Platos y comidas (parte I).

Esta temática se refiere a platos y comidas que he podido disfrutar en lugares o situaciones particulares que deseo compartir con ustedes.  Esta primera entrega incluye dos narraciones que recrean sabores y texturas culturales lejanas: Aires de Montmartre  e Isla del Sol .  La tercera crónica, En Colonia Suiza, un curanto, se asoma a una tradición  de la cocina de la Patagonia.



Aires de Montmartre

 

     Tal vez el filósofo alemán Ludwig Feuerbach cuando emitió la célebre frase “el hombre es lo que come", no pensó que muchos iban a interpretar algo más que la defensa del derecho a la buena alimentación de las clases oprimidas, cercenado entonces por el estigma político-religioso de la época.  Si el hombre fuera aquello que comiera, probar las comidas de gentes de otros lugares sería como intentar ponerse en la piel del otro; jugar a ser como él, a imaginar qué debe sentir un niño africano o uno holandés al probar ese bocado de todos sus días, pero hacerlo asumiendo el desafío de usar nuestros cinco sentidos más la ayuda de la intuición.

     En octubre del 2015 venía con Adriana, mi esposa, de recorrer las capitales imperiales europeas.  Aquel era nuestro último día en el viejo continente.  En lo personal todavía tenía la sensación de plenitud de haber logrado darle otro abrazo espiritual a mi madre: al fin había podido conocer la ciudad de su abuela Elisa, a la que solía recordar mientras me hacía escuchar esos interminables discos de La Piaf o Aznavour, al fin había conocido París.    

     Dejamos nuestro equipaje a buen recaudo en la Gare du Nord, la estación del norte, y tomamos la avenida hacia Montmartre. Como siempre, lo hicimos siguiendo nuestro viejo mapa de papel, el que ya llevaba juntadas muchas arrugas tras toda una semana de recorrido a pie por la Ciudad Luz.  A ambos nos sorprendió encontrarnos con una avenida repleta de negocios abiertos un domingo por la mañana; aún más el hecho de que en la mayoría de ellos ofrecieran vestidos y trajes para fiestas de casamiento, y en otros ropa informal a un precio realmente económico.  Recuerdo que en ese momento pensé que estaba frente a un submundo habitado de ofertas y necesidades que parecía deslizarse, en silencio, por debajo del inolvidable París de las marquesinas y revistas.  Después tomamos la Rue Caulaincourt y al fin trepamos las largas escaleras hacia la basílica de Sacré Coeur.  En mi caso, vencí el último escalón gracias en parte a mi fe por descubrir la fe de los otros, y en parte a la fuerza de mis buenos cuádriceps.  Adriana, varios metros todavía allá abajo, venía masticando una tras otra aquellas maldiciones que había aprendido de sus ancestros calabreses, luego corregidas en la pronunciación y amplificadas con otras nuevas que había conseguido arrancarles a sus profesores de la Dante.

   Entre un mundo de gente que iba y venía apenas dimos una vuelta dentro de Sacré Coeur para llevarme el recuerdo de esa gran bóveda azul, las arcadas y los vitraux.  Afuera nos esperaba un incesante movimiento de personas que tejían un collage de lenguas, colores y sonidos. Más tarde, para el placer de nuestros sentidos íbamos a sumar las comidas; aquel domingo se celebraba La fête des vendanges, nada menos que la fiesta de la vendimia de Montmartre, en esa ocasión dedicada a un vino rosado orgánico y afrutado.

   Cuando me enteré que por casualidad estábamos en medio de una fiesta popular,  comencé a entusiasmarme con la idea de probar esos platos y bebidas tradicionales; que aquellas comidas, con sus olores, texturas y sabores, serían las prendas que gustoso utilizaría para vivir esa experiencia de disfrazarse de otro,  esta vez la aventura de ser un habitante de Montmartre.

     Pocos pasos después, apoyé sobre una pequeña mesa el primer plato de ostras de mi vida y un vaso de vino tinto.  El plato sabía bastante diferente a todo lo que había probado antes, pero no por eso todo lo delicioso que esperaba de él; del vino recuerdo su sabor picante y su cuerpo denso. Adriana acomodó como pudo, entre codos que pasaban peligrosamente de un lado a otro, una dosis de cerveza que le pareció ínfima y un pote del que desbordaba un guiso humeante.  Minutos antes había logrado rescatarlo de una enorme olla que olía a hierbas de Normandía; casi no me dejó probarlo, por lo que no pude descubrir ni el más mínimo secreto de esos orgullosos cocineros que vestidos con sombreros y delantales típicos de su región, repartían sonrisas y porciones.

   Abandonamos la mesa llevándonos de recuerdo los vasos plásticos, pintados con motivos jóvenes.  De allí al puesto de los macarrones había unos metros; la ansiedad por conocer al fin ese típico bocado dulzón, una especie de alfajor, y la cantidad de gente que debíamos sortear para llegar a ellos, comenzaba a transformarlos en un objeto de deseo.  En ese sector de la feria el puesto de confituras parecía interminable;  al ver las decenas de cajas repletas de dulces con formas y colores tan diversos, me vino a la memoria la vieja consigna del Mayo Francés, entonces amplificada en otro sentido: de La imaginación al poder ahora pasaba a ser El poder de la imaginación. Al fin los coloridos macarrones se rindieron orgullosos ante mi vista. El que me tocó probar tenía una masa suave y un dulce de fruta sabroso, pero mi francés era tan elemental que no entendí bien de qué se trataba. De todos modos, para los que hemos recorrido la Argentina y probamos sus dulzuras, desde las nueces confitadas del norte a los alfajores con buen chocolate y dulces típicos del sur, les macaronis no conseguirían que esa noche soñara con ellos.

     Más tarde nos sentamos a descansar en las escalinatas de Sacré Coeur, desde donde pudimos apreciar la vista de la ciudad. 

   Un rato después dejamos el lugar y caminamos entre la gente, seguimos el circuito de la feria, en mi caso buscaba para mis sentidos y mi estómago eso que suelo necesitar para darle el broche final a la comida. En el trayecto nos cruzamos con una señora de unos setenta años vestida a la usanza típica de los artistas de Montmartre; los propios franceses y los turistas no dejamos de asombrarnos al verla tocar el acordeón, cantar y bailar como una mujer de treinta.  Unos pasos antes de la iglesia, me encontré de frente con ese puesto y entonces el flechazo fue inmediato: la tienda tenía un fondo negro con letras doradas y a un costado de ella había un tanque de cobre, una cocina, varias pavas y ollas relucientes de aquel metal. Todo ello logró convencerme de que no me moviera de allí sin probar ese chocolat à  l´ancienne.

   Todavía no había llegado mi turno para hacer el pedido y ya estaba hechizado por el aroma; entregado a mi destino, atado de pies y manos, había dejado el corazón en el camino y la razón mucho antes que éste por esa pócima humeante y misteriosa que me prometía la vida eterna.  Espeso y dulce, recuerdo que el chocolate sin permiso corrió alma adentro, quizás para hacerle recordar aquellos brebajes consumidos  en otras vidas. Cuando en la taza ya no quedó ni una gota de esa magia, el corazón y la razón volvieron a ocupar su lugar.

     A Adriana el hechizo le había durado bastante menos y ya hacía comentarios sobre otra opción de la casa: un vino caliente y especiado, pero a los dos nos pareció mucho ya.  Caminamos un poco más y entramos en la iglesia de Montmartre, donde por  casualidad volví a encontrarme con una placa que recordaba la frase que el Apóstol Mateo atribuyó a Jesús sobre Pedro, y que diera origen al nacimiento de la idea de la iglesia.  Con el tour gastronómico llegando a su fin (aunque uno nunca sabe bien en estos casos cuándo termina), emprendimos una caminata por el barrio más emblemático de París. 

   Escogí por su valor histórico el frente del café La bonne franquette para tomar otra de mis fotos tradicionales en las callecitas de los lugares que suelo visitar.  Luego repetimos las tomas en Le moulin de la Galette;  el infaltable mural con infinitos “te quiero” escritos en múltiples idiomas; la plaza de los artistas plagada de restaurantes sin artistas; el último lugar donde cantó la Piaf y el mítico Le moulin rouge.  Después asistí a una espectacular contienda de regateo entre mi esposa y la dueña de un negocio de ropa femenina que tenía buenos productos y mejores precios.  Obviamente, la nieta de calabreses salió del local llevando orgullosa su tapado oscuro con botones dorados made in Paris.

     Quedaba visitar un café para cerrar el circuito y entramos a uno sencillo llamado La Maison fondée.  Allí finalizamos el periplo, entre sillas , mesas de madera y cuadros con motivos del lugar.

    Todavía los aires de Montmartre resuenan en mi memoria.  Por momentos tienen el color de los macarrones y el sonido de un acordeón; en otros aparece el sabor de un vino rojo y picante como imagino deben haber sido los últimos vibratos de La Piaf.  Incluso a veces siento que me llega un aroma de chocolate caliente,  me hace abandonar la razón primero, el corazón después y me condena en un trago a la vida eterna. 




                                                                              En Montmartre, chocolat à  l'ancienne.




Isla del Sol


    Al fin la Isla del Sol se dejó ver en medio de esa serena inmensidad.

      Recuerdo que al tenerla frente a mis ojos por primera vez, tuve la impresión de que a pesar de ser tierra firme, sus raíces continuaban perteneciendo al lago Titicaca; que a través de ellas se nutría de los secretos de dos civilizaciones antiguas, y que con esos secretos era capaz de preparar una pócima de conocimiento con la cual podríamos enfrentarnos a todos los desafíos por venir.  A medida que nos acercábamos a la isla su figura se agigantaba, hasta que amarramos en el pequeño muelle y entonces tuve la sensación de haber caído en sus brazos.  Las laderas  eran muy escarpadas y en ellas los cultivos aterrazados de los aymaras y los hijos de los incas se entrelazaban en silencio, cada cual ocupaba el pedazo de tierra donde dejarían marcado el paso indeleble de su historia.  Sobrevivientes de la noche de los tiempos, algunas de aquellas parcelas todavía alimentaban a los habitantes de la isla.

      Al pie de las escaleras centrales, una estatua de Manqu Qhapaq sostenía en la mano derecha su símbolo de mando.  Lejos de  querer darme la bienvenida, el gesto más bien demandaba respeto y tal vez cierto grado de sumisión al poder del padre de los Incas.  Con mi mano derecha estirada llegué a tomar su izquierda, y aferrándome a ella quise dejarle el testimonio de mi reconocimiento.  Bien pronto una vieja idea que acunara desde adolescente volvió a soplar en mi memoria. Era como una suave brisa que me recordaba que las almas sensibles podían comunicarse más allá de los tiempos y de los cuerpos.  Sólo hacía falta que me dejara llevar por el temple de Manqu Qhapac y sus predecesores aymaras; con seguridad, estos todavía andaban por la isla al cuidado de sus pócimas llenas de sabiduría.

      Unos pocos pasos en subida (en esta isla todo es para arriba), y al cruzarse con los que viven en esa tierra uno pronto descubre que su cara se la deben al primer inca, pero más adelante confirmaría  que el alma de la Isla del Sol era aymara.  Varias comunidades de esa etnia estaban a cargo de sus puertos, casas de comidas, alojamientos y caminos. Precisamente un sendero la recorría en sentido longitudinal, con un puerto sur, de la comunidad Yumani y uno norte, del grupo Challapampa.

    Comprendí que antes de darme el gusto de probar las famosas truchas del Titicaca, si quería conocer de dónde venían esos salmónidos debía recorrer la isla de punta a punta; saborear los aires que a tres mil novecientos metros de altura sobre el nivel del mar, cruzaban su legendario camino de norte a sur.   Para ello a la mañana siguiente tomé la lancha rumbo al puerto norte.

    Allí nos esperaba un guía para invitarnos a recorrer el museo local.  Pequeño pero rico en testimonios sobre la  civilización aymara, el lugar cosechó el interés de pocos, ya que la mayoría de los turistas parecían más entusiasmados en averiguar dónde estaba su ciudad sumergida.  Lo que quedaba del paso de los Incas se encontraba bien conservado, era una construcción firme de piedra sobre piedra que descendía casi hasta las arenas blancas de la playa y las frías aguas de su lago.  Impactante por donde se lo mirase, a pocos pasos de allí se levantaba un sencillo altar rodeado por un círculo de piedras.  Devoto confeso de los altares cualesquiera fueran sus orígenes e ideologías, me quité los zapatos e ingresé al círculo; apoyé una mano sobre el altar y desde allí soñé una vez más que alcanzaba la inmortalidad.  El gesto duró lo que un suspiro en la historia de la humanidad, porque la llegada de dos turistas francesas acompañadas por un compatriota rosarino, me devolvieron al mundo de los frágiles humanos.

   Esperé con paciencia a que los jóvenes se hundieran entre las ruinas incas y desaparecieran de mis oidos; a pesar que no consideraba a las selfies como la mejor compañía, ante esa circunstancia no dudé en elegirlas;  en silencio me tomé una y otra fotografía abrazado a la Piedra Sagrada que enfrentaba al altar.  Por entonces ya mi estómago reclamaba por sus derechos, pero tratándose de derechos postergados uno más qué podía hacerle a este lado del mundo.  Antes de tomar el camino de vuelta, quise regresar al punto desde donde el guía nos señalara la ubicación exacta de la ciudad sagrada sumergida.  El hombre que llevaba un sombrero de ala ancha nos había confiado que en ese sitio la atmósfera era muy especial, que tal vez en ese momento no podía apreciársela bien por la cantidad de turistas que estaban de visita.  Ya era tiempo de comprobar sus dichos. En ese lugar  detuve los pasos.  El viento me daba en la cara, aún debía recuperar la respiración tras esa corta caminata, y el sol se filtraba a través de mi sombrero de palma.  Ahora no puedo precisar si lo sentí, lo imaginé, o tal vez lo viví, pero estaba seguro que estaba allí, apenas a unos metros de profundidad: el alma de los aymaras descansaba, inmóvil, rodeada por sus recuerdos y custodiada sólo por peces ilustres. A pesar del silencio no podía escuchar su respiración pero sí lo que transmitía: una paz tan liviana como el aire de la isla y tan azul como el lago que la cubría.  Al igual que otras almas de pueblos originarios, la de los aymaras estaba cumpliendo con el viejo oficio que las unía: el de saber esperar, esperar todo el tiempo que fuera necesario.   

     El regreso hacia el sur de la isla resultó bastante más duro de lo que me había sugerido el hombre del sombrero de ala ancha; el camino era sinuoso, con considerables pendientes y a pesar del buen estado físico, el hecho de caminar dos horas y media en esa altura, consiguió quitarme el apetito.  Después de atravesar el pueblo comencé el descenso hacia el puerto sur con sus restaurantes y casas de comidas familiares.  A lo lejos divisé a Adriana, que había optado por el regreso en lancha y me esperaba en uno de esos típicos comedores. Sin parar agitaba  los brazos para que pudiera reconocerla entre las terrazas con fuerte caída hacia el lago.

    Un señor flaco y ajado por el sol nos preparó una mesa con dos sillas plásticas en el patio de su propia casa.  Mientras esperaba que llegara el ansiado plato de comida, una botella de cerveza nacional bien fría me ayudó a compensar los efectos de la caminata.   Desde esa posición la vista panorámica incluía en sus primeros planos plantas florecidas y techos de tejas naranjas;  más abajo aparecía el puerto con sus lanchas adormecidas en el vaivén de la corriente y por fin allá la Isla de la Luna; ni tan lejos ni tan cerca de su esposo el Sol, se me ocurrió que ambas islas debían llevar ya miles de años navegando juntas esas frías aguas, con un sueño como mascarón de proa.

   El lago sí que era frío, lo había podido comprobar la tarde anterior cuando cumplí con esa idea compulsiva que llevo tatuada en la piel y que hace meterme en todos los cursos naturales de agua que suelo visitar.   Antes de que enfrentáramos la segunda botella de cerveza paceña llegó la comida, acompañada por la aclaración del dueño de casa que era parte de la pesca del día.

   Ahí estaba al fin, rodeada de una buena porción de arroz y apenas una aparición de tomates y  papas fritas. 

  Al verla, recordé las palabras de admiración de mis amigos porteños hacia las truchas del Titicaca.  Esta tenía un color rosa intenso y ni qué hablar de su musculoso cuerpo, que la asemejaba más al salmón rosado del Pacífico chileno que a las truchas que había probado en la Patagonia argentina.  Dejé que lentamente los bocados se disolvieran en mi boca, que las enzimas de la saliva y las papilas de la lengua fueran descubriendo poco a poco ese sabor suave pero a la vez profundo y sin estridencias.  Mientras degustaba el plato, se me ocurrió pensar que esa misma trucha, horas antes tal vez, había estado cuidando los secretos de la ciudad sumergida, y que había cumplido con el legado que le habían dejado sus antecesores, aquellos peces ilustres que llegaron a conocer en plenitud la sabiduría del alma de los aymaras.  Con seguridad yo no había andado en la isla, ni en extensión ni en profundidad, todo lo que era necesario caminar si quería descubrir el sabor de sus pócimas llenas de conocimiento, o al menos, el de disfrutar del hecho de sentirme relacionado con esa historia que respira bajo el agua y espera.


En un plato, una pincelada de la Ciudad Sumergida.






En Colonia Suiza, un curanto

 

     A pesar de que era el mes de febrero,  el cielo de Bariloche estaba muy gris y el aire tan frío, que no parecían las mejores ideas el intentar una trepada a los cerros o una salida lacustre.  Podría volver por el chocolate caliente o la pastelería fina, pero lo cierto era que ninguna idea original asomaba por mi cabeza.  Antes de que el clima me arrastrara hacia los interminables pasillos del aburrimiento, decidí pasar por la Dirección de Turismo en busca de un buen consejo.  Entonces me sugirieron que fuera hasta Colonia Suiza, una aldea que se encontraba cerca, y además que aprovechara porque ese domingo estaban de gran festejo:

- ¿A comer un curanto?, ¿un curanto?, ¿qué es esa cosa?

    El empleado no necesitó darme grandes explicaciones.  Allí estaba yo, parado frente a un escritorio, escuchando después de tantos años de viajar que la tierra tenía otros usos además de los que todos conocíamos. Al parecer  también podía usarse como un gran horno a presión, un lugar donde podían cocinarse sin problemas de convivencia desde mariscos hasta zapallos.

    En Turismo aumentaron la apuesta y se atrevieron a proclamar que aquella aldea era la capital argentina de esa especialidad. Otro ingrediente más aumentaba los efectos del encantamiento de la palabra curanto: el haberme enterado por casualidad que existía esa costumbre ancestral, lo que siempre le da un gusto diferente al verbo descubrir.

    Nos vamos ya a Colonia Suiza, le dije a la familia, subimos al auto y partimos rápido en esa dirección.  Un camino de ripio en buen estado, rodeado de grandes cipreses, lengas y coihues, nos dejó en pocos minutos en nuestro destino.  El sol se empeñaba en asomarse entre las nubes, y tomado de la mano del viento que había al fin calmado sus ánimos, juntos parecían empujar  la ola de frío hacia las aguas más frías aún del lago Perito Moreno. En la feria de la pequeña villa se reunían los turistas, los lugareños y los venidos de ciudades vecinas.  Un poco más allá, una fogata más larga que alta abrigaba con sus llamas a unas piedras a las que llamaban bochas, las que de tanto fuego blanqueaban ya.  Después vi que las colocaban en el fondo de un hoyo; arriba, unas hojas grandes y verdes de nalca venidas de Chile, sirvieron de colchón a un festín de carne que iba de la vaca al cordero patagónico; a los costados se reunían  zanahorias, manzanas y zapallos que, según me comentaron luego, estaban rellenos con choclo, queso, manteca y arvejas. Encima de todo, bolsas de arpillera, y sobre ellas, generosas paladas de tierra terminaban de sepultar lo que estaba ahí abajo. 

   Recuerdo que pensé que cocinar tantas cosas debajo de esa especie de cama caliente, iba a ser un proceso que llevaría mucho tiempo; pero me equivoqué, no fue así. Uno de los cocineros se encargó de aclararme que el tiempo de cocción era el mismo, así se trataran de cincuenta comensales o de dos mil de ellos.   En efecto, casi a la hora y media de haberse colocado la carne y las verduras, unas finas columnas de humo que emergían de la tierra cumplían con el rito de anunciar que el curanto estaba listo para ser servido. 

   El momento mágico había llegado y varios ayudantes, pala en mano, comenzaron a desarmar, despacio, los montículos de tierra.

    En ese momento tuve la impresión de que la Pachamama abría sus entrañas para mostrar cómo había logrado, una vez más, transformar los productos de su creación.  Un suave aroma, el de las hojas de nalca expuestas al calor, resultó lo primero que llegó a mis narices, por cierto las más cercanas al curanto de todas. Aquellos que ganaron los primeros flashes fueron los zapallos rellenos, pero los vítores y los aplausos más fuertes se los llevaron el cordero patagónico y la carne de vaca.  Los zapallos, verdísimos y frescos, mostraban con orgullo su corazón de queso cremoso y humeante, donde los dientes de un choclo amarillo  parecían continuar sonriendo a pesar del calor.  Unas manzanas rojas y pulposas vieron la luz después, casi de la mano de las zanahorias.  Del centro de la tierra llegó el turno de las carnes: las costillas de cordero se desmenuzaban con facilidad, los  pollos se desplomaban ante el menor intento de los ayudantes por sujetarlos, y los cortes vacunos parecían que iban a deshacerse con tantas miradas que llevaban encima.  Ahora el inconfundible olor al cordero patagónico en su punto justo dominaba la escena; entonces imaginé que aún a cierta distancia era capaz de hacerse desear hasta por el paladar más difícil; de movilizar sólo con su aroma los jugos gástricos de los malhumorados de siempre; al fin,  hasta sería capaz de agitarle la sangre a cualquier vegetariano que se resistiera a ser convertido a su fe rica en proteínas esenciales.

   Con la salida de las primeras fuentes hacia las mesas arrancó la milonga sureña.  Las mismas manos que antes aplaudían o con entusiasmo marcaban compases, habían pasado a empuñar,  ansiosas,  tenedores y cuchillos.  Después de tanto tiempo ya no recuerdo cuáles fueron las combinaciones que sobre nuestros platos hicieron aquellos maestros cocineros, si el cordero finalmente fue maridado con las manzanas o la carne de vaca con el zapallo.  Mientras disfrutaba de los aromas y sabores únicos del curanto, de vez en vez desviaba la mirada hacia el lugar donde seguían elevándose, como un volcán en actividad, las volutas de humo.

  Un tiempo después, estando en los Palafitos de Angelmo, en Puerto Montt, disfruté de ese plato chilota pero preparado en su versión a la olla.  Entonces extrañé el encanto de aquel primer curanto que un día, en Colonia Suiza, vi nacer del fondo de la tierra.





 Desde el vientre de la tierra, dicen que un día nació el curanto.












Comentarios

  1. Bonitas historias. Tan diferentes, como sabrosas. Un viaje por los sabores del mundo, por distintos paladares. Una excelente manera de conocer la cultura de un pais, pueblo o ciudad, siempre con la calidez de su gente, tan auspiciosa de compartir sus historias de vida, trayectorias y secretos de familia. Lindo modo de viajar sin moverte de tu hogar. Felicitaciones por tu memoria prodigiosa, una vez mas!

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  2. Gracias por tus palabras. Dicen que viajar es conocerse a sí mismo.

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