Museos (parte I).
MIM
A mi amigo Ricardo Moreno Garamendi
Un museo que se descubre casi sin querer,
es como una puerta misteriosa que se nos
abre casi sin pedirlo.
Recuerdo que pensé algo así cuando me
detuve frente al Museo de Instrumentos Musicales de Bruselas, el mítico
MIM. Los buenos consejos de mis amigos
Virginia y Jean Paul, como un viento de cola, me habían empujado hacia allí. De
mi parte, sólo tuve que desplegar la curiosidad en el palo mayor y dejar una
vez más que la intuición hiciera de las suyas al timón de mi velero. El edificio que me daba la bienvenida
mostraba el inconfundible estilo Art Nouveau, y su portentoso nombre de Old
England grabado en la frente.
Cuatro plantas para recorrer y mil
doscientos ejemplares en exposición no parecían poca cosa, sobre todo cuando
uno no tenía programado envejecer dentro de un museo en Bruselas; de todos
modos, en pocos minutos más comprobaría que ahí lo viejo era sinónimo de
sabiduría. De la boletería me llevé los
auriculares puestos, un indicador conectado a este y las instrucciones para
disfrutar de esa odisea tejida de sonidos que nunca antes había escuchado. Según el
instructivo debía pararme sobre los círculos dibujados en el piso, que
hacían referencia con un número al instrumento del catálogo que se encontraba
frente a mí y había elegido escuchar. En
efecto, al pulsar el dispositivo ocurrió
el milagro; entonces, el alma de ese instrumento, como un hilo invisible que
venía atando una a una las voces de su historia, entró a mis oídos. Mientras la flauta daba el primer testimonio,
la sentencia de Beethoven sonaba dentro de mí:
La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía.
Tal vez empecé por la flauta en homenaje
a aquellos dos años durante los que
intenté con empeño dominar una traversa.
Detrás de la vidriera del museo había una, gigante, de doble largo y dos
embocaduras que capturó mi atención; ambos conductos se unían en una punta que asemejaba
a una lanza. Me preguntaba cómo harían para ejecutarla, si lo hacía una sola
persona o dos, por la enorme distancia entre el primero al último
orificio. Cada flauta tenía siete
agujeros idénticos y el octavo quedaba mucho más alejado de los otros, lo
que hacía evidente que el músico debía
recorrer un buen trecho. No sé qué
pensaría el ejecutante en aquellos momentos,
pero al tocarla me hubiera visto
como si estuviera subiendo y bajando por
unas de esas escaleras fastuosas de doble entrada, con escalones de
mármol y barandas lujosas que solía ver en películas sobre nobles y reyes. Las flautas tenían como vecinos a los oboes,
unos señores de buen carácter, sólo que cuando se expresan su voz profunda y
ceremonial sigue imponiendo respeto. Tanto
es así que por su timbre, en sus comienzos sólo se ejecutaban al aire
libre. Al escuchar uno, vinieron a mi
memoria algunos pasajes de conciertos para ese instrumento de Händel, Bach y
Vivaldi. Todo eso desapareció en un santiamén,
cuando un minuto después sonó el grito de un cuerno e imaginé que le respondía
preparándome para la batalla. Más allá
de algún antiguo volumen en francés que se refería al método utilizado para
ejecutar flautas y ocarinas, esos instrumentos no volvieron a detener mi atención.
Aún ni sospechaba que allí había algunos
que llegarían a cautivarme, de los que muy poco sabía y sólo una vez había
tenido el privilegio de escuchar en vivo: eran las gaitas, en el
museo había una colección de sesenta. Bastó apenas un flechazo de la curiosidad para
que terminara enamorándome de ellas;
tenían pieles tan distintas, esas bocas de geometrías caprichosas y qué decir
del único pulmón conocido que se inflaba con aire pero que al desinflarse podía
hilvanar notas musicales. Algunas mostraban
fuelles de cuero como la gajda búlgara o de tela como las famosas
Highlands escocesas. El recorrido
por los sentidos empezó con la kondra de centro Europa y pasó por el Houtsul
ucraniano; cruzó a las islas en busca de las Uilleann pipes de Irlanda y las
citadas Great Highland bagpipes de Escocia y finalizó en tierra firme
con los tesoros de la península ibérica.
Escapados al fin de sus escaparates de vidrio, ahí estaban, y sólo para
mí: los sonidos de las gaitas lograban evocar en mi memoria paisajes que nunca
habían desfilado ante mis ojos; así pude ver cómo timbres estridentes se deslizaban por riscos y acantilados
desafiando al viento, de qué manera unos más dulces navegaban en un mar azul y
unos sonidos más turbios lograban llevarme al frío de la estepas. Ellas, las gaitas, podían vestirse con bordones
elegantes en Asturias y Escocia o con prendas más sencillas en Hungría o
Escandinavia. Todas, sin excepción,
esperaban las manos de ese gaitero ávido por descubrir sus secretos, uno que
fuera lo suficientemente atrevido como para dejarle en la boca el beso de su
vida, pero que tuviera también la
ternura a flor de piel al acurrucarla debajo de su brazo.
Cuando los vientos de Europa dejaron de
soplar en mis oídos, llegó el turno de los parches.
Al ver
expuestos varios tambores sobre una plataforma, de inmediato quise escuchar el
ensamble que representaba a los sonidos
del Tibet. Había unas largas trompetas
que alguien me informó se trataba de las dungchen, muy utilizadas en las
ceremonias religiosas. Al pulsar el equipo una vibración aérea lo envolvió casi
todo y unas cuerdas apenas acompasaron el andar cansino de un tambor. Con una nueva escucha apareció ante mis ojos
cerrados un sueño despierto; sin dudar, monté sobre él y dejé que me llevara a sobrevolar
picos nevados, a otear desde la altura, tan inalcanzable como mi propio sueño,
el nacimiento del día que parecía caer sobre los templos colgados al filo de
las montañas. Por desgracia o por suerte, el final de la composición
me hizo notar que todavía mis pies estaban dentro de las zapatillas; abrí los
ojos y por más que busqué y busqué entre las bocas de las dungchen,
advertí no sin desazón que los sonidos del Tibet ya habían vuelto a su lugar, a
ese antiguo camino que los conducía a la búsqueda de lo Absoluto.
Ir del Tibet al continente negro me demoró
pocos segundos. Detenido junto al
ensamble de Africa, lo primero en que pensé fue en qué hubiera dicho mi amigo
Ricardo Moreno si hubiera estado por allí. El, que supo ser un fino luthier de
instrumentos de ese continente y un maestro de una estatura de las que deben
quedar muy pocos. Tal vez me hubiera
insistido con aquello de que el Batá
es la madre de todos los tambores, la esencia misma del sentir africano. Casi sin quererlo me tocaba a mí estar allí,
frente a los parches que seis siglos atrás ya deleitaban al gran Shangó y
que aún seguían cautivando a mi amigo. Bastaron unos pocos compases de la
grabación para comprobar que la afirmación de Ricardo acerca de que los
tambores hablaban, no era fantasiosa ni muchos menos. Del repiqueteo sobre esa piel de antílope
comenzaron a desprenderse palabras que ahora podía escuchar con nitidez:
sangre, lágrimas, libertad. Si al final de la música del Tibet llegué a
dudar sobre si mis pies estaban en su lugar,
al callar el ensamble del Africa
sentí que nunca antes habían estado tan pegados a la tierra.
El regreso a la vieja Europa se dio de la
mano de mi curiosidad por ciertos instrumentos de cuerdas; que las tuvieran
percutidas o pulsadas se decía que eran algunas de las diferencias entre
clavicordios, claves o clavicémbalos y pianos, aunque para mí siempre habían
sido hermanos entre sí, todos dotados
del mismo linaje. Como acostumbro a
hacer en cada lugar que visito, tomé unas cuantas fotos. Esas imágenes las llevo guardadas en uno de
los tantos bolsillos de la memoria, aquellos a
los que suelo recurrir en especial durante ciertas noches o en los días
lluviosos o fríos. Los clavicordios me
parecieron menos ostentosos que los claves o clavicémbalos, los que por lo general necesitan de fuertes patas
para sostener su orgullo. No obstante su
menor porte, varios clavicordios mostraban elegantes pinturas en sus tapas que
recordaban escenas al aire libre. Al reproducir el sonido del instrumento, me encontré
con un timbre poco vibrante, más bien intimista y cálido; a punto tal que lo
imaginaba ideal para ser ejecutado en una reunión con pocas personas pero muy
valiosas para uno.
Los claves tenían en el museo varios
representantes dignos de mención; uno de doble teclado y verde claro con una tapa que reproducía a
color una nueva escena campestre; otro de madera lustrada y gruesas patas
torneadas, del que nadie pasaría cerca
sin voltear la cara para admirarlo; un tercero más grande aún y majestuoso, con
una inscripción en la tapa que advertía: OMNIS SPIRITVS LAVDET DOMINVM. Por si
algo faltaba para defender el trono de los claves, clavicémbalos y órganos en ese sector del
museo, un esquema detallado sobre la estructura de uno de ellos llevaba la firma
de un tal Praetorius. Al escuchar la voz de los clavecines y clavicémbalos uno
percibe una tonalidad distinta a sus primos más modernos, los
clavicordios. La magia rítmica que
recuerda a Bach y Händel, entre otros, irrumpió sin permiso. Como si tuviera el sello de una conspiración
divina que pretendía acallar para siempre los pecados del hombre, el clavecín
parecía estrujar con sus dedos finos y largos la condición humana para
moldearla a la sombra de la pureza y el deber ser. Para mi desgracia o para mi suerte y con las
marcas del clave aún en los oídos, dejé el ámbito de la música religiosa. A pocos pasos me esperaban los primeros
pianos; de ellos recuerdo en particular
dos, uno pequeño y elegante y otro más moderno,
que me atrajo de inmediato por sus dos candelabros laterales y un
curioso teclado de diseño curvo. Una vez
más no pude escapar al fantasma de la imaginación y me vi sentado en ese piano,
con una partitura del período romántico delante, ambos candelabros encendidos y
por supuesto, una grata compañía.
Ya era hora de partir, al llegar a la
recepción, entregué el equipo y agradecí al empleado con unas palabras en
francés que llevaba entre los labios.
Después de tanta música dando vueltas por la cabeza, no me llamó la
atención sentir que estaban de vuelta aquellos incurables zumbidos de mi oído
izquierdo que solían montarse sobre el silencio. Cuando traspuse la puerta tuve la sensación
de que ahí dentro, en el MIM, algo había ocurrido conmigo. Era cierto: ahora me sentía más viejo, con unos cuantos
años más sobre las espaldas y unos zumbidos persistentes en el oído, tal vez ya
era hora de escribir mi primera sinfonía, iba soñando despierto.
Excelente Claudio querido!!! Un placer leer esta crónica. Abrazo fuerte y virtual
ResponderBorrarGracias, querido Raúl, un abrazo.
BorrarQue bueno, Claudio, me encantó!!! Con que sensibilidad nos llevas a recorrer con esos "fantasmas de la imaginación", cada sonido, cada espacio, cada tiempo... Te felicito hermano!!!!
ResponderBorrarMuchas gracias, ese museo lo puede todo, incluso en quienes no tenemos gran oído para la música.
ResponderBorrarGenial la crónica, Claudio. Con esa magia de trasportarnos al lugar y dejarnos la semilla e ilusiòn de conocerlo alguna vez !!!!! Abz
ResponderBorrarHermoso el MIM, tiene magia por todos lados.
ResponderBorrarLo volví a leer luego de mucho tiempo, y me gustó aún más lo gráfico de tus descripciones, y como nos trasladan, de alguna manera, al lugar de donde vienen. Hermoso laburo, viejo! Gracias! Y me quedo con èsta gran frase que me gustó y que me identifica mucho: "La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía". Abrazo grande, a seguir así! =)
ResponderBorrarGracias Rodrigo!
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