Platos y comidas (parte II).

 Estos dos textos cierran la temática de Platos y Comidas.  La crónica se titula Ojos de piedra y agua y recuerda uno de mis pasos por Cuba.  El cuento que corona el grupo es Para el centenario, nada mejor que un curanto.


Ojos de piedra y agua

Para Federico

 

     El largo lagarto verde con ojos de piedra y agua, como lo definió Guillén, desde hacía muchos años venía surcando mis sueños; era el mismo que a fuerza de coletazos había logrado ganarse un lugar en la historia americana.

   En el año 2012 viajé a Cuba por primera vez, entonces seguía cautivo de la idea de conocer cómo era ese lagarto por dentro. En aquella oportunidad la mitad de mi tiempo se esfumó de la mano de mi mujer entre cayos y playas all inclusive.   En la otra mitad, recorrimos lugares emblemáticos de La Habana y conseguimos rastrear los pasos de la historia por Santiago y Santa Clara.   Cinco años más tarde volvería a Cuba, esta vez con una propuesta distinta: regalarle el viaje a mi hijo Federico, recién egresado de Sociología.  Semanas antes de la partida él se dedicó a juntar hojas y hojas de información sobre lugares de interés, hasta que por fin pudo hilvanar un recorrido en el cual iríamos de La Habana a Santiago y desde este volveríamos en automóvil atravesando la isla de oriente a occidente.  No seríamos como El Che, pero entre un médico y un sociólogo tal vez podríamos reunir algo de la esencia que le dio vida a la quimera del mítico argentino.

     En nuestro primer día en La Habana  nos alojamos en una casa de familia construida en el siglo XIX, que pertenecía a una buena gente con quienes había hecho amistad durante mi anterior viaje. De allí nos llevamos desayunos con plátanos fritos, huevos, pan, dulces, café importado y jugos de mango, chirimoya y guayaba.  Federico, un ser pensante con una cabeza y un corazón espléndidos, casi dos metros de altura y un estómago insondable, no paraba de  comer ni de asombrarse por los colores y sabores que desfilaban sin pausa ante su vista.  Luego vendrían los ansiados pasos para conocer el célebre mojito de La Bodeguita del Medio, con su columna elegante de hierba buena en el centro del vaso.  Más tarde llegaría el daiquirí del Floridita.  Al salir de visitar esos lugares nos imaginamos que, si hubiéramos nacido unos cuantos años atrás, bien podríamos haber estado dando tumbos por esas veredas tomados del brazo de Hemingway.  Después de respirar bastante de aire fresco, emprendimos con mi hijo a la cabeza un interminable recorrido tras los pasos de la Revolución.

    Sobrevolamos la isla hasta Santiago, donde volvieron los desayunos en casa de familia, esta vez con el negrísimo café santiaguero y más variedad de frutas todavía. A la noche no faltaban la carne de puerco, el congrí, el pollo, los plátanos fritos y el ajiaco, una especie de puchero argentino. En la ciudad de Frank País el corazón del lagarto latía más fuerte aún; golpeaba duro desde el ex-cuartel Moncada y volvía a hacerlo en cada rincón que inmortalizaba a sus héroes  Al cementerio de Santa Efigenia viajamos en un camión descubierto, junto a otros cubanos. Llevábamos los sueños al viento y todavía recuerdo la cara de Federico iluminada por ellos.  En un bicitaxi nos acercaron al centro de la ciudad y allí nos sorprendió un aguacero.  Mientras la mayoría de las personas buscaban guarecerse de la lluvia y la caída de la temperatura, nosotros nos sentíamos aliviados.  En un pequeño negocio compramos seis churros  gigantes que desbordaban su relleno de natilla. Con semejante tesoro en un cartucho de papel emprendimos el regreso por Calle Enramada, ya casi desierta.  Caminamos a paso lento bajo una cortina de agua, nos tomamos unas fotos devorando los churros y seguimos caminando sin apuro.  En un local necesitamos varios pocillos  de café cubano, que para ese entonces no me pareció tan fuerte. 

     Rebelde ayer, hospitalaria hoy y heroica siempre, de Santiago nos llevamos su historia, un buen ron  y los sones de la trova tradicional.  En un auto de alquiler (hecho pinga, como dicen los cubanos) llegamos a Bayamo, la ciudad que durante la guerra por la independencia decidió quemar hasta su iglesia antes de entregársela a los españoles; de allí pasamos sin detenernos por Camagüey, la ciudad de los tinajones.  Después la colonial Trinidad nos recibió con sus calles empedradas, la iglesia y el Museo Nacional de Lucha Contra los Bandidos.  En Santa Clara hicimos una larga parada para visitar el mausoleo y monumento al Che.  Al fin pudimos descargar las tensiones históricas acumuladas en el Cayo Santa María, donde nos bautizamos varias veces con Cuba Libre, piña colada y buenos carajillos.

     A nuestro regreso a La Habana lo primero que hicimos fue correr a devolver el auto; no era para menos, ya que por el kilometraje acumulado uno podía estimar que el pobre debía haber cruzado la isla de punta a punta más de cien veces.  Recorríamos sin rumbo las calles de la ciudad capital cuando en un barrio que se llama Cayo Hueso tropezamos con el callejón de Hamel. Me sorprendió con un muro de piedra y metal de bienvenida, esos eternos murales pintados, la prosa de Martí, las esculturas y los chiquillos corriendo de aquí para allá entre los turistas que allí estábamos.  Al acercarnos al sitio que nos habían sugerido para comer, caímos sin querer en un patio dominado por la presencia de la religión yoruba con sus orishas.  En el mismo espacio, el animismo religioso del Palo Monte, con sus objetos de culto tan extraños a nuestra visión occidental, confieso que me generó algún que otro escalofrío; de ese momento oscuro pude salir airoso tomándome de las palabras de mi profesor de literatura, el que solía referirse a su vez a su compatriota cubano Don Fernando Ortiz para explicar el profundo sentido que tenía el sincretismo religioso en la isla.

     De mi anterior viaje me había llevado una formidable colección de discos compactos sobre la historia del bolero cubano y los pioneros del estilo feeling o filin.  Esta vez traía en mis manos la información de que el movimiento filin había nacido en ese mismísimo callejón. Como una expresión de los sectores más populares de La Habana, en los inicios los cantantes se acompañaban sólo de su guitarra.  El estilo abandonaba los límites del bolero y tenía dos miradas: una hacia fuera, hacia el jazz, y otra hacia dentro, más fuerte aún, que privilegiaba la expresión del sentimiento del cantante y se internaba para ello en los imprevisibles laberintos del fraseo y la disonancia. Además de contener parte de la espiritualidad afrocubana y aún más del movimiento filin, el callejón de Hamel también tenía para ofrecernos sus dotes de sabores y texturas.  En busca de nuestro almuerzo entramos a un sencillo restaurante llamado El Barracón de Hamel.  De la carta fuimos preguntando qué significaban algunos platos y finalmente elegimos ropa vieja, yuca con mojo  y moros y cristianos.  El efecto deshilachado que toma la carne vacuna después de tanto hervirla nos recordó de inmediato a la ropa gastada de mucho uso, y el nombre del plato nos arrancó una sonrisa; la yuca, más previsible, consistía en la infaltable mandioca hervida, aliñada con grasa de cerdo, ajo y jugo de naranja agria.  La alegoría a la lucha religiosa que se devoró varios siglos de historia española, pasaba por unos cristianos de arroz blanco y unos moros de frijoles negros; para felicidad de unos y desgracia de otros,  en este caso los cristianos eran cocinados en el caldo de los moros, y lo cierto es que el plato sabía de maravillas.

     De nuestros anfitriones en la casa del barrio El Vedado, nos despedimos en la madrugada de un día jueves.  Además de una nueva amistad, películas y música, nos llevamos con nosotros horas y horas de charlas donde terminamos por descubrir qué había en la profundidad de la mirada de ese lagarto con ojos de piedra y agua.  En otro auto destartalado partimos hacia el aeropuerto.  Recuerdo que abordamos el avión con las primeras luces del día.  Cuando terminé de ajustar el cinturón de mi asiento, recién advertí que todavía apretaba en una mano una hoja de papel dividida en dos.  Era otro regalo de Cuba: de un lado un dibujo multicolor me recordaba la vista desde el balcón de la casa y del revés mostraba el frente.  Del lado de adentro nos dejaban unas líneas:

Amigos Claudio y Federico: que este sea el comienzo de una bella y duradera amistad y que nos liberen las alas para poder seguir soñando por un mundo mejor.  Un abrazo.  Alberto y Aida.


 
Ropa vieja, yuca,  moros y cristianos en El barracón de Hamel.






Para el centenario, nada mejor que un curanto

 

 

     El ruido de la chata de la Intendencia era inconfundible y venía hacia él. Cuando la vio detenerse a pocos metros de donde estaba, un frío raro, mezcla de asombro y miedo, le recorrió el espinazo.  Ya era tarde para apagar el farol o intentar escabullirse entre los álamos, el hombre que se bajó de la camioneta se acercaba a los trancos.

- Pero, Venancio, ¿qué hacés?, ¿me podés explicar qué carajo estás haciendo?, ¡esto tiene que ser un hoyo en la tierra para hacer un curanto y no uno para enterrar a un cristiano!- el Segundo Secretario de la Comisión de Festejos por el Centenario del pueblo Los Pehuenes, abrió los brazos. En una súplica con las dos manos apuntando al cielo intentó contener su enojo; se alejó unos pasos, giró sobre los talones y regresó.  Movió la cabeza a uno y otro lado antes de volver a la carga:

- ¿Quién te dijo que tenías que hacer un pozo como éste? No es la primera vez que preparás la tierra para un curanto, pero ¿desde cuándo estás trabajando en semejante hoyo?, ¡sólo a vos se te ocurriría estar cavando a esta hora! Te digo que si no fuera porque vi este farol prendido cuando pasaba por acá, hubiera seguido de largo...

     Venancio bajó la cabeza en un intento por ocultar el temor que empezaba a asomar en su rostro. Todos en el pueblo sabían que si al zonzo Venancio le daban una botella de  ginebra y lo dejaban, era capaz de cavar hasta la China.  Ese amanecer, la inesperada visita del Segundo Secretario había logrado inquietarlo, pero ya no había vuelta atrás.

- El hoyo, no tiene que ser tan profundo en el centro, ¿para qué?, abrilo más en los costados y volvé a rellenar el centro, por favor acordate que para la tarde esto tiene que estar terminado- se acercó aún más a él, bajó el tono de voz y modulando cada palabra para que sonara lo más clara posible, insistió:

- No tan profundo en el centro, mi amigo, no hace falta, está bien que los chicos de la escuela después, cuando se enfríe la tierra, van a plantar justo ahí una araucaria, y la araucaria crece bien en un terreno abonado por desperdicios... pero esta es chiquita, así de chiquita, ¿sabés?, para que nuestros nietos y tataranietos la cuiden y la vean crecer y crecer por muchos años- lo palmeó con afecto en el hombro y le dijo que más tarde pasaría para ver cómo había quedado el trabajo.

     Venancio lo vio subir a la vieja chata y alejarse a los tumbos entre pozos y huellones.  La palabra desperdicios ahora conseguía arrancarle una sonrisa. Primero miró hacia los costados para asegurarse que estaba solo.  Sin perder la calma, caminó hacia la pila de hojas de nalca y bolsas de arpillera que se usarían para cubrir los ingredientes del curanto.  De un solo movimiento descubrió lo que había ocultado debajo de ellas.  Luego, con esfuerzo, lo arrastró hasta el borde del hueco.  Entonces el zonzo Venancio hizo aquello que hacía tanto tiempo había esperado: con una patada lo empujó al centro del hoyo. Por un largo rato se quedó mirándolo y le hubiera gustado permanecer allí mucho más, si hasta le pareció graciosa la posición en la que había quedado. Ahora el sonido de la pala tapando el hueco, era la única voz destinada a romper el silencio. Cada palada parecía dibujarle en el rostro aquella olvidada sonrisa.

     Antes de que el sol se parapetara en el centro del cielo, él, pala y farol en mano, comenzó a alejarse del lugar.  Atrás dejaba la tierra preparada para el curanto tal cual se lo había pedido el Segundo Secretario.  Camino a su rancho silbaba por lo bajo y ya imaginaba las manos de los niños plantando la araucaria sobre el desperdicio.  Por dentro sabía que esa noche, después de mucho tiempo, dormiría en paz.

     Para casi todos, él era el zonzo del pueblo.  Un trabajador como pocos cuando se lo proponía y un bebedor como muchos aunque nadie se lo propusiera, tanto que decían que fue el alcohol lo que le quemó los sesos. La gente que lo conocía desde siempre comentaba que en una época tuvo una linda mujer y un ranchito bastante bien puesto en las afueras.  Todo iba bien hasta que un día a El Bicho Fernández, el más temido gavilán de la zona, pero influyente como pocos, se le dio por meter las garras también en el gallinero de Venancio.  Sólo que esta vez fue por más y a la mujer ajena se la llevó del pueblo. Después de muchos años El Bicho estaba de regreso, y para temor de muchos, sin compañía.  Sus noches transcurrían, alegre de alcohol, entre el bar y el burdel de La turca, gritaba a los cuatro vientos y rebosante de ironía, que había sido invitado al festejo del aniversario del lugar donde tan bien la había pasado.  Entre los pueblerinos, cada palabra que pronunciaba seguía provocando el rechazo de siempre.  Detrás de la voz gruesa, por momentos cascada de El Bicho Fernández continuaba vagando la sombra triste de Venancio, el zonzo que había dejado prisionera su sonrisa entre una botella de ginebra y su etiqueta. 

     El día tan esperado amaneció con la fresca de siempre. En Los Pehuenes, el sol en febrero se levantaba más temprano, pero solía andar medio remolón hasta la media mañana.  El viento del oeste soplaba frío y con su aliento corría las nubes que, como ovejas obedientes, venían bajando una tras otra de la montaña.  A las ocho las campanas de la Iglesia de la Resurrección llamaron a misa.  Para entonces,  ya en sus puertas se habían arremolinado hasta los últimos dormilones del pueblo.  A la nueve y media una muchedumbre dejaba la iglesia y comenzaba a acomodarse lo más cerca posible del escenario que se había montado en la plaza central. Luego la Banda de Granaderos venida desde la capital, abrió el festejo con los acordes del himno, que fue coreado con emoción por todos. Bajo un cordel de banderines multicolores, el Intendente se ocupó de pronunciar uno de sus más emotivos discursos. El Gobernador no se quedó atrás y respondió prometiendo más ayuda para el pueblo en los años venideros.  Por su parte, el señor cura hacía que los escuchaba, pero se veía a las claras que estaba más preocupado por alisar, una y otra vez, su verde estola, y en controlar con la vista a ese grupo de borrachos que andaba por ahí.  Después, el maestro de ceremonias llamó al escenario a los dos mejores alumnos de la escuela.  Con paso ligero los niños desfilaron frente a la multitud, cargaban la famosa araucaria que en unos días sería colocada en el lugar donde hoy se cocería el curanto.   Más tarde se anunció que las cien personas escogidas marcharían junto a las autoridades hacia el terreno donde culminarían los festejos.  Para llegar a ese descampado protegido por una cortina de álamos del viento de la montaña, iban a tener que andar  tres leguas.

     Por la llegada del Gobernador esperaban los cocineros, todos ellos ataviados con la ropa típica de su región. Al arribar autoridades e invitados, los músicos los recibieron con una típica milonga sureña.  Desde el gran hoyo cubierto de tierra, las volutas de humo anunciaban que todo estaba listo para ser servido. Tal vez por eso el Presidente de la Comisión de Festejos apenas tuvo tiempo para agradecer a los paisanos el aporte realizado.  Empezó por reconocer primero a dos prestigiosos cocineros chilotas que habían traído las cholgas y las almejas desde el otro lado de la cordillera, y terminó con el inigualable zapallo de Pedro Saldívar. Apenas las autoridades se sentaron en la cabecera de la larga mesa hecha de tablones y caballetes, los comensales tomaron sus lugares.  El zapatero del pueblo, que no había sido invitado, se coló entre ellos y ocupó la silla vacía de El Bicho Fernández.  Dijo que a lo mejor no había venido porque seguro que se había quedado durmiendo la mona en lo de La turca. Algunos al escucharlo rieron y hubo otro que exclamó que no había que preocuparse por los invitados, que lo que no podía faltar allí ese día era un curanto bien preparado.

  Cerca de ellos, en el fondo del hoyo, calientes al rojo vivo, incandescentes a más no poder después de su largo bautismo en el fuego, las piedras bochas ya debían haber cocido todo lo que se había puesto ahí abajo.

     Acomodados contra la cortina de álamos, los curiosos de siempre lo observaban todo.  Entre ellos estaba Venancio. Al finalizar la comida, los músicos arrancaron bien arriba y todos los comensales salieron a bailar. Cuando ya no quedaban invitados a la vista,  el zonzo Venancio tomó la pala, se hizo la señal de la cruz y terminó el trabajo que le había encomendado el Segundo Secretario:  cubrió el hoyo que había abierto.  



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