Museos (parte I).

 

Esta segunda temática incluye las siguientes crónicas: MIM (Museo de Instrumentos Musicales, Bruselas), Rembrandt Harmenszoon van Rijn  y  El Señor de San José.                                                              El  cuento que corona esta saga juega a recrear la visita que en 1870, realizó el entonces Presidente Domingo Faustino Sarmiento al General Justo José de Urquiza.  La ficción se titula La canilla



MIM

   A mi amigo Ricardo Moreno Garamendi 


     Un museo que se descubre casi sin querer, es como una puerta misteriosa que se nos  abre casi sin pedirlo.

     Recuerdo que pensé algo así cuando me detuve frente al Museo de Instrumentos Musicales de Bruselas, el mítico MIM.  Los buenos consejos de mis amigos Virginia y Jean Paul, como un viento de cola, me habían empujado hacia allí. De mi parte, sólo tuve que desplegar la curiosidad en el palo mayor y dejar una vez más que la intuición hiciera de las suyas al timón de mi velero.  El edificio que me daba la bienvenida mostraba el inconfundible estilo Art Nouveau, y su portentoso nombre de Old England grabado en la frente.

     Cuatro plantas para recorrer y mil doscientos ejemplares en exposición no parecían poca cosa, sobre todo cuando uno no tenía programado envejecer dentro de un museo en Bruselas; de todos modos, en pocos minutos más comprobaría que ahí lo viejo era sinónimo de sabiduría.  De la boletería me llevé los auriculares puestos, un indicador conectado a este y las instrucciones para disfrutar de esa odisea tejida de sonidos que nunca antes  había escuchado.  Según el  instructivo debía pararme sobre los círculos dibujados en el piso, que hacían referencia con un número al instrumento del catálogo que se encontraba frente a mí y había elegido escuchar.  En efecto, al pulsar el  dispositivo ocurrió el milagro; entonces, el alma de ese instrumento, como un hilo invisible que venía atando una a una las voces de su historia, entró a mis oídos.  Mientras la flauta daba el primer testimonio, la sentencia de Beethoven sonaba dentro de mí:  La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía.

     Tal vez empecé por la flauta en homenaje a  aquellos dos años durante los que intenté con empeño dominar una traversa.  Detrás de la vidriera del museo había una, gigante, de doble largo y dos embocaduras que capturó mi atención; ambos conductos se unían en una punta que asemejaba a una lanza. Me preguntaba cómo harían para ejecutarla, si lo hacía una sola persona o dos, por la enorme distancia entre el primero al último orificio.  Cada flauta tenía siete agujeros idénticos y el octavo quedaba mucho más alejado de los otros, lo que  hacía evidente que el músico debía recorrer un buen trecho.   No sé qué pensaría el ejecutante en aquellos momentos,  pero  al tocarla me hubiera visto como si estuviera subiendo y bajando por  unas de esas escaleras fastuosas de doble entrada, con escalones de mármol y barandas lujosas que solía ver en películas sobre nobles y reyes.  Las flautas tenían como vecinos a los oboes, unos señores de buen carácter, sólo que cuando se expresan su voz profunda y ceremonial sigue imponiendo respeto.  Tanto es así que por su timbre, en sus comienzos sólo se ejecutaban al aire libre.  Al escuchar uno, vinieron a mi memoria algunos pasajes de conciertos para ese instrumento de Händel, Bach y Vivaldi.  Todo eso desapareció en un santiamén, cuando un minuto después sonó el grito de un cuerno e imaginé que le respondía preparándome para la batalla.  Más allá de algún antiguo volumen en francés que se refería al método utilizado para ejecutar flautas y ocarinas, esos instrumentos no volvieron a detener mi atención.

     Aún ni sospechaba que allí había algunos que llegarían a cautivarme, de los que muy poco sabía y sólo una vez había tenido el privilegio de escuchar en vivo: eran las gaitas,  en el  museo había una colección de sesenta. Bastó  apenas un flechazo de la curiosidad para que  terminara enamorándome de ellas; tenían pieles tan distintas, esas bocas de geometrías caprichosas y qué decir del único pulmón conocido que se inflaba con aire pero que al desinflarse podía hilvanar notas musicales.  Algunas mostraban fuelles de cuero como la gajda búlgara o de tela como las famosas Highlands escocesas.  El recorrido por los sentidos empezó con la kondra de centro Europa y pasó por el Houtsul ucraniano; cruzó a las islas en busca de las  Uilleann pipes de Irlanda y las citadas Great Highland bagpipes de Escocia y finalizó en tierra firme con los tesoros de la península ibérica.   Escapados al fin de sus escaparates de vidrio, ahí estaban, y sólo para mí: los sonidos de las gaitas lograban evocar en mi memoria paisajes que nunca habían desfilado ante mis ojos; así pude ver cómo timbres estridentes  se deslizaban por riscos y acantilados desafiando al viento, de qué manera unos más dulces navegaban en un mar azul y unos sonidos más turbios lograban llevarme al frío de la estepas.  Ellas, las gaitas, podían vestirse con bordones elegantes en Asturias y Escocia o con prendas más sencillas en Hungría o Escandinavia.  Todas, sin excepción, esperaban las manos de ese gaitero ávido por descubrir sus secretos, uno que fuera lo suficientemente atrevido como para dejarle en la boca el beso de su vida, pero que  tuviera también la ternura a flor de piel al acurrucarla debajo de su brazo.

     Cuando los vientos de Europa dejaron de soplar en mis oídos, llegó el turno de los parches.

    Al ver expuestos varios tambores sobre una plataforma, de inmediato quise escuchar el ensamble  que representaba a los sonidos del Tibet.  Había unas largas trompetas que alguien me informó se trataba de las dungchen, muy utilizadas en las ceremonias religiosas. Al pulsar el equipo una vibración aérea lo envolvió casi todo y unas cuerdas apenas acompasaron el andar cansino de un tambor.  Con una nueva escucha apareció ante mis ojos cerrados un sueño despierto; sin dudar, monté sobre él y dejé que me llevara a sobrevolar picos nevados, a otear desde la altura, tan inalcanzable como mi propio sueño, el nacimiento del día que parecía caer sobre los templos colgados al filo de las montañas.  Por  desgracia o por suerte, el final de la composición me hizo notar que todavía mis pies estaban dentro de las zapatillas; abrí los ojos y por más que busqué y busqué entre las bocas de las dungchen, advertí no sin desazón que los sonidos del Tibet ya habían vuelto a su lugar, a ese antiguo camino que los conducía a la búsqueda de lo Absoluto.

     Ir del Tibet al continente negro me demoró pocos segundos.  Detenido junto al ensamble de Africa, lo primero en que pensé fue en qué hubiera dicho mi amigo Ricardo Moreno si hubiera estado por allí. El, que supo ser un fino luthier de instrumentos de ese continente y un maestro de una estatura de las que deben quedar muy pocos.   Tal vez me hubiera insistido con aquello de que el  Batá es la madre de todos los tambores, la esencia misma del sentir africano.  Casi sin quererlo me tocaba a mí estar allí, frente a los parches que seis siglos atrás ya deleitaban al gran Shangó y que aún seguían cautivando a mi amigo. Bastaron unos pocos compases de la grabación para comprobar que la afirmación de Ricardo acerca de que los tambores hablaban, no era fantasiosa ni muchos menos.  Del repiqueteo sobre esa piel de antílope comenzaron a desprenderse palabras que ahora podía escuchar con nitidez: sangre, lágrimas,  libertad.  Si al final de la música del Tibet llegué a dudar sobre si mis pies estaban en su lugar,  al callar el  ensamble del Africa sentí que nunca antes habían estado tan pegados a la tierra.

     El regreso a la vieja Europa se dio de la mano de mi curiosidad por ciertos instrumentos de cuerdas; que las tuvieran percutidas o pulsadas se decía que eran algunas de las diferencias entre clavicordios, claves o clavicémbalos y pianos, aunque para mí siempre habían sido hermanos entre sí,  todos dotados del mismo linaje.  Como acostumbro a hacer en cada lugar que visito, tomé unas cuantas fotos.  Esas imágenes las llevo guardadas en uno de los tantos bolsillos de la memoria, aquellos a  los que suelo recurrir en especial durante ciertas noches o en los días lluviosos o fríos.  Los clavicordios me parecieron menos ostentosos que los claves o clavicémbalos, los que  por lo general necesitan de fuertes patas para sostener su orgullo.  No obstante su menor porte, varios clavicordios mostraban elegantes pinturas en sus tapas que recordaban escenas al aire libre. Al reproducir el sonido del instrumento, me encontré con un timbre poco vibrante, más bien intimista y cálido; a punto tal que lo imaginaba ideal para ser ejecutado en una reunión con pocas personas pero muy valiosas para uno.

     Los claves tenían en el museo varios representantes dignos de mención; uno de doble teclado y  verde claro con una tapa que reproducía a color una nueva escena campestre; otro de madera lustrada y gruesas patas torneadas,  del que nadie pasaría cerca sin voltear la cara para admirarlo; un tercero más grande aún y majestuoso, con una inscripción en la tapa que advertía: OMNIS SPIRITVS LAVDET DOMINVM. Por si algo faltaba para defender el trono de los claves,  clavicémbalos y órganos en ese sector del museo, un esquema detallado sobre la estructura de uno de ellos llevaba la firma de un tal Praetorius. Al escuchar la voz de los clavecines y clavicémbalos uno percibe una tonalidad distinta a sus primos más modernos, los clavicordios.  La magia rítmica que recuerda a Bach y Händel, entre otros, irrumpió sin permiso.  Como si tuviera el sello de una conspiración divina que pretendía acallar para siempre los pecados del hombre, el clavecín parecía estrujar con sus dedos finos y largos la condición humana para moldearla a la sombra de la pureza y el deber ser.  Para mi desgracia o para mi suerte y con las marcas del clave aún en los oídos, dejé el ámbito de la música religiosa.  A pocos pasos me esperaban los primeros pianos; de ellos  recuerdo en particular dos, uno pequeño y elegante y otro más moderno,  que me atrajo de inmediato por sus dos candelabros laterales y un curioso teclado de diseño curvo.  Una vez más no pude escapar al fantasma de la imaginación y me vi sentado en ese piano, con una partitura del período romántico delante, ambos candelabros encendidos y por supuesto, una grata compañía. 

     Ya era hora de partir, al llegar a la recepción, entregué el equipo y agradecí al empleado con unas palabras en francés que llevaba entre los labios.   Después de tanta música dando vueltas por la cabeza, no me llamó la atención sentir que estaban de vuelta aquellos incurables zumbidos de mi oído izquierdo que solían montarse sobre el silencio.  Cuando traspuse la puerta tuve la sensación de que ahí dentro, en el MIM, algo había ocurrido conmigo. Era cierto:  ahora me sentía más viejo, con unos cuantos años más sobre las espaldas y unos zumbidos persistentes en el oído, tal vez ya era hora de escribir mi primera sinfonía, iba soñando despierto.



En el MIM  jugaba a que era un fantasma que bajo la luz de esos candelabros tocaba una partitura romántica .



Comentarios

  1. Excelente Claudio querido!!! Un placer leer esta crónica. Abrazo fuerte y virtual

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  2. Que bueno, Claudio, me encantó!!! Con que sensibilidad nos llevas a recorrer con esos "fantasmas de la imaginación", cada sonido, cada espacio, cada tiempo... Te felicito hermano!!!!

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  3. Muchas gracias, ese museo lo puede todo, incluso en quienes no tenemos gran oído para la música.

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  4. Genial la crónica, Claudio. Con esa magia de trasportarnos al lugar y dejarnos la semilla e ilusiòn de conocerlo alguna vez !!!!! Abz

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  5. Hermoso el MIM, tiene magia por todos lados.

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  6. Lo volví a leer luego de mucho tiempo, y me gustó aún más lo gráfico de tus descripciones, y como nos trasladan, de alguna manera, al lugar de donde vienen. Hermoso laburo, viejo! Gracias! Y me quedo con èsta gran frase que me gustó y que me identifica mucho: "La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía". Abrazo grande, a seguir así! =)

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