Tumbas de mujeres (parte I).
La crónica siguiente, Juana: Mamay, guerrillera y su ficción Llámame sólo Juana, están dedicadas a Juana Azurduy de Padilla.
Vestida de mar
A Zulema, mi madre
Aquel
día amaneció gris, como si la primavera hubiera decidido camuflarse de otoño
justo en el mes aniversario de la muerte de mi madre.
Al
cementerio de la Chacarita ingresé sin más peso en mis espaldas que el de un ritual,
apretaba en mi mano derecha un ramo de flores. Por la calle diagonal llegué a
la tumba y sobre ella fui dejando mis rosas, aunque no todas, porque se me
había ocurrido que ese 25 de octubre mi madre hubiera aceptado gustosa
compartirlas con alguien.
A
menos de cien metros de allí, se levantaba triunfal la bóveda de Alfonsina
Storni. Hacia ella me dirigí resuelto, al dar los primeros pasos algo ocurrió. De pronto, llegaron nítidos a mi memoria
aquellos atardeceres de verano, un sol rojo volvía a alcanzar el horizonte. Junto
a mi madre caminábamos descalzos por la playa y el viento acariciaba mi rostro.
Entonces sólo una voz llegaba a mis oídos: la de ella, que recitaba con entusiasmo
los versos de su poetisa preferida:
Quisiera
esta tarde divina de octubre
pasear
por la orilla lejana del mar;
que
la arena de oro, y las aguas verdes,
y
los cielos puros me vean pasar…
Para mí,
un niño entonces, más allá de Dolor no existía otro poema de Alfonsina,
porque pensaba que con él había al fin alcanzado la paz:
y, figura erguida, entre cielo y
playa,
sentirme el olvido perenne del mar.
Frente a su bóveda, cuando me detuve
a pensar que durante años la poetisa y su admiradora estuvieron tan cerca, se
me escapó una sonrisa, son esas cosas que tiene el destino.
Una mirada alrededor de la autora de
“Voy a dormir”, es suficiente para ver que goza de buena compañía. En el Recinto de las Personalidades, un espacio
circular, descansa también Troilo con su bandoneón triste; el Polaco Goyeneche;
los hermanos De Caro y el gran Sandrini. Imagino que el mismísimo Ariel Ramírez,
que también forma parte de la ronda, alguna que otra noche deja escapar de su
piano su célebre Alfonsina y el mar, y que el maestro Pugliese, desde su
eterna butaca, le ofrece uno de sus claveles rojos. Por si faltara algo, a su lado tiene a su gran
amigo Quinquela, que dejó su pincel de lado para escribir su propio epitafio. En
él, parecería acudir en ayuda de su querida Alfonsina, recordándole que sólo
se tiene lo que se ha dado.
Desde aquel adiós en el Club
Argentino de Mujeres de Mar del Plata hasta su reposo definitivo en Chacarita,
pasaron veinticinco años. Cuentan
algunos que para construir su bóveda sus amigos artistas y poetas del Tortoni
vendieron un piano del viejo café. El
lugar donde descansa Alfonsina es de la autoría de Julio Vergottini.
Con pasos lentos, di varias vueltas
alrededor de la obra, sin más ayuda que la de mi mirada de observador profano. La
bóveda está hecha en piedra de tres colores.
En rosa, se destaca la imagen de una mujer de brazos sueltos y ojos
cerrados, que como un mascarón de proa hacia la muerte, se alza hasta
convertirse en el punto más alto de la pieza.
En verde, se enmarca la imagen. De nuevo la piedra en color rosa y ahora
en amarillo, completan un plano inclinado descendente donde se encuentra la
puerta de entrada. A primer golpe de
vista, la imagen que corona el monumento atrae y subyuga, pero si uno quiere
buscar a la mujer, se me ocurre que debe asomarse por la puerta y compartir por
unos instantes su descanso.
Recuerdo que aquel día de octubre respiré
hondo y dejé mis rosas en su puerta.
Luego, acerqué mis narices al vidrio.
Vi que sobre una mesada, a la izquierda, un cuadro recordaba uno de sus
poemas. A la derecha había en un
portarretrato una dedicatoria de su hijo.
En el centro, una foto de la autora amanecida de juventud. Debajo de su sonrisa, un manto de hilo
bordado, blanco amarillento ya, cubría su féretro. Creo que permanecí un rato
tras el vidrio, mirando las puntillas que caían con delicadeza.
Todavía me niego a pensar que ella
está allí, debajo de ese manto cubre-ataúd o como quiera que se llame. Aún hoy, cuando me asomo para ver cómo
duerme, no veo un vidrio ni puntillas entre nosotros: sólo agua verde y una
espuma amarillenta, y tras ella vuelvo a descubrir el cuerpo de Alfonsina, eternamente
vestida de mar.
Las Sin Tumba
No
dudo en posar mi ojo más hábil sobre el hueco que hace de mirilla, sólo me
queda espiar por él. Este pequeño
agujero es hoy todo lo que tengo para reconstruir el pasado, sólo dispongo de este
círculo de luz para intentar relacionarme con aquellos tiempos. A través del
ojo de la puerta puedo ver algunas tumbas de mármol, altivas algunas, derruidas
otras, rodeadas de un pasto no muy alto. Más allá, encuentro al fin la prueba
irrefutable de que se trata del lugar que busco: allí está, baja y descuidada, la
tapia de ladrillo que la comunidad judía levantó para separar a los indeseables
de quienes con su buena fe se habían ganado su lugar.
Estoy
sobre la calle El Salvador, en el partido de Avellaneda, junto al muro del
llamado Cementerio de los Impuros, construido por la organización judía Zwi
Migdal. Se dice que fue tan grande su
poder que se arrogó el derecho de erigirlo aún sin contar con la aprobación de
las autoridades de la colectividad.
Esta
sociedad se dedicó a la trata de blancas durante las primeras décadas del siglo
veinte.
Por
aquellos años las mujeres eran traídas de Europa, engañadas con el ofrecimiento
de un futuro promisorio, un buen trabajo y un hogar. El último día de 1929, una
de las pupilas se atrevió a denunciar a esa asociación ilícita por la prostitución
de miles de ellas. La acusación levantó una ola de clamor popular, desde
fuertes calificativos del periodismo y protestas de la sociedad, hasta ruidosos
discursos políticos, y como era de esperar, la vergüenza en la comunidad judía
de la época. En menos de un año estuvieron
libres de culpa y cargo los más de cuatrocientos miembros de la organización
procesados. Más increíble aún resulta
el hecho de que al morir la denunciante, su cuñada, que al parecer formaba
parte de la Zwi Migdal, decidiera enterrarla junto a sus secuestradores.
Hoy
quedan sólo murmullos de la denuncia de Ruchla Laja Liberman, recordada como
Raquel Liberman. Cien años después de la construcción de aquel cementerio de
lujo financiado por los proxenetas, la misma vergüenza le sigue ganando la pulseada a
la justicia: el libre acceso no está
permitido. Desde aquella voz alzada por
Raquel hasta ahora, el silencio y el tiempo lograron acallar el reclamo de los
justos. Sólo unas pocas almas nobles, esas que todavía luchan por la
verdad, han conseguido dejarle una placa en su honor.
Retiro
la vista de aquella mirilla y me quedo parado frente a la puerta, sigo cargando
en la espalda las mismas preguntas que traje. No sólo he venido por Raquel, a quien su coraje
la llevó a ser la mujer visible de esta lucha: he venido por las otras tres mil
mujeres que callaron y la historia enterró en algún lugar. Mientras observo el
muro de apenas tres metros que separa vivos de muertos, no puedo evitar
preguntarme: ¿dónde están las otras víctimas de esta organización criminal? ¿Estarán
algunas allí adentro, junto a quienes una vez les negaron su identidad
ocultándolas tras un seudónimo atractivo, junto a quienes vendieron sus cuerpos
y denigraron sus almas durante años? Como única respuesta escucho el
silencio, que como amo y señor de esta historia, ahora mismo estira sus fuertes
brazos y se encarga de estrujar con ellos lo poco que quedaba de verdad detrás
de esos muros. Giro la cabeza y busco con la vista la vereda y la calle. Me
pregunto si tal vez los cuerpos de algunas de esas mujeres no habrán quedado
sepultados debajo de esas baldosas o del pavimento. Cuentan que la
municipalidad en 1964 decidió ensanchar diez metros esta calle El Salvador,
y para ello tuvo que adentrarse con sus excavadoras en el territorio de los impuros,
de los Tmeiin, como los llamara José Luis Scarsi en su libro.
Ahora sobre la vereda comienzan a juntarse hojas amarillas, todavía tímidas de otoño, y hasta el sol parece dudar entre mostrarse o esconderse detrás de unas pocas nubes. Una brisa fría me recuerda que estamos en mayo. Cómplice del silencio, parece decirme que ya es hora de que me retire.
Antes de partir, volteo la mirada hacia la puerta cuyo diminuto agujero me ha llevado al pasado, pero algo me dice que todavía no debo irme, permanezco casi inmóvil. Entonces creo escuchar que se acercan voces de mujeres, suenan lejanas. De pronto siento que sobrevuelan el paredón. Parecen decididas a romper el silencio y su eterno anonimato. A su paso, dejan caer sobre mí esos nombres que les impusieron, los nombres del horror: ya no son más las Mimí, las Mesalina ni las Ivonne.
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