que nos conectan con el ser humano que llevamos dentro y toda su complejidad. Un agasajo para cualquier lector que quiere pasar un buen momento, emocionarse y conocer sobre historias poco frecuentes de un viajero experimentado. Felicitaciones!!

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  6. Gracias Federico. Espero por nuevos viajeros, y que en ellos los deseos de descubrir y compartir sean los zapatos que los lleven por los caminos de nuestra querida América mestiza, india y negra.

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  7. Hno.acabo de leer tu historia sobre Las Banderas y te felicito por tu desafío de ir a los lugares donde sucedieron los hechos un abrazo Lucia Penza

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    1. Muchas gracias Lucía, fue toda una experiencia recorrer de la mano de un libro de historia esos lugares y al volver aquí, enterarme que la bandera que esa heroína había conservado tantos años, estaba a resguardo en otro lugar del mundo. Estaba en Sucre, Casa de la Libertad, que yo había visitado también, claro que entonces no lo sabía.

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  8. Hola Claudio. Releí las crónicas una vez mas y quería dejarte mi impresión de las mismas . Todas , todas las disfrute pues en cada una toco una fibra de mi niñez , en esa escuela donde transite parte de mi primaria, de mis viajes , en la Iglesia de Casabindo, estrecha sala con bancos de madera pero grandioso monumento de estuco y piedra y el la historia de Genoveva, recordándome el Morro de Antofagasta que recorrí con tu hermano... No puedo dejar atrás la roja y blanca que tanto pasión y amor a generado en nosotros y que paseabamos en una suerte de vuelta olímpica por la canchita del Penacho, allá por los 90, festejando un nuevo campeonato. Ni hablar de Zule y Federico , siempre en mi corazón.
    Como veras ... còmo elegir una Crónica ? En que brete me he metido. Pero allá voy tratando de no ser injusto: Tal vez ,porque el paisaje de la Puna volvió de mis recuerdos, porque el escrito me hizo sentir el viento y porque me gusta tanto, pero tanto viajar y contarnos nuestras experiencias, me quedo con ella en esta zaga Brillante.
    Felicidades amigo y a seguir escribiendo y publicando ..... que todos lo estamos esperando.....

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    1. Muchas gracias Beto, con distintos zapatos anduvimos los mismos caminos. Aclaro a los lectores que de él se trata cuando menciono en El niño, el viento y la bandera al amigo que había estado en Casabindo y se había topado con el cortejo fúnebre. Abrazo grande para un gran caminante.

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  9. Que grande hermano, felicitaciones por haber concretado este proyecto tan deseado!!!.Gracias...por la sensibilidad con que dibujas con letras esa caricia tan necesaria para el alma. Esos recuerdos compartidos que nos transportan a la infancia en cada palabra, cada imagen. cada perfume, cada silencio. Gracias... por desempolvar las huellas de la historia de nuestra tierra y rescatarla con la sensibilidad a flor de piel. Por hacernos sentir la esperanza de cada niño que ve en la bandera un pedazo de cielo. Gracias.. por la pasión que transmitis en cada parrafo. Gracias.. por caminar a mi lado por la vida... Te quiero hermano!!! Gabi

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  10. Gracias Gabi, ahí estamos, haciendo el camino.

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  11. Un recorrido por la historia, viajando en las alfombras mágicas llamadas "banderas" Excelente

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    1. Muchas gracias, Elsa, pocas cosas unen el alma de la gente como una bandera.

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  12. Me encantaron estas Crónicas, es admirable la facilidad que tenés de trasportarnos a esos lugares y activar nuestros sentidos imaginarios. Disfruté mucho estos viajes e historias. Felicitaciones!

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  13. Claudio, muy interesantes y emotivos tus textos sobre banderas. Gran espíritu investigador y notable respeto por los seres humanos que los protagonizan.

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  14. Muchas gracias, Pablo. Descubrir lugares y personas, vivir estas experiencias y luego sostenerlas con una documentación es muy gratificante. Las crónicas se escriben con el corazón, los cuentos exigen más creatividad y aspectos técnicos, pero ambos géneros son igualmente ricos.

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