Trenes (parte II).

 

Esta entrada incluye una crónica para los enamorados y enamoradas del Cuzco y su mágico trencito a cremallera. Como cierre incluyo  un cuento que describe el amor de un hombre por su tren: Puerto Esperanza.



Cuzco, 8 de marzo de 1985
 

 

     Luego de treinta y cinco años, las imágenes de aquel viaje al Cuzco me van llegando poco a poco.  Algunos recuerdos acuden a alistarse presurosos al llamado de la capitana de todos los ejércitos: la emoción. Parece que muchos otros han decidido desertar.  Los que se presentan ante mí vienen de la mano de Eduardo, alias El Gordo, un entrañable amigo de aquellas épocas con el que compartí esa memorable experiencia.  Apenas un año después de nuestra épica incursión por las tierras de Mancu Qhapaq, perdí todo contacto con él.  Hasta hoy, no ha habido red social alguna que me permitiera saber algo de su vida, todo rastro  parece haberse perdido allá por Brikmann, en Santa Fé, donde vivía su novia por esos tiempos.  Esta crónica está construida con hilachas de recuerdos, sólo con unas cuantas fotos y una carta que le había enviado a mis padres y que aún conservo.

     Habíamos partido de Lima hacia Cuzco en un bus de esos que se usan para caminos de montaña, más pequeño y por cierto menos confortable que aquellos que recorren autopistas y rutas importantes.  Dicen que hoy  el trayecto entre esas ciudades se cubre en unas veinticuatro horas, pero si de algo estoy seguro es de que nuestra aventura se prolongó mucho más.  Debimos haberlo sospechado de entrada, cuando el conductor me contestó con una sonrisa al preguntarle si llegaríamos a horario.

     En la carta sobre la que se sostiene esta crónica, le contaba a mis padres algunas de las delicias de aquel viaje: de los problemas mecánicos del bus, cuyo motor amenazaba con detenerse en las trepadas; de aquel puente en mal estado que nos obligó a los más solidarios a descender del micro, a ayudar a bajar la pesada carga de un camión que nos precedía,  y a volverlo a cargar luego de que lo cruzara; les decía, de las mujeres de amplias polleras, que con sus niños a cuestas y sus animales de cría sujetos a una cuerda, interrumpían mi sueño al querer hacerse a los codazos de un lugar.  Para peor, viajábamos en el último asiento y en el centro, el mejor lugar que pudimos conseguir; en fin, les hablaba del soroche, a quien pocos días antes habíamos conocido en San Antonio de los Cobres y volveríamos a encontrar en el Cuzco.  Los que estaban de un lado de la carta no supieron nunca que su hijo había cruzado un territorio dominado por las huestes poco amigables de Sendero Luminoso.  El que estaba del otro lado de esa hoja se enteró poco después, cuando un guía  nos calificó como los sobrevivientes de la Ruta de la Muerte.

     En el Cuzco nos alojamos en un pequeño hotel.  Al otro día debíamos abordar el tren de cremallera hacia Aguas Calientes; de allí, seguiríamos hasta Machu Picchu.  Esa mañana nos despertamos tarde, y eso sí lo recuerdo bien, salimos disparados del hotel a buscar un vehículo que nos dejara en la estación.  Creo que corrimos varias cuadras sin parar, sabíamos que no iban a retrasar la partida por esperarnos.  Al bajar del taxi, todavía el soroche batía sus mejores parches andinos dentro de mi cabeza, aún transpiraba unas gotas frías y espesas y tenía náuseas.  Así y todo entregamos los tickets a tiempo y al abrirse la puerta del tren, El Gordo como ariete y yo detrás, empujamos a nativos y extranjeros y nos abrimos paso entre mochilas, bolsas y paquetes; no paramos hasta hacernos del primer asiento que encontramos y con picardía me apuré a ocupar el  lado de la ventanilla.

     Unos minutos sentado allí fueron suficientes para darme cuenta de que habíamos elegido la mejor opción para llegar a Aguas Calientes: el ferrocarril más accesible no solo se adaptaba a mi presupuesto (unos cuatrocientos dólares para sobrevivir quince días en el Perú), sino que era a todas luces una pintura viviente. Los personajes, algunos disímiles hasta lo infinito, iban de aquí para allá sin parar, como si estuvieran dentro de un cuadro del que unos salían y otros entraban sin permiso.  En ese tren la vida, con sus colores, sonidos y olores a cuestas, fluía en libertad, y continuaba más allá de la ventanilla, en el río que bordeaba la montaña.  El tren parecía decidido a acompañar ese curso de agua, tal vez atraído por la espiritualidad  única del Valle Sagrado de los Incas. Entonces invoqué en voz alta el nombre del río: Urubamba, y su sonoridad retumbó en mi memoria. Ahora la correntada me traía aquellos tumultuosos versos de Neruda, que musicalizados por Víctor Heredia dieron color a mis años ochenta:

 

Sube conmigo, amor americano.
Besa conmigo las piedras secretas,
la plata torrencial del Urubamba
hace volar el polen a su copa amarilla.

 

     Recogí por un rato mis banderas y volteé la cabeza para observar qué andaba haciendo la vida dentro del vagón. Hoy, a la distancia, diría que mi mirada hacia cada uno de los personajes que poblaban ese tren, estaba matizada por la fuerza de la diversidad.  En cambio, por aquellos años ochenta, los ojos de la mayoría de los argentinos recién comenzaban a despertar de una larga pesadilla, y creo que todavía el término diversidad no había visto la luz.  Tal vez ese encuentro de gentes tan diferentes en orígenes como en propósitos, lo hubiéramos definido sólo por sus contrastes. Cualquiera que fuera la denominación elegida, la experiencia parece seguir conteniendo, intacto, el placer casi mágico de las cosas que nos asombran.

     Sentados delante de nosotros había una pareja de extranjeros, los dos en sus cincuenta y tantos, él llevaba un sombrero gris y ella una gorra verde con la bandera del país que visitaban; murmuraban algo parecido al alemán, con gestos adustos siempre, y apenas si levantaban un dedo para señalar  algo del paisaje.  Agradecían una y otra vez a la metralla de vendedores que no se daban por vencidos, pero no les compraban nada.  En mi caso, tenía debilidad en especial por las frutas frescas, a tal punto que solo por el aroma podía identificar una caja con mangos, guayabas, peras o nísperos sin voltear la mirada.  Ni qué hablar del helado de lúcuma que había probado y que hoy todavía parece haber dejado sus huellas.  Recuerdo una escena repetida en nuestro viaje por el Perú, diría hoy, un verdadero clásico.  El Gordo, al ver cómo las hilachas amarillas del mango se enredaban en mis dientes y yo no paraba de comer, se mordía el labio inferior y sacudía la cabeza, desaprobando una vez más mi pasión desaforada por las frutas tropicales.

     La parada en la primera estación resultó interminable.  Era evidente la intención de permitir que esa multitud de chiquillos, mujeres y hombres, tuviera la oportunidad de vender sus mercancías a los turistas. Los niños se movían con rapidez entre los mochileros que iban de pie y llevaban a su lado bolsas con carpas; los pequeños vendedores saltaban con agilidad  voluminosos paquetes y encomiendas; tomaban el dinero y daban el vuelto con la misma presteza que tenían para envolver las rosquillas o las tortas fritas, lo que mostraba que tenían un manejo aceitado del tiempo de que disponían para  concretar sus ventas.  Al observarlos con más detalle, diría que no tendrían más de trece años. Debajo de sus abrigos de lana, asomaban remeras o camisas raídas y apenas alguno que otro andaba descalzo; en los varones la tierra y el sol habían moldeado sus cabellos como si fueran curiosos cepillos; en las jovencitas, el uso del pelo con trenzas parecía la regla. Unos y otros compartían esa mirada tan luminosa como profunda que, aún por estos días, creo que sólo tienen los hijos de los pueblos de Los Andes.

     Cuando de ojos de niños andinos se trata, todavía no puedo evitar preguntarme cómo serían las miradas de aquellos Niños del Llullaillaco, que fueron sacados de las alturas de un sueño de quinientos años para continuar sus días en un Museo de Arqueología de Alta Montaña.

     Entre tantos vendedores, una mujer que había subido en la estación tuvo la suerte de que mi amigo le comprara unos choclos.  Era joven, llevaba un saco de abrigo rojo, un sombrero chato y dos gruesas trenzas.  Debajo de sus ojitos pícaros asomaba una sonrisa de dientes tan blancos como los del maíz que ofrecía, sin dudas el mejor de toda América.

     Al igual que en nuestra travesía Lima-Cuzco, no podían faltar las señoras que llevaban sus animales para la venta de un lugar a otro.  Aquel par de chivos, uno blanco con manchas marrones y otro gris que estaban cerca de una de las puertas, parece que no tenían un buen día; sufrirían de hambre o extrañarían a su madre, pero lo cierto es que con una regularidad asombrosa se turnaban para balar.  Uno, el más pequeño, emitía un sonido más agudo pero más corto, y el que parecía mayor un balido más prolongado.  En pocos minutos, recuerdo que aprendí a rezarle en voz alta a la eterna Pachamama para que se llevara esas benditas criaturas a su reino; de seguro ocupada en otros menesteres, ante la falta de respuesta de la señora pensé que Pachacamac tal vez abriría los cielos y les haría un lugarcito a los simpáticos rumiantes.  Terminé recurriendo a Wakon, que decían que tenía un apetito asesino, pero nada resultó.  Mi fastidio aumentaba y para colmo de males, El Gordo hacía rato que al escuchar mis ruegos había empezado a reírse a las carcajadas. Ya sabía cómo iba a seguir la cosa, porque no conocí jamás a una persona en este mundo capaz de reírse con semejante desparpajo sonoro, y por tanto tiempo.  Primero fue la parejita de argentinos que estaban detrás de nosotros, se sumaron luego unos gringos rubios de la otra fila de asientos y en cuestión de segundos, vi pintadas risas  en los labios de europeos, mestizos y nativos. Carcajadas de tonalidades para todos los gustos y golpes de alegría contra los asientos y respaldos, pronto retumbaron en todo el vagón.  No sé qué habrán pensado los chivos, pero los pobres se apretujaron contra la señora que los llevaba y optaron por llamarse a silencio.  Ella había bajado la cabeza y  trataba de esconder con la mano su propia risa, pero los ojos se le achinaban y hasta se había puesto algo colorada.  Cuando el tren se detuvo en la estación Ollantaytambo y vimos que los chivos descenderían allí, casi todos los personajes que habitábamos ese cuadro de la vida cuzqueña, nos pusimos a aplaudir.  El Gordo fue el primero que se puso de pie, llevaba su carcajada como estandarte, y muchos argentinos,  brasileros y de otras tierras lo imitamos.

     Con otro grupo numeroso de pasajeros, en su mayoría turistas jóvenes de entusiasmo y cortos de presupuesto, reanudamos la marcha. 

     Ya sin carcajadas y sin balidos, eché un vistazo al reloj.  Llevaba más de dos horas de viaje y si bien las había disfrutado observando a los personajes de ese vagón que componían esa suerte de pintura andina, no había prestado atención a otras cosas.  Entre ellas, al funcionamiento del sistema de cremallera del tren; había oído hablar de él y yo esperaba con entusiasmo vivir esa sensación de ir subiendo paso a paso, de sentir el sonido de las ruedas contra los rieles y el paisaje siempre cerca de uno.  La verdad, si habíamos trepado con ese sistema, yo no me había dado cuenta.

    Un rato después, los mangos batidos a punto letra por el ritmo de las carcajadas, empezaban a poner nerviosos a mis intestinos.  Era la ocasión de apelar al todopoderoso blister con el que solía desafiar a las comidas regionales, tal vez uno o dos comprimidos juntos me pondrían a salvo de la catástrofe.  Opté por la segunda opción y por un largo rato me quedé profundamente dormido.

    Me despertaron los codazos de El Gordo y su índice que señalaba la ventanilla.   Allá arriba, Machu Picchu aparecía por primera vez ante mí.  Un silencio profundo se había apoderado del tren.  

   Ya en la ciudadela, me asomé a las ventanas e hice un esfuerzo por imaginar cómo verían desde allí los incas al universo; caminé entre muros eternos y acaricié sus texturas. Mis pies, de tanto subir y bajar, ya parecían formar parte de los escalones de piedras. El momento más espiritual lo viví cuando, rodeado de nubes y en soledad,  abrí los brazos, respiré hondo y me dejé llevar por el silencio del Intihuatana, el altar sagrado.  Antes de irnos, en la fuente de agua más caudalosa me lavé la cara  y luego bebí de ella largos sorbos.

   Esa misma noche, a pesar del cansancio del viaje, no pude resistir la tentación de sentarme en una mesa del hotel y comenzar a escribir:  Cuzco, 8 de marzo de 1985.                                                                                                                 


En soledad, rodeado del silencio del Intihuatana.




          Puerto Esperanza

 

   A través de la ventana, veía cómo las primeras gotas comenzaban a apoderarse de las calles empinadas que lo vieron nacer.

   Mientras ajustaba el nudo de la corbata y repasaba las mangas ya brillosas del saco azul, la radio anunciaba otro jueves de 1999.  Entonces pensó en todo el tiempo que llevaba de ferroviario. Como siempre, el Perramus y el paraguas mantendrían el uniforme a salvo de aquellos aguaceros imprevistos. De andar lento, iba esquivando con dificultad los charcos en la vereda; el manojo de llaves se mecía en la cintura y el tintineo parecía acompañar al sonido de la lluvia sobre los techos. 

   La antigua estación de estilo inglés, nacida en el vientre de la Patagonia, había crecido entre un río tempestuoso que corría junto a los pastizales y el naciente.  Esa mañana volvía a erguirse ante los ojos del hombre: magnífica, única, orgullosa de su lucha por  sobrevivir al olvido. El olor a tierra mojada invitaba, una vez más, a descubrirla: el techo verde a dos aguas coronando su frente, las paredes de piedra, el cartel que desde el andén anunciaba Puerto Esperanza y la campana de bronce.

  Dentro de la oficina del Jefe de Estación, repasó la gorra y el Perramus antes de colgarlos en el perchero.  Un sonido molesto lo llevó hacia la pieza vecina; allí descubrió que una nueva gotera formaba un charco que crecía en medio de la sala de espera; apuró los pasos para buscar un balde de la oficina y colocarlo justo debajo de la caída de agua.  No pudo menos que fastidiarse al pensar que ese fin de semana lo esperaría el trabajo de subirse al techo.  Siguiendo la rutina de tantos años, tomó la planilla de horarios, el sello y  pasó a la boletería.  En un santiamén estuvieron los pasajes listos para ser despachados.  A la hora acostumbrada, abrió la pequeña ventana de la boletería y espió tras las rejas a la sala.  No había pasajeros aún y supuso que con ese clima muy pocos se animarían a viajar.

  Desafiando al tiempo, la figura de Mister Johnson y su señora volvían a entrar a la estación; él con su acostumbrado paso arrogante, su chambergo y anteojos redondos; ella, con su pretendida elegancia de señora bien.  Tomados del brazo, parecía que caminaban en cámara lenta hacia la boletería.   Entonces, la eterna fragancia a colonia inglesa impregnaba de nuevo cada rincón de la sala de espera.  Cuando el reloj del salón le indicó que solo faltaban cinco minutos, partió a ocupar su posición en el andén.  Solo él podía percibir los pasos de la locomotora, aún antes de que apareciera tras la última curva.  Silbato en mano, la  gorra ajustada con prolijidad, Luis Sánchez miraba el arcoíris que comenzaba a dibujarse sobre el río.  Cerró los ojos y pudo sentir que su corazón comenzaba a acompasarse  al de la locomotora.



 

   Tras varios días de lloviznas, el domingo al fin había amanecido soleado.  El viejo entendió que era el momento propicio para darse una vuelta por la estación y revisar el bendito tema de los techos. Después de los mates de rigor, se enfundó en el overol y dejó la casa.  Caminaba a paso relajado y silbaba un tango por lo bajo,  de vez en vez contestaba los buenos días de algunas vecinas.  Sobre el andén las lluvias habían dejado una multitud de hojas secas, que el viento continuaba acumulando a su voluntad.  Con escoba nueva, pala y rastrillo, hizo que el lugar volviera a lucir limpio y presentable.  Al levantar la vista hacia el techo, asomó un gesto de enfado; del depósito tomó la escalera, que luego apoyó sobre una de las paredes laterales; antes de comenzar a subir, uno a uno los nueve escalones, se persignó.   Estaba en el techo cuando una algarabía que venía del andén lo puso en alerta.  Los forajidos de siempre habían vuelto a las andadas y se proponían jugar allí un partido de fútbol.

– ¡Atorrantes, otra vez ustedes!– gritó el viejo con voz ronca y el puño en alto – ¿No les dije que es peligroso jugar a la pelota cerca de las vías?, ¡fuera de aquí, fuera!

  En las últimas semanas lo habían molestado varias veces tocando la campana mientras él estaba en la boletería; incluso había sorprendido a uno de ellos intentando, en puntas de pie, ingresar a la oficina del Jefe de Estación.  Con el enojo trepando aún más al rostro  exclamó:

– ¡Desgraciados, si parecen caranchos…!

   Los niños comenzaron a huir a toda prisa, pero uno de ellos se detuvo y volviéndose hacia el hombre le gritó a la distancia:

– Don Luis, ¿a qué hora pasa el tren hoy? – un coro de carcajadas rubricó la pregunta.

– ¡Ingratos! – respondió el viejo–  ¡Ustedes saben bien que pasa sólo los jueves, no se hagan los tontos…!

 

 



  Los jueves la impaciencia comenzaba a rondarlo desde temprano; esa mañana, dos horas antes del horario previsto, él ya se encaminaba hacia su trabajo.

  Parado sobre el andén, la gorra ajustada con prolijidad, Sánchez tocaba  la campana para anunciar la salida de la formación.  Desde las ventanillas volvían a aparecer aquellas manos que agitaban pañuelos, y sobre el andén alguna que otra señora enjugaba una lágrima. El murmullo inclemente de los pasajeros iba apagándose poco a poco, y el silencio se adueñaba del alma de la estación.  Después, el hombre hizo sonar el silbato; como si fuera un grito de la historia, el sonido, largo y lejano, se fue perdiendo en el viento.  La locomotora  respondía a la señal con un toque de sirena e iniciaba la marcha lentamente.  Una vez más, entrecerró los ojos y sintió que su corazón partía con ella.  Cuando al fin el tren se esfumó por el horizonte,  volteó la mirada hacia el andén y regresó a cerrar el lugar.

Con andar cansino, el viejo se alejaba.  A su paso, desde el río y hasta el naciente, los pastizales  continuaban  devorando  sin  piedad  las vías muertas.



Comentarios

  1. Excelente narracion! Me encanto el viaje a Cuzco, un vagon lleno de aventura y conocimienro, la descripcion te hace pertenecer al mismo, te felicito! Abrazo!

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  2. Gracias Mauro, me alegro que te haya gustado. Abrazo.

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  3. Hermosas ambas historias. Envidiable la memoria para recordar un viaje con tanto lujo de detalles... 35 años después. Felicitaciones!

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  4. Hermosas Crónicas las Tres Claudio.... Tuve la oportunidad de transitar caminos en dos de ellas; La trochita de Esquel a Jacobacci , en esos ochenta mochileando y en el de Cuzco a Aguas Caliente , en este caso con Gabi..... solo los pongo como reverencia de la emoción y añoranza que tus crónicas despliegan en mí.
    La ficción me produjo una tristeza inmensa de ese mundo que se nos fue,,,
    Brillante amigo !!!!!!

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  5. Gracias Beto, me alegro que estas cosas sirvan para revivir aquellas otras. Como decían en Buenos Aires los porteños que tenían acceso allá por 1840 al daguerrotipo y luego a la fotografía: una fotografía es un "espejo con memoria", nos permite recrear lo vivido. Abrazo.

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