Museos (parte II).

 Esta segunda entrada de Museos incluye Rembrandt Harmenszoon van Rijn  y  El Señor de San José.   



          

Rembrandt Harmenszoon van Rijn


     En cada metro cuadrado que la geografía y la historia reservó para los habitantes de la ciudad, hay alguien presuroso por disfrutarlo. Los días transcurren entre el cling-cling de las bicicletas abriéndose paso cueste lo que cueste, la bocina del tranvía que parece que nunca va a  parar,  las voces de peatones que pasan rápido por las veredas estrechas y el aire que trae el aroma inconfundible de la marihuana en libertad.  Con tantos canales y puentes que se esfuerzan por amigar el agua con la tierra, los automóviles se acomodan como pueden, su espacio siempre está acechado por las bicicletas que esperan para ocuparles el lugar.

     Del recorrido tradicional en  barco por esos canales, llegué a la conclusión de que la vida en el agua no distaba mucho a la de la tierra: barcos devenidos en casas flotantes con decenas de años de antiguedad, convivían con un gomón monoambiente sin techo, un barco-museo, el  www.HOUSEBOATMUSEUM.NL, y un inmenso restaurante flotante,  el Sea Palace.  Ninguno de ellos consiguió atraerme tanto como el viejo puente Magere Brug, que data del siglo XVII pero debió ser reconstruído doscientos años después.  Con su sistema  de básculas de accionamiento manual, aún sigue abriéndole el  paso al orgullo de sus compatriotas, y al encantamiento que todavía suelen provocarnos los puentes levadizos a algunos visitantes.  De una nación que acunó miles de navegantes, algunos sin retorno, no podía esperarse desde el agua una vista mejor de algunos edificios icónicos de la ciudad, la casa del arte, el café Sluyswatch que data de 1695 o la misma casa de Rembrandt. De retorno al punto inicial de ese trayecto, me volví para visitar, precisamente, el hogar del pintor,  devenido en museo desde hace más de un siglo.

     El número 4 de la calle Jodenbreestraat, la Calle Ancha de los Judíos de otrora, alberga una construcción con tres líneas de ventanas rojas en la fachada y múltiples vitreaux que enamoran a simple vista.  Tal vez se trataba de un capricho de la numeralogía o quizás de un talle único que compartían los  edificios históricos de Amsterdam, pero lo cierto era que el 1600 volvía a cobrar vida en el frente de la Casa de Rembrandt, esta vez para anunciar que el artista había vivido allí entre 1639 y 1658.  A poco de escuchar al guía que me conducía por la visita, tuve la certeza que el maestro de la luz y la sombra había pasado casi veinte años de su vida allí luchando contra sus propias oscuridades. 

     En el comedor, pinturas sobre la pared reflejan su predilección por autores que lo precedieron.  En este sector, se percibe que  el  esfuerzo de la posteridad no consigue  poner a salvo la obra de Rembrandt  de sus compañeras de siempre, la ausencia y la tristeza; de que ellas siguen por allí no me caben dudas,  es más, apostaría a que algunos días se dejan ver deambulando por la casa.       

     La cocina, recreada con la mayor naturalidad posible, no podía escapar tampoco a las sombras de su pasado; se sabe que fue el escenario de amargas batallas con su segunda esposa, Geertje,   quien devenida de ama de llaves  a amante  del pintor y luego responsable de la crianza de su hijo cuando el enviudó, no cesaba en demandarle que la comprometiera en matrimonio.  En esa misma cocina donde ahora posaba mis pies, dicen que Geertje se atrevió a rechazar la última propuesta de separación de Rembrandt, esa vez formulada ante un escribano; el hecho irritó tanto al artista que no dudó en tramar un ardid con testigos, el que llevó a la infortunada mujer a pasar cinco de los últimos seis años de su vida en un hospicio para personas díscolas. 

     Al pasar de la cocina al ámbito de los dormitorios, las sensaciones cambian.  Frente a esas camas pequeñas, sólo abiertas en el frente para acceder a ellas, uno empieza preguntándose cómo sería dormir en una posición de casi noventa grados.  La duda se desvanece con rapidez, porque en el ambiente se percibe algo. En estos dormitorios  se siente que el torbellino de fuego que agitó la vida de Rembrandt se hace presente, y que es capaz de quemar con su aliento la cara de quienes lo perciben, mientras nos susurra tres palabras: deseo, tuberculosis y muerte.

     De su deseo voraz parecen dar muestras algunos bocetos íntimos, como El monje fornicador, título que exime de comentarios; La cama francesa, que recrea actos bastante lascivos para la época entre hombres y mujeres, Mujer semidesnuda sentada junto al espejo o Mujer orinando y defecando, entre otros títulos menos conocidos del artista.  A esto podríamos sumar cuadros de Hendrickje, su joven tercera esposa, con escasa ropa.       La  tuberculosis también marcó su vida, y el pintor dejó un testimonio de ello en un boceto que mostraba a Saskia, su primera esposa, antes de que la enfermedad le quitara la vida cuando sólo tenía veintinueve años.  Para desgracia de Rembrandt, la muerte parecía andar siempre un paso delante de él, de manera que podía arrebatarle lo que más quería cuando menos lo esperaba.  Antes de tener a su pequeño Titus con Saskia,  había visto morir tres hijos a muy corta edad; luego la muerte también se la llevó a ella, más de veinte años después le arrebató a Hendrickje, y para terminar de derrumbar al genio, la muerte se aseguró que un año antes de llevarlo a su lado tuviera que despedir de este mundo a Titus,  que por ese entonces tenía veintisiete años.

     Al subir las escaleras del museo, la atmósfera se hace más intimista: aquí gobiernan los olores a madera y humedad, el crujir de las puertas y escaleras, los rincones poco amigos de la luz del sol. Si en la planta baja de la Casa de Rembrandt la ausencia y la tristeza flotan en el aire de la cocina y el dormitorio, en la planta alta se respira la soledad del artista frente a su obra y frente a las cosas que ya no estaban junto a él. En el taller de grabado, un empleado se esfuerza en mostrar a los visitantes ipso facto de qué manera la técnica de xilografía del siglo XVII estaba vigente más de trescientos años después.  Con un hermoso paisaje grabado en pocos minutos, uno podía entender por qué el maestro ante sus penurias económicas, recurría a esas planchas con las que podía hacer decenas de copias en sólo un día.

   En el estudio, una señorita de gesto adusto y roja cabellera se apresta a develar el arte utilizado por el pintor en la preparación de sus pastas.  Frente a ella, un gran número de potes que contienen polvos de colores parecen esperar su turno.  Ante mi sorpresa, la mujer me ofrece participar en la mezcla de uno de ellos, que de mi propia mano termina transformado en un glorioso amarillo Nápoles.  Para un hombre que no lleva consigo más tatuajes que los de sus sentimientos, aquellas manchas en los dedos dejaron impresas en mi piel  las marcas del verbo descubrir.  Diría, que no es posible salir del atelier sin dejar de reconocerlo como el lugar donde se proponía enfrentar su situación económica; para sobrevivir, hasta llegó a  mutilar una tela para intentar vender al menos una parte.  El rechazo a sus cuadros, la declaración de su bancarrota, y la subasta final de todos sus objetos decretada por el Tribunal de Insolvencia, deben haberlo golpeado duro.  Con la última disposición, a las muertes de algunos de sus seres queridos, Rembrandt debió sumar la pérdida de los cuantiosos objetos que enriquecían su famoso Kunstkamer

     De la casa 4 de la Calle Ancha de los Judíos, desaparecieron de su vista desde grabados de Miguel Angel, Tiziano y Rubens hasta lanzas asiáticas y africanas, cajas de caracoles y cascos militares, sin contar bustos de yeso de personajes célebres o los tafelet donde realizaba sus apuntes.  Debe reconocerse que aquí, la posteridad, en un trabajo notable, ha logrado  regresar buena parte de ese material invaluable al Kunstkamer del maestro.

     Mientras contemplo  esos objetos que coleccionaba con pasión, pienso que con ellos Rembrandt dispone al fin de una alegría para sembrar en su  alma, o quizás ya no los necesite, porque  tal vez el maestro  de la luz y sombra, ahora, sólo pinta del lado de la luz.




En el taller de Rembrandt, todavía uno puede llevarse las marcas del verbo descubrir  en los dedos.
              






El Señor de San José


 

       A pesar de haber estado muchas veces en Entre Ríos, siempre que pasaba cerca del Palacio San José me prometía que un día iría a visitarlo.  Hasta que algo sucedió en mí después de la lectura de Juan Pomer y su obra La guerra del Paraguay. Estado, política y negocios,  un libro que terminó llevándose muchas más horas de mi sueño de lo que ya me habían quitado ese y otros autores  sobre el conflicto.   Con esas lecturas, sentí que la historia al fin volvía a hacerse oír; que estaba allí de nuevo, para anunciar que venía a liberarnos del letargo y el silencio que sobre ciertos hechos nos habían impuesto a generaciones enteras de argentinos.  Entre esos conos de luces y sombras, apareció de inmediato la figura del General Justo José de Urquiza, el mismísimo presidente por largos años de la Confederación Argentina, que con sus trece provincias luchó contra la hegemonía de Buenos Aires.

     El palacio, residencia del General y símbolo de su poder, se encuentra  dentro de un predio de veinticinco mil hectáreas, una parte apenas de las novecientas mil que se calcula llegó a tener el Señor de San José

     Con el plano de la visita en mano, como el resto de los mortales ingresé a la visita por la entrada de atrás, la que da a un patio secundario.  Curiosamente, por ese mismo lugar habían entrado sus asesinos aquel atardecer del 11 de abril de 1870, según se dice, instigados por su ex-lugarteniente el General López Jordán.  En mi caso, venía de recorrer el Colegio del Uruguay,  en Concepción, que el General fundara en persona; de una catarata de nombres y fechas interminables del encargado de la visita guiada, me quedé con sus alusiones a ciertos símbolos de la masonería presentes en el lugar.  Por esa razón me extrañó toparme con la fastuosa capilla  de los Urquiza, que dadas las características de su construcción debió contar con la autorización del mismo Papa Pio IX.   En ella, de pie y cerca del altar que presidía San José, dicen que Don Justo  seguía los oficios religiosos, imagino, con gesto adusto y mirada penetrante.  Completaban el atractivo del lugar dos palcos de luto de madera a los que se ascendía por sendas escaleras laterales, pinturas e imágenes; la inmensa cúpula iluminada por la luz solar no podía disimular cierto nivel de deterioro, pero así y todo el Arcángel Gabriel seguía anunciando la pronta llegada de Jesús; por si acaso, en la parte superior del altar la familia invocaba la protección y ayuda de la Fe ciega, la Esperanza ataviada en verde vida y la Caridad.  El piso de cerámica importada nos devolvió los pies a la tierra, se trataba de un suelo francés, el mismo que cubría otros sectores de la residencia.

     Al dar unos pocos pasos para alejarme de allí, me encontré con otra pincelada del diseño de aquel país en el jardín.  Todavía mi capacidad de asombro no había sido seducida por los encantos de una capilla y un jardín, pero al descubrir al primer sistema de agua corriente de la Argentina de mediados del siglo XIX, confieso que tal capacidad se dejó conquistar sin retaceos ante la magnificencia de esa obra hidráulica, que llevaba agua siempre fresca a algunas habitaciones, al baño y la cocina.  

     Desde este lugar los visitantes pasan a un patio, poblado de naranjos y limoneros; sobre unas pérgolas de hierro diseñadas por un maestro italiano, aún retoñaban las centenarias parras traídas de Europa para satisfacer la pasión del General por la botánica. Al patio asomaban la cocina y la despensa; a juzgar por la cantidad de empleados que tenía la residencia, uno puede suponer que el movimiento sobre ese patio de uno a otro cuarto, en especial en las jornadas de grandes tertulias, debía haber sido incesante.  En la cocina de grandes alacenas, el arte del herrero esta vez se había corporizado en un fogón de hierro y bronce; pensé, una idea casi indestructible si lo que quiso hacer el artista era trascender a través de los tiempos.  El viejo continente volvía a estar presente en el piso con nuestra conocida cerámica francesa, y América del Norte había enviado para estos lares su pino blanco para construir el techo.  A nuestro paso, la imagen del General, con la banda tricolor cruzada sobre su pecho, parecía escudriñarlo todo desde la vajilla familiar apostada en las alacenas.

     En principio, había supuesto que la despensa sería un lugar de interés menor, si uno tiene en cuenta ciertas  dependencias del palacio donde el dueño de casa y sus ilustres invitados decidieron buena parte de los destinos de esta república. Unas imágenes del saladero Santa Cándida atraparon mi atención, en especial cuando la guía mencionó que el General contaba con una vía férrea y una flota mercante propia,  con la cual exportaba su novedoso sistema de carne enlatada y sus tradicionales envíos de cueros salados. 

   Primero, me pregunté si dichos envíos pasarían, efectivamente, por el control de la Aduana de Buenos Aires.  Después,  traté de recordar si se hacía mención del hecho en alguna parte del capítulo de La guerra contra el Paraguay  donde se analizaba la figura del  Señor de San José.  En ese momento no encontré la respuesta.  Aún así,  la filosa pluma de Pomer estaba de vuelta en mi memoria y tiraba sin parar de la punta de una madeja de poder económico que incluía a aquellos medios de transporte y producción; a una inmensa cantidad de tierras dentro y fuera del país; a su participación en minas; a  la venta de miles de caballos al mejor postor; a los contratos para la provisión de aperos y uniformes para el ejército argentino que enfrentaba al Paraguay; al incipiente negocio de la seda, sin descuidar el de las velas, el sebo y la yerba mate.  Una figura emblemática tanto por su trayectoria militar y política como por su visión comercial, alcancé a pensar, pero Pomer no dejaba de dispararme con sus observaciones, como si hubiera sabido que estaba a poca distancia del dormitorio donde descansó Bartolomé Mitre o del suntuoso aposento donde se hospedó el entonces presidente Domingo Faustino Sarmiento.

     De Mitre, por ese tiempo gobernador de Buenos Aires,  no caben dudas de que fue recibido  con todos los honoresParece que dicho trato especial había sido una devolución de gentilezas. Apenas unos meses antes el General y el presidente Derqui, habían sido invitados por el mismo Mitre y Sarmiento  a compartir en Buenos Aires los festejos del Día de la Independencia.  Se cuenta además que en los registros de la Masonería Argentina, esos cuatro personajes se reunieron pocos días después en una gran Tenida Nacional de esa hermandad, donde el General y Mitre se juramentaron solemnemente a hacer todos los esfuerzos posibles por alcanzar la pacificación y la unidad nacional.  Resulta al menos curioso, pero aquel día de noviembre de 1860 en el cual Bartolomé Mitre llegó con su gran comitiva al palacio, no resultaba la primera vez en ese año que esos viejos enemigos se veían las caras.

     Era el momento de detenerse a contemplar el dormitorio que fuera ocupado por el gobernador,  de dejarse llevar por la intuición y todo lo que es capaz de transmitirnos cuando la dejamos andar en libertad.  Sabía por experiencia que si el silencio y la soledad acompañaban, el paso de la intuición se hacía más liviano, pero también más efímero. Por algunos momentos  mi mirada sobrevoló cada uno de los muebles y rincones que acompañaron el sueño de Mitre en el Palacio San José. Hasta que mis ojos se posaron en el escritorio de estilo que se ubicaba al lado de la gran ventana. Imaginé que el bastón de mando provincial, que el gobernador luego entregaría al General como muestra de respeto, estaba apoyado todavía sobre ese mueble.  Debajo del bastón reposaban unas cartas aún sin cerrar. 

   Ahora me encontraba frente al dormitorio que ocupó el Presidente de la República.  Se afirma que  antes de llegar a él, Sarmiento había anclado en el puerto de Concepción a bordo del buque  Pavón, y que fue allí  lo esperaban el General, sus soldados ataviados como en la batalla de Caseros, y un sendero de pétalos de rosas rojas. Dicen que el Presidente y el Señor de San José arribaron  al palacio en una berlina inglesa; que hicieron el último recorrido a pie por un camino que les abría paso hacia la residencia, flanqueados por esculturas que recordaban los cuatro continentes; se cuenta que Sarmiento quedó extasiado por las antorchas que lo alumbraron hasta el Patio de Honor, por la cerámica de los pisos y las alfombras turcas; que se miraba una y otra vez en las cien lunas de espejos francesas colocadas en el techo de la sala de las grandes tertulias;  que pasaba su mano con suavidad por la enorme mesa de caoba del comedor, y detenía la mirada en cada una de las porcelanas chinas, los apliques de láminas de oro de los techos o los mármoles italianos que vestían muebles traídos especialmente de la vieja Europa; tal vez se resistía a creer  que el que fuera presidente de la Confederación Argentina, en definitiva un bárbaro de la divisa rojo punzó, había sido capaz de construir un lago artificial en esa residencia, hacerse traer un barco para navegar en él y hasta celebrar cada tanto fiestas venecianas.

     Con todo ese alarde de refinamiento y buen gusto, Sarmiento no podía esperar menos del aposento que se había preparado para él. En verdad no debe haberse sentido defraudado, porque reunía las comodidades y los detalles propios de una habitación de lujo: muebles macizos del Brasil y grandes cortinados para proteger el descanso del primer mandatario; una cómoda nacida en Francia con un gran espejo, una jofaina para el aseo personal y una taza de noche; completaba el ajuar presidencial una canilla con agua corriente, un toque de modernidad incluso para la Buenos Aires de la época.  Tal vez, el detalle de esa canilla le haya hecho pensar al sanjuanino que Urquiza estaba lejos de aquellos destinos de  Southampton o la horca,  la solución final que le había pedido a Mitre que le impusiera después de vencerlo en Pavón.  En fin, me dije, cuántas aristas complejas tiene nuestra historia argentina.  Cerré los ojos, respiré hondo y con una larga exhalación liberé todas mis tensiones.  Al hacerlo,  sentí que las fechas y todos los personajes contenidos en ellas, como si fueran sólo polvo en el viento, volaban por el aire.  Al abrirlos me encontré que en el dormitorio presidencial había un hombre mayor; era bajo, calvo, algo obeso y tenía un gesto serio;  vi cómo con dificultad levantaba su trasero de la taza de noche de la cómoda francesa, y al concluir con el ritual acomodaba su ropa interior; cómo tomaba la jarra, la cargaba con agua de la canilla y  llenaba la jofaina.  Después, sin prisa, se lavaba las manos.

   Unas voces que venían desde el Patio de Honor lograron distraerme.  Al volver la vista sobre el cuarto de Sarmiento, en el lugar no había nadie.  Las voces  continuaban, pero ahora parecían gritos, de varias personas, y se escuchaban desde distintas direcciones.  Miré mi reloj, faltaban apenas dos minutos para las diecinueve y treinta.  No tenía mucho tiempo. Entonces, sin pensarlo dos veces, crucé el Patio de Honor dando trancazos; ya no tenía interés por visitar la famosa  Sala de la Tragedia, donde dicen que una mancha de sangre del General testimonia lo que allí ocurrió; no me detuve a observar el escritorio donde tomó sus grandes decisiones, y ni siquiera lo hice en las salas que daban al frente de la casa; tampoco junto a la galería donde solía descansar Urquiza volteé la mirada; menos aún detuve mis pasos para ver la fachada donde decían que el reloj había quedado detenido a las diecinueve y treinta,  la hora en  que el Señor de San José halló la muerte.  En la entrada, al pasar debajo de la estatua que creo que representaba a América, me pareció escuchar que a mis espaldas los asesinos de aquel 11 de abril continuaban vivando la figura del General López Jordán.




El General Urquiza se esmeró para que nada le faltara en su dormitorio al Presidente Sarmiento.








Comentarios

  1. Me debo la visita al Palacio, como vos decís, pase miles de veces y siempre lateralmente. Esta hermosa crónica me plantea ese desafío.
    Gratos recuerdos despertaron en mi con la lectura de la crónica del Museo Rembrandt, entre ellos el haber compartido la visita junto a mi familia.
    Años atrás leía a otro escritor, Padura, quien recreaba la espera junto al canal del futuro discípulo del pintor , a la intemperie del duro invierno amsterdiano , con el deseo de aprender lo que su religión y sociedad le tenia negado. Es ese, un brillante relato al cual el tuyo.... nada tiene que envidiarle. Felicitaciones amigo !!!!!

    ResponderBorrar
  2. Hace apenas un mes y pico estuve habitando ese mismo espacio con mi hija, la casa de Rembrandt, mi pintor favorito. Quizás por la emoción de poder estar ellí viendo lo que el veía, algunos de sus objetos que contemplaba para plasmarlos en sus obras u ofrecerlos a sus discípulos para que aprendieran a interpretarlos mi percepción fue diferente. Ver la misma piedra en la que hacia sus óleos y que tus manos también convirtieron el polvo en pintura es asombroso y emocionante. Federica pudo pintar en un lienzo en ese mismo espacio inspirador y me emocionó mucho. No conocía muchos detalles personales que gracias a tu crónica me pude enriquecer. Muchas gracias por compartirlo. Me encantó! Abrazo

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

El blog.

Calles (parte I).

Arte rupestre.