Museos (parte III).

 Esta entrega cierra la temática con el cuento La canilla.


La canilla

 

 

     El General parecía un tanto ansioso, algo poco natural en él.  Estaba de pie, cerca de la galera que lo había transportado hasta allí y  vestía como en sus mejores ocasiones.  De vez en vez repasaba con la mirada la formación interminable de soldados que, vestidos como en el día de la batalla de Caseros y en un nuevo aniversario de aquel suceso, esperaban por el arribo de ilustres visitantes al puerto de Concepción del Uruguay.

   El Presidente de la Nación llegaba desde Buenos Aires en un vapor escoltado por naves de guerra de España, Francia, Inglaterra, Estados Unidos e Italia,  por demás interesados en dejar su impronta diplomática en aquel encuentro histórico.  Con el buque argentino a la vista, estalló la fanfarria. Entonces una marcha comenzó a agitar a los corazones rojo punzó que querían desafiar, al mismo tiempo, el poder de Buenos Aires, el peso de los uniformes y el duro verano de Entre Ríos.  El General lucía más tranquilo, todo estaba en orden.  Cuando el vapor de bandera nacional estuvo a unos doscientos metros de él, su sonrisa se trastocó en un rictus amargo: era el Pavón, con sus cincuenta y cinco metros de eslora y una larga historia de servicio a  los intereses de Buenos Aires. No podía creer que el Presidente se hubiera atrevido a agraviarlo de esa manera.  El barco inició su maniobra de aproximación y amarre, y  su nombre marcado en la proa volvió a herirlo:

- ¡Hijo de puta...! ¡yo no soy ningún bárbaro derrotado!- masculló. Luego sonrió mientras pensaba en la sorpresa que le esperaba al Presidente en su cuarto-  ¡Pavón...a mí!

     Apenas hubo unos segundos de respiro, porque la banda arrancó con otra marcha, esta vez más agitada y pegadiza, para acompañar el descenso del primer mandatario; saludaba a todos con su mano derecha y hasta ensayaba una amplia sonrisa que en ese rostro parecía casi un milagro.  En unos minutos, el peso del protocolo se terminó devorando el fastidio del General.  Primero fue el apretón de manos con el Presidente y unas cálidas palabras de bienvenida, que casi no podían ser escuchadas en medio de semejante despliegue musical y los vítores y aplausos de personas apostadas cerca de ellos. Seguiría el saludo formal a cada uno de los embajadores y la comitiva oficial, a lo que se sumarían los honores militares de rigor para el Presidente. Después iría el gesto de cortesía al invitarlo a subir primero al vehículo que los dejaría en el Palacio San José.

     Entonces la galera, tan elegante como inglesa,  se abrió paso bajo una alfombra de pétalos de rosas. A cada lado del camino, cientos de soldados custodiaban el paso de las autoridades.   Tras  casi cinco horas de traqueteo el carruaje al fin se detuvo debajo de una arboleda, y ambos descendieron de él.  Un marco de antorchas aguardaba la entrada triunfal del General y el Presidente.  Ellos habían decidido caminar, despacio, el largo trayecto hasta la residencia flaqueados por el humo y el calor que desprendían las antorchas; desfilar con orgullo entre los  árboles frondosos,  atravesar el jardín de rosas y magnolias y pasar por debajo de esas estatuas de mármol que recordaban a los cuatro continentes.  Al observarlas, hasta tuvieron tiempo para cruzarse una mirada cómplice. Todo parecía estar organizado en su más mínimo detalle para que esa reunión marcara a fuego el camino de la definitiva unidad nacional. 

     En el recinto, Facunda Dolores Costa Brizuela, la esposa del General, y sus hijos, recibieron con modales refinados al Presidente y su comitiva; incluso tuvieron expresiones en inglés y francés a los embajadores.  Detrás de la familia, en el Patio de Honor, un ejército de criados y empleados, morenos y mulatos en su mayoría, esperaban la orden para bajar los equipajes y acompañar a los huéspedes a cada uno de los cuartos que les habían asignado.  El General en persona acompañó al Presidente hasta su aposento.  Le recordó que lo esperaba para cenar, que se tomara su tiempo para descansar de tan largo viaje y que deseaba que disfrutara de las comodidades que habían dispuesto para él.  Al decir comodidades, lo hizo casi dividiendo en sílabas la palabra, como si disfrutara el pronunciarla.

     La cena tuvo ribetes memorables: no faltó lo mejor de la cuisine française y vinos de Bordeaux, como así tampoco los platos y postres típicos de la región.  Al final de la velada, el Presidente, visiblemente cansado, se excusó ante su anfitrión y  los invitados y dijo que se retiraría a descansar.  El General aprovechó la ocasión y volvió a decirle: Señor Presidente, deseo que el cuarto que hemos reservado para usted satisfaga hasta la más mínima de sus exigencias.  El huésped sonrió, inclinó con levedad la cabeza y con un Buenas noches, gracias, mañana ya tendremos tiempo para conversar, se alejó a paso cansino.  Al llegar a su cuarto abrió la puerta y apenas si tuvo ganas de quitarse el traje de gala y acomodarlo con cuidado en el ropero; se miró en el espejo, respiró hondo y repasó lo que le quedaba de cabello; iba a agacharse para desprenderse los cordones, pero como ese movimiento siempre le provocaba una desagradable sensación de fatiga, se sacó los zapatos sin desanudarlos; ya no quería ni levantarse de la cama, sin apuro se quitó la camisa y la arrojó sobre la cómoda francesa; menos suerte tuvieron los calcetines y la ropa interior, que quedaron donde cayeron después de un corto vuelo.  
                                       
     Al fin apoyó la cabeza sobre la mullida almohada y acomodó el cuerpo a su posición preferida; la cama era confortable y las sábanas, suaves y de un blanco ebúrneo, tenían un delicado perfume; entre las cortinas se colaba un hilo de luz que venía de las lámparas que iluminaban el exterior de la residencia. También llegaba a él un  coro de grillos y chicharras empecinados en acunarlo con su canto, lo que le recordó a su infancia, allá lejos, en su querido San Juan.  Antes de quedarse dormido, alcanzó a recordar una leyenda que una vez había leído, la de los ojibwa, una tribu de América del Norte; en ella una mujer araña, Asibikaashi, tejía en la cama de los niños una telaraña para protegerlos de las pesadillas y sus malas influencias.  Sonrió al pensar que no estaría nada mal que esa noche  Asibikaashi se diera una vuelta por allí para proteger su descanso. 
 
     El Presidente amaneció de buen ánimo; al parecer en la noche sus sueños habían sido bien resguardados. Descorrió el cortinado y el sol pareció dotarlo con  nuevos bríos. Después de lavarse la cara con el agua que estaba en la jofaina, al tomar la toalla para secarse advirtió que tenía grabadas sus iniciales.  Entonces se preguntó qué manos primorosas habían bordado esas letras. Una vez utilizada la toalla, la colgó como al descuido sobre aquello que sobresalía de la pared y que tanta gracia le había causado. Esta vez se vestía con ropa menos formal, atento a que en esa mañana los invitados saldrían a dar un paseo a pie por la residencia y sus alrededores.

      Si el brillo de la cena de bienvenida había pasado por la comida europea, los vinos y los platos regionales, el desayuno fue un abanico de colores vivos y texturas suaves, de sabores frescos y dulces.  El General había querido sorprender a sus huéspedes y de paso, satisfacer su pasión por la botánica;  para ello se hizo traer de  lo que quedaba del Paraguay, guayabas, mangos, chirimoyas, bayas y otras frutas originarias de ese país, a las que citaba por su nombre científico con una naturalidad admirable.

     Finalizado el festín tropical, él y su esposa invitaron a los presentes a recorrer las salas, los patios, los jardines y hasta el lago artificial.  Dolores, junto a algunos embajadores, paseaba por las dependencias anteriores de la casa.  En tanto, el  General,  el Presidente con su comitiva y  los diplomáticos de Estados Unidos e Inglaterra, habían puesto proa hacia el sector posterior.  El dueño de casa prometió que se sorprenderían al conocer el mayor motivo de orgullo del Palacio San José: el sistema de agua corriente que alimentaba la cocina, el baño de la familia y sólo uno de los  cuartos de huéspedes. Ya frente al malacate, caballo, bomba, tanque de agua y tuberías, el embajador de los Estados Unidos, y especialmente el británico, no salían de su asombro ante esa maravilla de la ingeniería europea transferida al litoral argentino. Incluso hasta el representante de Su Majestad se atrevió a palmear el hombro del General al expresarle sus felicitaciones.

     Un antiguo empleado de la casa se unió al grupo para explicar otros detalles del funcionamiento, en especial lo que despertaba el mayor interés de los invitados, el aporte del caballo. De todos modos, también ahondó en detalles sobre flujos, presiones, resistencias y las leyes que gobernaban ese sistema.  Al entusiasta grupo se acercó  el embajador de Francia;  de su brazo venía Dolores, enfundada en un vestido de terciopelo claro y su infaltable sombrilla para protegerse del implacable verano de Concepción. El hombre  estaba encantado con la disposición del jardín que respetaba el estilo francés, y hasta llegó a decir que las flores que lo poblaban lo hacían sentir como en su propia tierra.  Su comentario pasó casi inadvertido, porque en ese mismo momento el empleado, sin disimular su satisfacción, procedía a abrir una de las canillas del parque.  De inmediato, un chorro de agua cristalina y fresca respondió al llamado,  su sonido al golpear contra el piso endulzó una vez más los oídos del General y hasta se atrevió a desafiar el ritmo de su corazón.  El anfitrión, mientras todos estaban entretenidos viendo cómo el agua corría, tomó del brazo a su esposa, sonrió y apartándose del grupo le musitó al oído:

- Oime, el Presidente no dijo ni una sola palabra, ni una felicitación, nada... ¿estás segura que está todo bien?,  ¿estás segura que funciona?

- ¿Por qué no habría de funcionar? Antes de que llegara el Presidente probaron todo y funcionaba perfectamente,  debe estar cansado todavía del viaje o tal vez ya la ha usado...

     Luego los huéspedes quedaron absortos al apreciar los detalles de la capilla familiar, construida con la autorización del mismísimo Papa; esa cúpula que desplegaba la imaginería de un artista rioplatense; los palcos de luto de madera maciza, verdaderos altares del sentimiento familiar; la figura de San José presidiendo el altar.  Tras salir de la capilla los huéspedes se dirigieron al lago artificial. Fue grande entonces la sorpresa del embajador de Italia al enterarse que en él los invitados del palacio solían disfrutar de auténticas fiestas venecianas; qué podría agregarse del gesto del embajador de Inglaterra, cuando supo que el pequeño barco en el cual  ahora paseaban, había recorrido cientos de kilómetros tirado por bueyes para satisfacer los deseos del caudillo argentino.

     Después de esa primera jornada de estadía dedicada al descanso y los paseos,  el  General y  el Presidente pudieron concretar esa reunión privada que venía suscitando un interés tan profundo en unos como lo era el rechazo en otros.  En el mismo despacho desde el cual se condujo durante largos años la Confederación Argentina, ambos  hablaron de la necesidad de aunar esfuerzos por el progreso del país; de los que desde el federalismo cuestionaban al Señor de San José; de Mitre y Alberdi; de Inglaterra; de Francia y los Estados Unidos.  El General no notó en el Presidente signos de cansancio o malestar alguno; muy por el contrario, siempre tenía a mano alguna de esas preguntas incómodas que solía hacer. Cerca del final del encuentro, seguía mostrando la altivez que lo caracterizaba, pero eso no le impidió que felicitara a su anfitrión por la disciplina de su ejército o que reconociera en él a un adalid en la lucha por la república, al que seguramente la historia argentina le reservaría un lugar de honor; también le dijo que le agradecía el recibimiento y las atenciones dispensadas para con él, y lo volvía a felicitar, pero esta vez porque la residencia tenía muy buen gusto y su familia era agradable y culta.  Antes de salir del despacho, al dueño de casa lo sorprendió el buen humor del Presidente, que liberado de testigos y aludiendo a un busto de cobre del General, hizo una alusión a los hombres poderosos y sus éxitos con las mujeres. 

     A media tarde, la brisa que venía del río traía a las dependencias internas del palacio el perfume de los rosales.  Entonces el aroma llenaba las frescas galerías, y hasta se colaba sin permiso por las hendijas de las puertas de los cuartos que buscaban un poco de aire fresco. Mientras todos descansaban, el General, a grandes pasos, cruzó hasta el jardín posterior.  Allí el encargado de mantenimiento del palacio, hombre de su extrema confianza, seguía apostado donde le habían dicho que debía estar: controlando siempre el malacate y la bomba.

- Decime, ¿estará funcionando perfectamente?, ¿vos probaste todo, no? Te dije que no podía fallar...  no sé si la usó o no, no suelta palabra el hombre...

- Señor, una hora antes de la  llegada del Presidente fui hasta su cuarto y yo mismo la probé,  funcionaba de maravillas, puede quedarse usted  tranquilo.

- Si, pero cuando esta mañana vos mostraste todo esto, ni siquiera allí soltó prenda...

- Señor, le doy mi palabra de honor que funcionaba bien, tal vez ya la utilizó, seguro va a decirle algo pronto, algo así como:  "¡Esto es una maravilla...!"

El General ahora daba la vuelta sobre sus talones y emprendía la carga hacia la cocina.  Tenía en el rostro casi la misma tensión con la que dirigía la embestida final en una batalla. Alguien debía dar cuenta de lo que estaba pasando, en la cocina tal vez.

- ¡Señor, usted por aquí! - se alarmó una mulata y de inmediato el remolino de empleados se abrió y el patrón quedó solo en el centro.

- Necesito saber algo, ¿alguien de ustedes entró al aposento del Presidente?-  dijo con voz firme.

- Señor- se adelantó la mulata-  le aseguro que naides entró allí, le dijimos al Señor Presidente si nos dejaba limpiar su cuarto, pero nos dijo que no quería que naides entrara, cerró con llave y la puso en su mismito saco, yo misma lo vi...

- ¡Entonces ninguna de ustedes tampoco puede decirme si funciona, si la usó o no!- bramó el General.

     Todo lo que recibió por respuesta fue un silencio, que le pareció tan pegajoso y húmedo como el sudor de esas mulatas.  Para ellas, era cuestión de reclinar las cabezas e intentar ponerlas a salvo hundiéndolas en ese silencio.  Al dejar la cocina, a una mulata muy joven le pareció haber escuchado que el General decía por lo bajo algo así como ¡Pavón, Pavón! qué era Pavón, le preguntó a su madre que estaba a su lado.

     La segunda noche, luego de la cena, los invitados se reunieron en el Salón de los Espejos.  Para regocijo de los sentidos del General, su hija Lola tocó al piano algunas piezas de Schubert y Chopin, lo que despertó sonrisas de aprobación en los diplomáticos de Francia e Italia.  El Presidente, lejos de prestarle mucha atención,  parecía más interesado en escudriñar desde los espejos del techo los movimientos de cada una de las personas que compartían la tertulia.  Entre otros detalles, no se perdía el pronunciado escote de Lola. Luego, al calor de las bebidas, los embajadores no escatimaron elogios a la hora de describir cada uno de los detalles de buen gusto del palacio; tampoco lo hicieron cuando debieron profetizar sobre el futuro del país.   Al volver el General sobre el tema del sistema de agua corriente que alimentaba la residencia, notó con orgullo que todavía los embajadores no lograban salir de su asombro, y que algo parecido ocurría con la comitiva argentina. Por el contrario, para fastidio del General había un único huésped que no  parecía sorprendido: el Presidente.

     El tiempo que quedaba de la visita oficial se consumió en reuniones donde los representantes del ejecutivo nacional, los embajadores y el anfitrión, comentaron la situación internacional y su impacto sobre el país; hubo lugar también para una improvisada partida de billar en la sala reservada para los hombres y una nueva entrega de las virtudes pianísticas de Lola en el Salón de los Espejos.

     El momento de la partida de la comitiva presidencial y los ilustres visitantes al fin había llegado. En la puerta de la residencia, ahora Dolores, sus hijos y el ejército de empleados mulatos y negros, agitaban sus blancos pañuelos ante la galera inglesa y los carruajes que transportaban al resto de los diplomáticos.  Esta vez el viaje pareció más corto, y el General y el  Presidente hablaron bastante menos que en el trayecto de ida.  En el puerto de Concepción los esperaba la fanfarria y un grupo de ciudadanos que al divisar la caravana comenzó a sacudir al aire cintas con los colores patrios.  La banda, con los bríos de siempre,  acompañó el descenso de las autoridades de los carruajes y su camino hacia la explanada. A pocos metros de concretarse el embarque, la música se detuvo para dar paso a los saludos protocolares de despedida.

     Entonces el General, como queriendo exprimir en ese apretón de manos la duda que lo venía carcomiendo, le dijo:

- Señor Presidente, espero que haya disfrutado de su estadía. Dígame, ¿qué le pareció la canilla que instalamos en su cuarto?, ¿le resultó a usted útil?

     Esta vez la fanfarria de corazones rojo punzó estalló sin permiso.  El percibió que el Presidente le respondió algo, le vio mover los labios, pero en medio de semejante despliegue musical era imposible entender  qué le había dicho.  Ya no había tiempo para más: el  General vio como el Presidente giraba sobre sus talones y a paso firme subía por la explanada hacia el Pavón.

Mientras tanto, a cinco horas de allí, en el cuarto presidencial del Palacio San José, una toalla que tenía primorosamente bordadas las iniciales DFS, seguía colgada de la canilla.

Comentarios

  1. Excelente, felicitaciones, Claudio; además de muy bien escrito aporta a una situación histórica. Gracias. Bravo!

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    1. Gracias Armando querido. ¿Qué habrán hablado Sarmiento y Urquiza en esos días? Sea lo que fuere, al General la visita de su antiguo enemigo le costó la vida unos meses después, su propia gente, López Jordán, no pudo perdonarlo.

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  2. Muy querido Claudio:
    Realmente ha sido un placer leer el cuento de J. J. Urquiza y sus "aguas corrientes"........ Es espectacular la redacción de las cosas simples de la vida como lo has hecho y que en la imaginación nos traslada en el tiempo al siglo 19

    Te mando un fuerte abrazo virtual y seguí deleitándonos con estas cosas.
    Darío.

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  3. Gracias querido Darío. Es un cuento que ha llevado su trabajo: dos visitas detalladas al palacio y bucear en la historia disponible sobre ese encuentro. Después, dejar que algo de técnica y la imaginación hagan el resto. Abrazo!

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  4. Muy buen cuento Claudio... al empeñoso laburo que lleva recoger datos e información le agregas un tono de humor y sorpresa... Felicitaciones !!!!!!

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  5. Muchas gracias, si, este tipo de ficciones exige de datos veraces sobre los cuales la ficción flota a su gusto.

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