Trenes (parte I).

Esta temática se inicia con Un grito en el Cushamen , que  recrea  los resoplidos de una locomotora Baldwin en la estepa patagónica y  continúa con Rehenes del silencio, que cuenta las desventuras de otras tres criaturas con corazones de vapor en tierras americanas.



Un grito en el Cushamen 


    Como muchos otros niños, los trenes siempre me generaron una atracción irresistible: esas formaciones que parecían casi infinitas, que estaban sujetas en la cabeza por una mole mecánica que silbaba sus propias melodías y bufaba a voluntad.  Si observar una locomotora por salir del andén era ya una cuestión para el asombro,  verla partir se transformaba en algo más.  Tal vez  sería por la forma en que la partida era anunciada,  con ese pitido capaz de despertar hasta a los fantasmas de una vieja estación abandonada. O quizás la explicación uno debería buscarla en la cadencia, en el compás que el motor y las ruedas se comprometían a respetar.  Quién podía saberlo, pero también era posible que el secreto del algo más estuviera en el movimiento.  Para entonces yo ya había descubierto que un tren que llegaba a la estación no era lo mismo que uno que se alejaba de ella, por lo tanto el sentido del movimiento también tenía su importancia.  Con los años avancé en mi búsqueda y llegué a la conclusión de que un tren que parte tiene siempre olor a despedida, que deja flotando en el aire la idea de las personas y las cosas que se van para no volver; en fin, que el tiempo que se lleva un tren al partir no puede ser rescatado, ni por cientos de manos que se estremecen al despedirlo, ni por las lágrimas  de una mujer, ni por el agitar de pañuelos. 

    La historia de los ferrocarriles en América Latina también conoció de llegadas y despedidas.  Arribaron de la mano de los intereses de la corona española e inglesa, y en tiempo más o tiempo menos, pasaron a los estados nacionales.  Cuentan las crónicas que la primera locomotora que se puso en movimiento en esta América India lo hizo en Cuba, en la temprana fecha del 11 de noviembre de 1837,  casi al mismo tiempo en que el tren hacía su aparición en Francia.  En aquel día, setenta estoicos  pasajeros se animaron a subir a una Braithwaite inglesa, pagaron boletos entre dos pesos y cinco reales según la clase y cubrieron los veintisiete kilómetros del trayecto La Habana-Bejucal. Sin embargo, en la región del Cushamen, en la meseta del Chubut, fue necesario esperar hasta el año 1945 para que una locomotora inaugurara el recorrido entre las localidades de Esquel e Ingeniero Jacobacci. 

    En busca de un tren que poblara con su magia los arribos y despedidas que  había acumulado en mi vida hasta entonces, en el año 2003 llegué a esas tierras para conocer la mítica locomotora del Viejo Expreso Patagónico.  Sabía ya de antemano que desde la fatídica década de 1990, el expreso sólo realizaba un circuito turístico entre Esquel y Nahuel Pan.  De otra cosa de la cual no tenía dudas era de que el corazón de La Trochita estaba en la Estación El Maitén, y hacia allí dirigí mis pasos.  Al llegar a ese lugar me encontré con una Baldwin inglesa detenida en el andén.    La locomotora tiraba tres vagones sin diferencia de clases. 

- Sólo quedan cuatro como esta circulando en el mundo. Acá también tenemos tres Henschel alemanas, con las de Esquel, aunque todas se reparan aquí... - confesó orgulloso el maquinista, que sonreía al verme acariciar el tender de fuel-oil y agua que desde 1922 le daba vida a su Baldwin.

     Mientras esperaba por el momento de la partida, compré tortas fritas y agua mineral; me entretuve observando a un muchachón que sobre un curioso triciclo de dos asientos, hacía piruetas sobre la trocha lateral que servía de acceso del tren al taller.  La guía nos dio la indicación de que debíamos abordar y poco después el pitido inconfundible de la máquina nos estremeció.  Como solían hacerlo cuando llegaban nuevos turistas, en el andén se habían reunido buena parte de los dos mil maitenenses para despedirnos.  Habían muchas caras pequeñas y sucias, iluminadas de sonrisas; manos y más manos que se agitaban, algunas regordetas, otras ajadas por el trabajo de sol a sol; un ramillete de voces de alegría y júbilo, con seguridad porque sabían bien que las personas y el tiempo que se llevaba ese tren al partir, serían devueltas a  esa estación. La formación se puso en marcha al fin, comenzamos a retroceder; después de algunos cientos de metros, nos pidieron que bajáramos y camináramos hacia un puente carretero que se encontraba opuesto a aquel  sobre el cual había quedado detenida  la locomotora. 

- Desde aquí pueden tomarle fotos, ¡mírenla!, sobre el puente se la ve muy bien...

     Tan orgullosa como la gran Gloria Swanson, la Baldwin parecía posar despidiendo largas bocanadas de humo. Sólo después de que inmortalizamos su mejor perfil en nuestras cámaras, volvimos a bordo y reiniciamos la marcha. Desde algunas casas perdidas en las afueras del pueblo, todavía se agitaban manos a nuestro paso.

     En el interior del tren con lentitud se iban tejiendo una a una las sensaciones.  Como en otras experiencias que he vivido, descubrí que allí estaba otra vez:  el aroma inconfundible a todo tiempo pasado fue mejor, asomaba por todos los rincones.  De la mano de la guía,  poco a poco poblaron mi imaginación señoras que cocinaban en el vagón,  el ruido del cucharón contra la olla y los de las cucharas sobre los platos, las risas de los niños y el olor irresistible de los guisos camperos; las paradas a la medida de los pasajeros, en medio del paisaje; las cartas de amor escritas en ese tren que esperaban ansiosas una respuesta; la salamandra que en los inviernos podía congregar a su alrededor decenas de manos temblorosas; el zumbido del viento, que cabalgando sobre el silencio de la estepa se abría paso a través de las ventanillas; en fin, el sonido del traqueteo del tren sobre los rieles, compañero inseparable de pasajeros, guardas y maquinistas.

     En uno de los asientos de madera, advertí que viajaba aquel muchacho de la estación que había visto empeñado en mostrar a los turistas su destreza ciclística sobre las vías de la trochita.  La guía nos susurró que era huérfano y se había criado solo, entre esos rieles y la estación.  José sonreía más de lo que hablaba, pero rasgaba la guitarra aceptablemente y tocaba la armónica con facilidad;  a punto tal era su amor por La Trochita que le había compuesto una canción, de la que repetía con orgullo el estribillo y lo alternaba imitando con su voz los sonidos de la locomotora.  Luego de los aplausos, volvía con las imitaciones, casi no dejaba de sonreír y mirar a los turistas con ojos rebosantes de picardía.  Como un mago que sabe que cuenta  para el final de su show con un as en la manga, dejó los instrumentos de lado y buscó su mochila.  De allí extrajo una serie de dibujos coloridos, con la protagonista de siempre.  Elegí entre ellos uno que representaba una locomotora azul con tender violeta y dos vagones, que transitaba sin apuro un espacio verde dejando tras de sí una negrísima estela de humo.

     Cuando José terminó de repartir sonrisas y dibujos a cambio de alguna colaboración,  volví la mirada hacia la ventana.  De nuevo la estepa patagónica se abría ante mis ojos. El horizonte, casi infinito, me recordaba mi propia condición de finitud. La estepa me invitaba a arrojarme a ella con los brazos abiertos, a volar bajo, sintiendo la caricia de los cardones en las manos y el silbido del viento en la cara.

 - Ya no somos los dueños de estas tierras- sentenció la guía de pronto y sus negros ojos parecieron perderse en la distancia- Parece que todavía tenemos que darle las gracias por permitirnos pasar por aquí a quien se quedó con estas cuatrocientos mil hectáreas de nuestros ancestros...

     Al escucharla imaginé cuántos espíritus tehuelches y mapuches andarían todavía caminando descalzos sobre el suelo que una vez les perteneció.   Ahora que nos dijeron que debíamos hacer una parada y que podíamos descender,  tal vez era tiempo de salir y darles un abrazo.   Bajé con rapidez, el sol era amigable y el viento apenas un secreto en voz baja.  Despacio, caminé hasta alejarme de la formación; solo en la inmensa planicie, abrí los brazos, respiré tan hondo como pude y con los ojos cerrados, imaginé que me abrazaba una multitud de seres descalzos llenos de sabiduría.  Luego volteé la mirada y sin pensarlo dos veces, volví con premura.  Trepé por el miriñaque de la locomotora y la hubiera abrazado a ella también de no ser por el calor de su corazón de vapor.   De pie, junto al tender, permanecí todo el tiempo que duró el resto de la parada. Entonces disfrutaba de la loca idea de creer que podía atravesar la  Patagonia parado en esa Baldwin, que lo haría agitando sin parar una bandera a mi paso y terminaría dejando un grito del Cushamen en Buenos Aires.  

    El llamado de la guía me bajó del ensueño.  Busqué mi lugar en el vagón e instantes después el tren se puso en marcha y lo hacía en retroceso,  porque era la única forma de volver.   Mientras viajábamos hacia El Maitén, pensaba que al  bajar en la estación sólo por esta vez  me llevaría algo más: un retazo de tiempo, el que La trochita había rescatado en su paso por el Cushamen.



     Un grito  sigue de pie  en medio del Cushamen.







Rehenes del silencio



     Esa atmósfera particular que tiene Rosario me había convencido otra vez.  Ni la ola de calor que se esperaba para esos Carnavales, ni la otra ola, la de las noticias que hablaban de un estado de inseguridad alarmante, pudieron torcer mi voluntad de visitar la ciudad donde se arrió oficialmente por vez primera el pabellón nacional.

    En verdad, si de estandartes se trataba,  ya había visitado Sucre, y en la Casa de la Independencia había tenido el honor de conocer a la primera bandera que utilizó el General Belgrano.  Dudo que alguna otra insignia argentina pueda volver a provocar en mí semejante emoción. Con los mismos colores pero dispuestos en otro sentido, se cuenta que la osadía del general de presentarla a sus huestes sin la venia de Buenos Aires, le generó un gran dolor de cabeza.  Finalmente, las autoridades argentinas cedieron ante el deseo de sus vecinos y la bandera quedó a buen resguardo. Si Rosario y su monumento me evocaban al creador de la bandera, el pensar la historia, como un boomerang lleno de sabiduría, me transportaba a Sucre, y luego me devolvía a las orillas del Paraná.

  A esta ciudad litoraleña había llegado después de escribir la crónica Un grito en el Cushamen, por lo que traía a cuestas el deseo de encontrarme con nuevas historias de trenes y locomotoras que encendieran mi imaginación.  Como solía hacerlo y me había dado buenos resultados, dejaría que las cosas vinieran a mí, que fluyeran e hicieran su trabajo.

   De la mano de la necesidad de conseguir al fin un colirio, llegué al Alto Rosario Shopping. Entonces no sospechaba que mi intuición, caprichosa como ella sola, ya estaba haciendo de las suyas.  Ahora pienso que debe haber trabajado muy fuerte para conseguir arrastrarme a un lugar incómodo como pocos, a un sitio donde me siento una mosca  que se pasea por una telaraña.  A pesar de los mil y un colores, de los escaparates  más rutilantes, del aire acondicionado que invitaba quedarse a vivir allí adentro, de los aromas suaves, las grandes marcas y la música en inglés, ni en aquella farmacia del shopping tenían el bendito colirio.

   Muy molesto, salí disparado del lugar.  Enfrente, la propuesta de la que venía huyendo seguía vivita y coleando en el café RockeFeller's, donde una entusiasta seguidora de la casa se tomaba una fotografía debajo del ícono de la firma,  la gran guitarra eléctrica roja.  De pronto,  volteé la mirada hacia la derecha. Allí,  debajo de un gran tinglado y cercadas por rejas feroces, estaban varias formaciones de trenes que detenidos en el tiempo, sufrían su condición de rehenes del olvido.  A medio camino de regreso al shopping, había un grupo de policías apostado debajo de un árbol.  Les expliqué que venía de Buenos Aires y que me interesaría ingresar para ver en detalle esas locomotoras y vagones.  Uno de ellos me miró con cara de pocos amigos y replicó:

- ¿Para qué quiere entrar ahí?, ¿qué hay ahí?, ahí no se puede entrar, ya se metieron indigentes a vivir dentro de esos trenes y hubo que sacarlos, no, no puede entrar ahí...

   Casi descorazonado pero no vencido, hice un último esfuerzo.  Tomé aliento y volví mis pasos hacia el shopping.  Ante mi inquietud, la empleada a cargo de Atención al Cliente me aclaró:

- No, señor, no conozco quién pueda tener la llave de la reja...ese lugar, se habían metido indigentes a vivir adentro, hubo que cercarlo, no, no se puede acceder allí.

   Regresé al tinglado,  ya tenía para entonces el corazón maltrecho.

  Una locomotora negra con algún trazo rojo, detentaba como único documento de identidad el número 570 del Ferrocarril General Bartolomé Mitre.  Quizás el honor que le quedaba se refugiaba en esas dos palabras que llevaba grabadas a los costados: Expreso Oriente.  No sé por qué, pero pensé que si se hubiera llamado Margot o Mimí, esos nombres le hubieran quedado incluso de parabienes.  Dos caballeros maduros seguían aún tomados de la pollera de la dama, los vagones 809 y 240.  Lo único que quedaba de sus modales refinados eran unos arabescos dorados pintados sobre las ventanas,  y las caprichosas formas que un herrero dejó inmortalizadas en la cola del último vagón.  Al dar la vuelta, advertí que desde una de las puertas laterales del primer vagón había una escalera de hierro de dos escalones.  En ella unas gruesas barandas se proyectaban más allá del cerco de reja, como si estuvieran invitando a algún corazón valiente a que desafiara la prohibición y subiera de un salto al tren, a que se atrincherara en él y juntos decidieran dar batalla hasta el final.

   Frente a la dama del Expreso Oriente, precedida por un coche en ruinas y una zorra a la que parecía que ya no le quedaba ni un pelo,  resistía una locomotora del viejo Ferrocarril Central Argentino, el mismo que allá por 1870 uniera por primera vez Córdoba con Rosario.  Detrás de ella languidecían en silencio dos vagones de carga,  muchachones fornidos y negros,  quién sabe con cuántos años de pobres desocupados encima. El furgón de cola era un vagón que se identificaba como Tren de Auxilio n° 3-Villa María.  De inmediato hice la asociación entre los términos Auxilio y María, pero la idea se desvaneció pronto, casi con la misma rapidez con la que había llegado.

   Dejé el shopping con la consigna de que debía encontrar en algún lado un tren vivo y una estación acostumbrada a sentir su paso sobre los rieles.  Mi vieja pasión de caminante seguía intacta, por lo que me resultó sencillo llegar a la estación Rosario Norte.  Una vez allí, no pude evitar recordar a mi querida señorita Flora,  quien había sido vecina nuestra en Buenos Aires y había mudado los últimos años de su vida a la casa de sus hermanos; los tres estaban tan orgullosos de su soltería como del hecho de ser nietos de la nobleza inglesa.  En los años setenta yo había bajado dos veces  en ese andén con el propósito de visitarla en Fisherton, como una forma de retribuirle parte del amor que me había dejado al enseñarme su lengua materna y un poco de francés. 

   La estación parecía abandonada, a juzgar por el yuyal entre los rieles y el estado del techo de madera que cubría el andén.  Estaba por trasponer el cartel de Rosario Norte cuando un empleado de seguridad me detuvo.  Me advirtió que no podía pasar, que si  bien había servicios desde Buenos Aires dos veces por semana, el resto de los días las instalaciones estaban cerradas y no se permitía a nadie permanecer allí.  Era el momento de decirle adiós a mis deseos de sentarme en la sala de espera, husmear la boletería y ni qué hablar de probar tocar la campana.  Con buenos modales, el joven de rostro trigueño aceptó tomarme unas fotografías debajo del cartel que parecía sostener el tinglado de la estación. 

   Rosario me había dejado la imagen de trenes abandonados y estaciones sin ruidos.

  Cuatro años antes, pero en invierno, mi suerte había sido diferente al visitar la tierra de los López y de Roa Bastos. Allí me encontré con una valiosa pieza que había estado a punto de desaparecer.

   En ese entonces Asunción me recibió con sus contrastes a la vista.  Una visita al Panteón del Mariscal, el estadio de futbol, el centro de la ciudad y al pasar por la delegación de turismo, me llevé de allí Genocidio Americano-La guerra del Paraguay, del autor brasilero Chiavenato, un texto que me abrió las puertas a otros más sobre tan luctuoso suceso.  Por supuesto, ocupé varias horas más de mi vida en conocer la Casa de la Independencia, y ciertas particularidades del movimiento libertario que llamaron mi atención. De allí pasé a la visita obligada de esa magnífica obra arquitectónica de la era de los López, la Estación San Francisco, que guarda actualmente a su Museo Ferroviario.  Encontré la boletería en buenas condiciones, los biblioratos de la estación, un telégrafo, relojes de diferente estilo y antigüedad, un proyector de cine y muchas imágenes que evocaban la historia de la estación.  Algo más había  detrás de ese edificio de fachada imponente y columnas imperiales, debajo de ese puente y el tinglado: como una auténtica princesa guaraní, me estaba esperando la Sapucái. 

  A pesar de sus ciento sesenta y dos años de vida en el Paraguay, dos guerras, innumerables golpes militares y a la manipulación de los inescrupulosos de siempre, la locomotora lucía elegante. Tal vez la cuestión pasaba por su piel morena cruzada de  nervios rojos y el techo mínimo; o la gracia de las ocho pequeñas ruedas adelante,  las dos grandes del medio y las de atrás algo menores a éstas.  Lo cierto es que el conjunto irradiaba ese carácter chispeante del pueblo paraguayo;  al acercarse uno y acariciarla, la  Sapucái parecía dejar en mis oídos el significado de su nombre, que no era otro que el de grito, el decir de un pueblo arrasado que aún elevaba su voz en ese confín de América.  Era imposible para mí dejar la Estación Central sin haber subido a la locomotora y así lo hice;  despojado de los restos del curepí que supimos conseguir, trepé por el estribo con el pie derecho y me sujeté de la manija lateral; en la foto que me tomaron, la mitad de mi cuerpo parecía colgar de una sonrisa.

   Cuando dejé Asunción, no se me hubiera ocurrido nunca pensar que en poco tiempo y en una geografía tan diferente, iba a toparme con un nuevo testimonio sobre trenes y locomotoras.

  Ese mismo año llegué a Bolivia.  En Uyuni la altura se hacía presente en la dificultad al respirar, pero la mayor molestia sin dudas lo constituía un dolor de cabeza cerrado e intenso.  Para peor, en el local contiguo al hotel donde me hospedaba, una pareja de uyunenses junto a decenas de invitados seguían juntando horas y horas de festejo de casamiento; yo los acompañaba a mi modo,  coleccionando bajos que retumbaban en el pecho, parches que batían mi cerebro y teclados que perforaban los tímpanos.  Ya de  madrugada decidí tomar mis cosas  y desafiar el frío de los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, con tal de encontrar un alojamiento donde pudiera poner la cabeza sobre una almohada sin tantos sobresaltos.  Tuve suerte que alguien se compadeciera en abrirle la puerta a un turista a esas horas, y me di cuenta que me seguía acompañando la fortuna cuando me encontré con una cama cómoda y un ambiente tranquilo.

   Amanecí con menores molestias, a punto tal que antes de salir rumbo a la excursión al Salar, decidí dar una vuelta por el centro del pueblo.  En la estación del tren, un vagón verde en buen estado de conservación mejoró mi ánimo.  Qué decir de mi entusiasmo cuando encontré en la calle central a esa locomotora pequeña, negra y roja como la Sapucái y tan simpática como ella.  La camioneta cuatro por cuatro al fin llegó, trepé a ella, anteojos oscuros, ropa larga y mi infaltable sombrero de palma de Corrientes.  En el vehículo,  apretado contra otros gringos, me enteré por boca del guía que en la estación Machamarca en un museo se conservaban algunos trenes, y que había también locomotoras en Guaqui.  Por desgracia, en mi itinerario no estaba previsto recorrer esos lugares. En un rato más estábamos haciendo una parada en lo que el guía llamó El cementerio de trenes.  Diría, un paisaje tan grande como el asombro que provocaba, un lugar donde la historia se había congelado primero y oxidado después.

   La crónica se remontaba a la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, y al escuchar  que mencionaban a esta empresa, asomó a mi memoria el historiador boliviano Querejazu Calvo.  De su mano, días antes había terminado una de sus obras sobre la Guerra del Pacifico, donde dicha compañía había sido la piedra de la discordia entre bolivianos y chilenos.  Lo que quedaba de aquel ferrocarril que en 1873 comenzara a trasladar salitre y luego plata, estaba a la vista.  Contaba el guía que seis de las locomotoras que hundían para siempre sus ruedas en el salitre eran Kitson Meyer, inglesas.  Las otras tres, Beyer-Garratt, las más poderosas de su época.  Me pregunto qué hubieran pensado el viejo Garratt y su socio si las hubieran visto en ese estado, transformadas en el blanco preferido de grafitis banales, de jóvenes que ahora saltaban sobre sus restos mortales o de los temibles predadores de trenes que dicen ya habían desmantelado una Kitson Meyer completa.  Esas momias de hierro habían recorrido cañadones, sierras y salares bajo condiciones extremas de temperatura, y jamás flaquearon ante el compromiso de trasladar las riquezas del país.  Desde 1960, sus corazones de vapor habían dejado de resoplar.

  A pesar de los consejos del guía de que apurara la visita,  sabía que  había secretos por descubrir debajo de esas texturas de hierro remachadas  Debí esperar a que se dispersaran los turistas para cumplir mi rito de subir a una locomotora, tratando de imaginar desde allí arriba cómo verían el futuro esos hombres de otros tiempos.  Al fin pude alcanzar una cabina de mando y poner mi vista en el horizonte blanco; entonces el viento rozaba mi cara, el aliento tenía gusto a sal y el sol entibiaba cuerpo y alma.  Descendí de la Kitson con la idea de tomarme una última foto y así se lo hice saber al guía, que asintió con amabilidad.

   Las vías cruzaban todo el terreno y parecían morir o venir de allá lejos, de las montañas.  Me senté sobre ellas, en sentido transversal, con ambas manos tomaba las rodillas.  Después de la foto, permanecí un largo rato en esa posición, quieto, como si esperara por algo o alguien.

 




Margot, prisionera en un shopping.





Sapucái, a salvo de la historia.






Otros siguen enterrados en el olvido.












     

Comentarios

  1. Claudio querido:
    Cómo reconforta el espíritu leer estas crónicas !!!
    Es un interregno de paz y alegría en el fárrago del día
    Fuerte abrazo
    Drío

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    Respuestas
    1. Gracias Darío, muchas gracias por tus palabras. Esa es la idea. Espero vernos prontito.

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  2. Excelente narrativa mágica y realista. Viaje al pasado con emoción. Un regalo para mi espíritu. Gracias!!

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  3. Muchas gracias Elsa por tus comentarios. Falta una tercera crónica de trenes (cuenta un viaje de 1984 en el tren popular que iba a Machu Pichu) y un cuento que corona la temática, Puerto Esperanza.

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