Tumbas de mujeres (parte II).

Esta entrada cierra Tumbas de Mujeres, lo hace con  la crónica siguiente, Juana: Mamay, guerrillera y su ficción Llámame sólo Juana, están dedicadas a Juana Azurduy de Padilla.


Juana: Mamay, guerrillera


   A pasos vivos, esa mañana dejé el hermoso Hotel Monasterio donde me hospedaba, recuerdo que ni los dos mil ochocientos metros de altura de la ciudad boliviana de Sucre, pudieron con mi entusiasmo.  Mientras caminaba hacia la plaza, imaginé que por allí también un día habían bajado Moreno, Castelli y Monteagudo, a quienes supuse entonces nerviosos, llevando sus documentos debajo de los brazos, prestos a defender sus tesis de doctorado.

   De la plaza había pocos metros al lugar que añoraba tanto conocer, la Casa de la Independencia.  Ingresé directo a la boletería, aboné el derecho de entrada como extranjero y una empleada me indicó por dónde debía iniciar la visita; agregó que una vez adentro del recinto principal, una guía atendería todas mis inquietudes.  De allí pasé a un gran patio y después de cruzarlo, ante mis ojos se abrían las enormes puertas de maderas del Aula Magna de la otrora Universidad San Francisco Xavier.  Antes de atravesarlas, no pude evitar caer en el encanto de deslizar mi mano sobre ellas; eran las mismas que les habían dado la bienvenida a aquellos próceres, las mismas que los habían visto convertidos en abogados.

   Caminábamos por el centro del aula cuando la guía comenzó a señalarme los lugares que en aquellos tiempos solía ocupar el público, los asientos reservados al gran jurado y los de las personalidades invitadas; en ambos extremos se elevan dos púlpitos dorados desde donde los futuros doctores defendían sus ponencias. Se sabe que entre esas paredes retumbaron palabras como indios, derechos y esclavitud, que como un rumor sordo también brotaron individuo y revolución.  Presidiendo el gran recinto, siete grandes cuadros recordaban a los primeros patriotas de este lado de América.  En el centro, protegida por un vidrio, se mostraba una copia fiel de la Declaración de la Independencia de Bolivia.

   Luego me indicaron tomar a la derecha, hacia un salón contiguo; allí se exhibía un viejo pabellón argentino que como curiosidad sólo tenía dos franjas, una blanca y otra celeste. Unos pasos más y estaba en el sitio al que tanto había deseado llegar, la Sala de los Guerrilleros.  El recinto me pareció modesto, tal vez porque pensaba que para Juana Azurduy cualquier espacio asignado en su honor terminaba siendo insignificante.  En el lugar había dos pinturas.  El cuadro de la izquierda, mostraba a Manuel Asencio firme sobre su caballo, alzando su fusil en actitud amenazante.  En el otro, Juana en el campo de batalla ya libre de enemigos, blandía triunfal en la mano derecha un sable; en la izquierda, un pendón rojo que con toda certeza había arrebatado al agresor.

   Debajo del cuadro de ella, sobre una mesa, unas banderas de Bolivia y Argentina cubrían una urna de madera tallada.  Al pie de la misma, se exhibía el sable que le había entregado Belgrano y unas charreteras doradas que le pertenecieron a la ahora Generala. 

   Entonces, desanduve los pocos pasos que me alejaban de los restos de Juana y Manuel. Conmovido por la emoción, me atreví a apoyar la mano sobre la mesa que sostenía la urna. Ella y él habían pasado mucho tiempo separados antes de reencontrarse dentro de ese cofre.  Manuel necesitó un siglo y medio para ser trasladado desde su sepultura inicial en Villar, al cementerio de Sucre y de allí a la Casa de la Independencia. Juana había tenido que esperar cien años para pasar de una fosa común en Chuquisaca a Sucre, y desde esa ciudad a su destino final junto a Manuel.

   Ella estaba allí, tan cerca de mis dedos y tal vez reducida a cenizas; si así fuera, me atreví a imaginar que serían como aquellas que quedan después de la erupción de un volcán, y que aún en ese estado, fertilizan la tierra.  Recordé de pronto que muchos de Los Leales, los indios que la seguían, creían que ella era la mismísima Pachamama.  Pensé que sólo sería cuestión de esperar, tal vez un día sus cenizas volverán a entrar en erupción en el corazón mismo del primer grito libertario de América.

   Levanté la vista hacia su pintura.  Mi admiración por esta mujer se debía parecer a aquella que había sentido Bolívar y que se la expresó al visitarla en su rancho miserable de Chuquisaca.  Luego la imaginé escapando al galope, los cascos tronando sobre la tierra, en una mano llevaba una bolsa con la cabeza de Manuel rescatada a sangre y fuego de la pica de los realistas; esas manos, con las que había tenido que enterrar a dos de sus hijos.

   Antes de partir, volví a observar la urna, el sable y las charreteras doradas. Una reflexión surgió de inmediato: si sus restos debieron esperar cien años en una fosa común, qué debería decirse del reconocimiento a su labor militar, que le llegó casi un siglo y medio después.  En el año 2009, recién se pudo recuperar el sable que le había dado Belgrano, y con él llegaron los honores de Generala de la República Argentina y el de Mariscal y Libertadora de Bolivia.   En silencio, no podía dejar de pensar en el triste significado que tiene la espera para muchos próceres de nuestra historia.

   Me había quedado solo en el Salón de los Guerrilleros. Ante esa mujer y ese hombre que forjaron una patria sin permiso, me pregunté otra vez qué sentido tenía para mí la palabra “esperar”.

   Con pasos lentos salí del recinto y comencé a cruzar otra vez el Aula Magna.  Mientras me alejaba, vino a mi memoria que esa universidad había sido encomendada a los padres jesuitas.  Qué ironía, ahí habían ido a parar los restos de Juana, a quien no pudieron soportarla más de ocho meses en el Convento de Santa Teresa.




En el Salón de los Guerrilleros, con los que sin pedir permiso forjaron una patria.




Llámame sólo Juana

                                                                                  A Juana y Manuel

 

   El tronar de miles de cascos que se alejan del sitio del combate, estremece la tierra y levanta a su paso una nube de polvo.  La lucha ha terminado y en los cuerpos de los godos quedan los ríos de sangre que sables y lanzas de patriotas supieron conseguir.  Lo que fue grito ahora es silencio, un silencio que acompaña a esa mujer que cabalga delante de indios y criollos. Es alta, fuerte, tanto que su sola presencia haría arrodillar a más de un hombre. En su uniforme de combate aún lleva manchas de sangre frescas del enemigo.  En la mano sujeta con fuerza una bolsa. De una pica acaba de rescatar lo que quedaba de su esposo.

   Oye, juglar, tú exageras, como todos los juglares. Mira que yo no era tan alta como crees, era la hija de una chola.  Además, ¿quién te ha dicho que éramos tantos en el sitio de La Laguna y que llevaba puesto mi uniforme militar? Ese día no era una teniente coronel, era sólo una mujer que quería recuperar aquello que más quería en el mundo. Tú sabes qué llevaba en la bolsa, ¿verdad?…

    La historia de Juana y Manuel había empezado al final del siglo en Toroca, donde el destino, con esos ojos que todo lo ven y esa mano que todo lo puede, decidió reunirlos en fincas vecinas.  A poco de conocerse, ya la chispa del amor les brillaba en los ojos: Manuel quedó encandilado por la belleza de esa mujer de modales suaves, que montaba a caballo y dirigía las tareas de la finca como ninguna otra había visto jamás. Juana, encontró en él al fin la figura del hombre cálido y protector que necesitaba, su hermano mayor había muerto a corta edad y su padre había partido cuando ella era aún una niña. No necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que habían nacido el uno para el otro.  El amor, ese ángel que entra y sale de nuestras vidas sin pedir permiso, los había reunido para siempre.

 ¿Modales suaves, yo?, ¿tú crees que yo era como esas damas endomingadas de Chuquisaca?

   No, tampoco lo de Manuel y yo fue un cuento de hadas como dices.  Doña Eugenia era muy buena, pero una vieja casamentera que solía hablar mucho de sus hijos, en especial de Manuel, que era tan bueno, tan trabajador y esas cosas.  ¿Sabes que cuando lo conocí me pareció un poco tosco?, eso sí, un hombre justo y honesto como ninguno.  Fue eso lo que me hizo verlo como algo más que un buen vecino, ambos amábamos las mismas cosas.  ¡Pero era tan terco, tan terco!, yo lo llamaba mi “intrépido Padilla” cuando quería convencerlo de que pusiera freno a sus impulsos. ¿Sabes lo que me costó convencerlo de que me permitiera unirme a su lucha?  Después de la muerte de los niños se volvió despiadado: para entonces, ni unos céntimos de piedad para los tabla-casacas le quedaron en los bolsillos. 

    Esas mismas manos que empuñaron la espada, sangraron una y otra vez cuando con ellas tuvo que enterrar a sus hijos. Fueron cuatro los suplicios que debió soportar en soledad, y hasta su joven lugarteniente murió en sus brazos llamándola Mamay. A pesar de esto, la Amazona de América nunca desoyó el llamado de los clarines de la lucha por la independencia americana.  Y qué decir cuando debió defender sola a su hija recién nacida de una partida de traidores. Desde entonces, la guerrillera y la Santa Madre viven juntas en el alma de Juana.

 ¿Santa, yo una santa? Si en el convento apenas pudieron aguantarme siete meses, ¿cómo podría ser yo una santa? Juglar, poeta o quien seas: estás exagerando de nuevo, yo nací para la acción, no para la contemplación…el Convento de Santa Teresa… no, no fui engendrada para envejecer dentro de esos claustros, escucha: lo único que me agradaba del convento era leer esos libros que hablaban de guerreros, porque yo soñaba ser como ellos.  ¡Gracias a Dios que me echaron de allí, gracias a eso pude conocer a mi Manuel!

   Oye, eso de “amazona” sí me ha gustado, lo de santa, no.  ¿Dónde has visto una santa que se sienta a horcajadas? ¡Pobre Madre Priora!, tantas veces me dijo que una señorita no se sentaba así sobre un taburete.

   El sol cae sin piedad sobre la llanura. En el pueblo, la brisa de marzo acompaña el canto de los pájaros que vuelven a poblar sus nidos en los árboles.  Al frente de sus Leales, ella se aleja de la Republiqueta de La Laguna.  Ahora la bolsa que lleva en sus manos está vacía: por fin los restos de su Manuel descansan en la tierra que tanto amó.

    Poeta, todavía no has dicho qué llevaba ese día en la bolsa. ¿Por qué no lo has dicho? Llevaba la cabeza de mi Manuel, que logramos rescatar después de estar meses bajo el sol expuesta en una pica pública.  Llevaba los años más duros y más hermosos de mi vida, levantados a punta de muchas despedidas, ausencias y algunas alegrías, fue con eso que construimos nuestro amor, ese que ahora comprendo no nació en Toroca ni murió en El Villar.

   Y hombre, no me llames Santa, no, tampoco Amazona, soy sólo Juana.




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