Calles (parte II).
Tristán Narvaja, resistencia popular
Un día descubrí que del otro lado del charco los argentinos teníamos la posibilidad de viajar en el tiempo; que de un vistazo y sin permiso, podíamos reencontrarnos con rincones y vecinos parecidos a aquellos que disfrutamos en nuestra infancia de este lado del Plata, esos mismos que después supimos sepultar con el pretexto de la modernidad y su ariete preferido: el olvido.
La
primera impresión que acaso tuve de Montevideo, fue que se trataba de una
hermana melliza de aquella Buenos Aires de inicios de los setenta. Bien pronto
me di cuenta que esta joven oriental era distinta, porque solía caminar
descalza por sus playas de arenas mansas, tocaba el tambor hasta al atardecer y
amaba tanto al Centenario como tomar mate con yerba sin palo. En sólo dos días no pude conocer mucho más de
ella, diría que ni siquiera llegué a tratarla de vos.
Con unos cuantos años más y bastantes lecturas que me hablaban de Artigas y Lavalleja, de Blancos y Colorados, de Leandro Gómez y la Guerra de la Triple Alianza, un fin de semana largo de un primero de mayo desembarqué en Montevideo. Esta vez me llevaba el deseo de conocer las callecitas donde nacieron y crecieron las leyendas que hablaban de la Feria de Tristán Narvaja.
Del ferry al restaurant más antiguo del puerto había sólo la distancia de un suspiro, pero lo consumí despacio, contagiado desde el vamos con el paso cansino de la mayoría de los montevideanos. Adentro me esperaba, humeante de ansiedad, una cazuela de mariscos con una Pilsen bien fría. Después me tomé unos minutos para dejar la valija en el hotel; enseguida, salí a caminar la Ciudad Vieja. No sé en qué momento las calles del casco histórico me tomaron prisionero, ni cómo llegaron a jugar al rehén con mi voluntad; lo cierto es que yo iba de aquí para allá sin rumbo fijo, como quien sólo sigue la voz de su intuición hasta que ella le señala un lugar y uno acude, entre obediente y feliz, a sacarse una foto en el sitio asignado. Esta vez me juré continuar, que no me detendría en los mismos lugares por los que había pasado en mi anterior visita. A duras penas conseguí respetar parte de lo prometido, porque al llegar a la avenida 18 de Julio allí me esperaban el recuerdo del aroma de un chivito canadiense en La Pasiva y el sonido del agua en la fuente de los candados.
Superado ya ese desfiladero espinoso que, como los secretos mismos, suelen ser las promesas, estaba en
condiciones de hacer un alto frente al edificio donde había funcionado el
diario El Popular. Allí mi corazón
pareció detenerse y cerré los ojos para imaginar la escena. La placa recordaba a los ciento veinte
trabajadores que habían sido arrancados de sus puestos a golpes y bastonazos
durante el golpe militar de 1973; luego, con las manos arriba y apoyadas sobre
el frente del edificio, soportaron con valentía un simulacro de fusilamiento
que se extendió por varias horas.
Después, la cárcel y la tortura marcaron a muchos de ellos. Peor aún: como una cruel paradoja de una
época, de un grupo de trabajadores que dedicaron su vida a informar a la gente,
nunca más se tuvieron noticias.
En el camino
hacia la feria ahora me topaba con la Plaza de los Mártires de Chicago. El epicentro de muchas manifestaciones
populares estaba abanderado con sus mejores galas obreras para el 1° de mayo,
y algunos empleados daban los últimos
toques para el acto del día siguiente.
Sólo unos días después pude advertir de que aquellos encuentros casuales,
con el recuerdo de los trabajadores de El Popular y los preparativos para aquel
acto, habían sido un portal que debía sí
o sí atravesar, el prólogo que necesitaría leer primero para comprender de qué
se trataba ese fenómeno social que aparecía los domingos alrededor de la calle
Tristán Narvaja. A poco de arribar y
comenzar a recorrer las primeras calles de la feria, comprendí que una palabra
bastaba para definir tamaño movimiento: resistencia.
Pensada por sus
pioneros para vender allí frutas y verduras, con los años la feria se
transformó en un sitio de reunión entre una gente que ofrecía cosas con otra
que las buscaban, a veces, con afán.
Hasta hoy lo sigue siendo; igual que ayer, puedo imaginarme que en ese
encuentro ocurre un hecho común de estos lares: miles de almas viejas y no tan
viejas toman vida y ahora, gracias a ese milagro popular, las podemos ver,
oler, tocar y escuchar. En la Feria de
Tristán Narvaja se las ve andar de lo más campante, haciéndose notar en un olor
a libro amarillo, en otro a incienso o en un candelabro que insiste en arder
sin pausa. Seguro que no dudarían en
dejarme su lugar para permitirme, tal vez, ver cómo sería estar metido dentro
de esa ropa colorida que entonces usaban, qué sentiría cuando esa textura
rozara mi piel o cómo se vería el mundo bajo los aires de aquel sombrero de
época. A veces, las almas rescatadas del
olvido se hacen escuchar a viva voz, como cuando un tango resuena desde un
viejo tocadisco o un parche vibra recordando la voz del candombe; otras veces,
uno debe prestar atención para descubrirlas, porque pueden estar allí,
agazapadas detrás del silencio, a la espera que la cuerda de un reloj les
devuelva el tic tac que les ha permitido desafiar el paso del tiempo.
Ya tenía las
piernas cansadas de tanto andar, por lo que decidí tomarme un descanso. En un pequeño bar que daba a una esquina, un
mozo, chaqueta blanca abotonada hasta arriba, cabello bien corto y sonrisa
cómplice, me recibió con amabilidad.
Después de esperar con estoicismo, al fin pude encontrarme con mi
tostado; resultó ser más grande de lo previsto, era crujiente y cremoso, tenía
un aroma chispeante y un sabor profundo que invitaba a dejarlo un rato más
paseando en la boca. Casi al final de la
Pilsen vi a una mujer de cierta edad entrar en el bar; llevaba un cigarrillo en
una mano y con la otra arrastraba un
changuito, en busca de una mesa desocupada. Me puse de pie y no dudé en ofrecerle
un lugar en la mía, propuesta que aceptó gustosa. Lo primero que descubrí de ella era que por
allí todo el mundo la conocía, y que amaba al cigarrillo casi
tanto como al whisky. Un poco después
supe que las empanadas que vendía eran
buenas y baratas; tardé apenas algo más en enterarme que era viuda y que
apoyaba a los Colorados y odiaba al Frente Amplio; por último, cuando el mozo
de la sonrisa cómplice le dijo que sus dos copas de whisky ya estaban pagadas,
sentí un agradecimiento genuino en sus
palabras de despedida.
Apenas salí del
bar el sonido inconfundible de los tambores me hizo volver sobre mis talones. A
paso lento, cuatro tamborileros sacaban una vez más a pasear el decir
afrouruguayo por las calles de la feria. Esta vez, con varias Pilsen de
ventaja, me animé a ensayar algunos pasos de candombe y a tomarme una foto
abrazado con ellos. Cuando pasaron la
gorra, dejé que mi gratitud hiciera lo que ella quisiera con los pesos
uruguayos que aún sobrevivían en mis bolsillos.
Entonado por la música, la cerveza y la charla con aquella mujer, en ese orden, puse proa a la última parte del recorrido. Mientras caminaba frente a objetos de distinto tipo, noté que poco a poco retomaba la calma, esa tranquilidad interna que suele permitirnos reflotar el sentido de la observación y con él, que emerjan dos viejos tesoros escondidos en las profundidades: la imaginación y la memoria. Entonces volvieron a desfilar ante mis ojos otros habitantes de la feria. De los varios miles de artículos que se dice que andan por allí, todavía recuerdo bien los espejos, las bocinas de mano, una máquina de escribir que ya no escribía, varios escritorios, una bandera que se resistía a ser arriada, juegos de mesa y revistas, muchas camisetas de fútbol y un número casi infinito de mates. Tal vez pasé un largo rato entre esos objetos o tal vez fue apenas un suspiro en toda esa tarde, pero al tocarlos y olerlos pude descubrir que los años huelen diferente según qué o quién los lleve puestos, que las voces de una fonola pueden engolarse o apagarse con el correr del tiempo o que los años al fin pueden desteñir los colores de una utopía. Sin embargo, por aquí nada está perdido. En la Feria de Tristán Narvaja, la resistencia popular no sólo rescata almas del olvido, también libera aquello que la hechicería del Dios Mercado un día decidió confinar en las sombras. Aquello es lo que fuimos: cuando leímos, escribimos, jugamos, hablamos de frente, recitamos, prometimos y hasta lo que no supimos comprender.
A alguien podrá parecerle que algunos de
estos objetos son corrientes o inútiles, piezas de colección de dudoso gusto o
curiosidades rayanas con el ridículo.
Sin embargo, en esta parte de la
calle Tristán Narvaja los objetos no son
cosas: son lo que nosotros fuimos con ellas. Por aquí, a los miles de náufragos
que todos los domingos intentan llegar a tierra firme para plantar sus castigados sueños, los espera una
mano amiga con un buen mate amargo.
Un náufrago en La Isla de La Paternal
Es natural que los
pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si
va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos.
Pasaban delante del
hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo
lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con
pedazos de sogas colgándoles del pescuezo...
Para la época en que el
cuento Ómnibus llegó por primera vez a mis manos, ya conocía a la perfección cada una de las
locaciones recorridas por la pluma de Cortázar.
No sólo no me eran ajenos los terrenos de la algodonera Estrella, el
enorme baldío donde sobrevivía el Albergue Warnes o el paredón de la Chacarita:
en las entrañas del hospital Alvear había pasado mis últimos tres años de la
carrera de Medicina. Después,veinte más como médico a domicilio me sirvieron
para descubrir La Isla de La Paternal, ese espacio mágico que queda
encerrado entre las vías de los ferrocarriles Urquiza y San Martín, a uno y
otro lado; hacia el sur, el paredón del cementerio que da a la calle Garmendia y la Facultad de Agronomía hacia el
norte. En aquellos primeros pasos
nocturnos por La Isla, sentí que había
en ella algo especial. Con el tiempo
aprendí a reconocer los silencios que habitaban sus inviernos, las pisadas del
recuerdo sobre los adoquines de Warnes y el escondite donde se ocultaban sus
sueños siempre fugitivos.
Con la nostalgia de un
viejo náufrago, una mañana de domingo,
bajo la llovizna, salí a recorrer las calles de La Isla.
Siguiendo la trayectoria del 168 de Julio, doblé por Chorroarin y luego giré hacia Warnes. En la esquina de Raulies, busqué con el deseo de los tiempos idos aquel negocio que los estudiantes habíamos bautizado "El bar de las moscas".
Inevitables golosas,/ que ni labráis como
abejas,/ ni brilláis cual mariposas;/ pequeñitas, revoltosas,/ vosotras, amigas
viejas,/ me evocáis todas las cosas. A Machado el lugar le hubiera sentado
de parabienes. Las moscas
no eran lo único que hacían del recinto una delicia, había mucho más: su
detestable baño al que se llegaba atravesando un patio descubierto; la señora
del mostrador que por su patología a simple vista nos servía para entreverarnos
en encarnizadas apuestas diagnósticas y pronósticas; la cara del mozo cuando
nos veía llegar y otras tantas cosas que ya no recuerdo, hacían de "El bar
de las moscas" el santuario de los atorrantes de guardapolvos blancos.
Sobre la misma
vereda y a unos metros de allí, ya estaba frente a la entrada de lo que fuera
el Hospital Alvear. Entonces, desde el
interior parecían llegar a mis oídos nuestros gritos en aquellos partidos de futbol de los sábados; la voz del
docente que, vestido de riguroso traje negro, desde el otro lado de la línea de
cal pedía una y otra vez que volviéramos a la clase de Radiología; mi propia
voz, en esas guardias de interminables noches, tratando de despertar a algún
médico responsable que nos liberara un rato de esa procesión de pacientes
durante la madrugada. Envueltos en risas, acudían también a mi memoria los
asados con los docentes, invitados infaltables antes de los exámenes finales y
las charlas con el Jefe de Cátedra que se atrevía a desbordar calor humano
en los años de la dictadura. Si los
recuerdos fueran una bebida servida en copa de cristal que se va degustando
poco a poco, hoy diría que el sorbo final me dejó un gusto amargo: a alguien se le ocurrió cerrar el hospital y
no pude cumplir mi sueño de recibirme de médico en el lugar que me hizo crecer.
Unos metros más allá, la bodega seguía empeñada en embriagar a Warnes con su aroma a alcohol. El sonido del tren llegando a la estación La Paternal, logró atraerme hacia ella. Sin el bullicio habitual de la semana, sólo bajaron unas pocas personas:unas llevaban pequeños paquetes, otras alguna botella bajo el brazo y las más serias un ramito de flores. Siguiendo los pasos de éstas, caminé junto al paredón del cementerio, algún que otro grafitti desafiaba lo luctuoso del lugar. Al tomar por Paz Soldán noté que mi corazón de náufrago comenzaba a dirigir los pies, que estos perdían el rumbo y entonces, me dejé llevar. Apenas unos instantes después me dí cuenta de algo que a pesar de tantos años de recorrer esas calles, había pasado inadvertido ante mis ojos. Paz Soldán nacía debajo mismo del paredón del cementerio. Se me ocurrió pensar que tal vez marcado por ese origen, su vida terminaba sólo cinco cuadras más allá. Entusiasmado por el descubrimiento, quise buscar otras calles dotadas de esa naturaleza tan efímera. De inmediato surgió ante mi memoria la imagen de Raulies, que nacido como un huérfano debajo de un puente apenas llegaba a Warnes. Tal vez gastaba sus últimas energías en alcanzar "El bar de las moscas" para empinarse allí el trago del final. Recordé que Balboa también tenía una corta vida y decidí ir a su encuentro. En efecto, al llegar y recorrerla comprobé que no escapaba a la volatilidad de esa condición, pero a diferencia del pobre Raulies parecía haber elegido para ver la luz un techo más seguro: como para no ser menos humana que otras calles de por aquí, Balboa nacía en el seno mismo de una casa.
Pronto observé que no todas las
calles estaban destinadas a nacer y morir en la zona, que había algunas que habían tenido la oportunidad de elegir
entre una y otra cosa, y lo habían hecho. Elcano era una de ellas, ya que con todos sus oropeles de avenida
nacida en Colegiales, cruzaba Chacarita
para cumplir con su deseo de pasar las
últimas cuatro cuadras de su vida en La Isla de La Paternal. No faltaba tampoco el caso de una avenida que
escapaba a la necesidad de tomar semejantes decisiones: Donato Alvarez venía de
una cuna de Flores y parecía que todo su oficio se limitaba a pasar de largo
por la tierra de los corazones náufragos. Parecía nada más, porque en verdad
aquí nada ni nadie es igual después de conocer La Isla. Poco antes de atravesar la frontera del
ferrocarril Urquiza, Donato se cruzó con un tal Elcano que estaba en los
postreros metros de su vida. Tal vez
habrá sido por ese encuentro o porque en esa esquina se topó también con los
versos de un poeta a su amigo que había partido para siempre o quizás se debió
a que hizo suya una bandera de La Isla pintada en un frente y huyó con
ella. Algo debe haberle ocurrido allí a
Donato Alvarez, porque del otro lado de la vía comenzó a hacerse llamar
Combatientes de Malvinas.
No sé por qué,
pero ahora el corazón latía más fuerte y mis pies me llevaban de vuelta a Paz
Soldán. En la intersección con Bielsa,
un mural del que se decía pertenecía al artista lugareño, recordaba al gran
Julio con fragmentos de sus obras, fechas y títulos. Al pasar frente al lugar
elegido para el homenaje, descendientes del viejo 168 parecían proclamar con
sus voces roncas que ellos llevaban en sus entrañas el mismo linaje isleño de
sus antepasados.
Dejé la esquina
de Cortázar y con andar liviano tomé por Avalos. Allí me encontré con la Parroquia de Santa
Inés. Al escuchar sus campanadas
llamando a misa, imaginé que tal vez ella fuera el último esfuerzo divino por
llevarles la esperanza a los habitantes de La Isla. Por las dudas, por si ese recurso fallaba,
sobre Elcano había una escuela, los vecinos podrían acudir al bote salvavidas
del conocimiento si la cosa se ponía más difícil aún. Un poco
más adelante, en Osorio el mismo
artista que proclamara su admiración por el autor de Ómnibus, esta vez lo hacía con un mural dedicado a
El Che. El rostro había sido restaurado
y mostraba en la piel banderas de los cuatro continentes,algunas de sus frases
y consignas se enarbolaban a su lado.
Desde La Habana a Santiago y de Trinidad a Santa Clara, ráfagas de mis dos visitas a Cuba
cruzaron por mi memoria.
Por Osorio
volví a Warnes, la calle del principio y del final. La lluvia había cesado. Unos pocos pasos más
y el canto de los pájaros desvió mi atención hacia la derecha. Las melodías venían del Hogar de Niñas Garrigós. Con su imponente edificio central, sus
palmeras y árboles añejos, ese oasis verde seguía manteniendo vivas las
esperanzas de las pequeñas viajeras, aquellas que continuaban encontrando allí
un pedazo de tierra firme donde echar sus raíces. Apenas tuve que cruzar Punta Arenas para
tropezar con los dos centros comerciales que ocupan el vacío dejado por el
Albergue Warnes, aquel proyecto que nació como un sueño en la época peronista y
un día una implosión terminó con sus treinta y seis años de agonía. La obra del que iba a ser el hospital de
Pediatría más grande de la región, había caído en un estado de total
abandono. En él, los desamparados de
siempre habían vivido otro capítulo de su vieja historia de carencias. Hoy,
otras historias se cuentan sobre el Albergue Warnes, unas más oscuras todavía
que hablan de torturas y muerte.
Desandando el
camino del 168 de Cortázar, tomé por Chorroarín hacia la izquierda. A mis espaldas quedaban la Estrella, el
hospital Alvear y una gente que llevaba en sus manos ramitos de flores. Mientras me alejaba me pregunté qué hubiera
sido de Clara y de mí si un día nos hubiésemos conocido arriba de ese
colectivo. Lo que es seguro es que la
hubiera convencido de bajarse de él, y la hubiera llevado a descubrir los
escondites donde todavía se ocultan los sueños siempre fugitivos de La Isla de
La Paternal.
La última palabra
Sobre
la calle Paz Soldán, a metros del paredón del cementerio, un largo pasillo
habitado por begonias y malvones conducía al último departamento, el de la puerta gris. En la casa de toda la vida, él estrenaba sus
primeros días como jubilado de una empresa estatal. Parecía que el tiempo casi no había
transcurrido desde aquella primavera de los setenta, cuando Sui Generis despuntaba tibias melodías y
él ya en la oficina se esmeraba trasladando y ordenando los expedientes,
acomodando plumas, sellos y manteniéndose callado por convicción. De allí que sus compañeros, unos pelilargos adictos al descanso,
intentaran mortificarlo una y otra vez comparándolo con el personaje de la
canción que llevaba su nombre.
Fue
recién después de la muerte de su madre, cuando ya no tuvo más que llevarla del
brazo por la calle, que Natalio comenzó a salir a caminar por los límites de La
Isla. Como quien espera ver pasar un
sueño, al atardecer acostumbraba acercarse hasta la estación de La Paternal. Se quedaba de pie en el andén, con las manos
dentro de los bolsillos del pantalón y los ojos titilando detrás de los lentes,
mientra aguardaba el momento en que la formación casi vacía emprendiera la
partida. Cuando el tren reiniciaba la
marcha a ritmo cansino, un ligero temblor le recorría el cuerpo, y mientras se
alejaba, una sensación de vacío lo invadía, un vacío tan frágil como diez
segundos. Luego, el tren sorteaba la
curva llevándole la mirada más allá del paredón del cementerio y como
pasajeras, a las palabras que poblaban sus silencios. Entonces, la sensación de
vacío desaparecía, daba la vuelta y retomaba el camino a su casa. A veces
veces recorría el andén de la otra
estación del barrio, justo a la hora en
que la formación del Urquiza pasaba por el lugar para iniciar el último tramo
hacia la cabecera del recorrido. El tren
con paso dubitativo dejaba el andén, y él iniciaba la cuenta regresiva para
anticipar el lugar en que debía detenerse.
Sentía como si el tiempo se volviera
infinito y él fuera un pasajero más suspendido en la espera de una
señal, una señal que transportara a
hombre y tren al destino final.
En
el departamento de la puerta gris, la
radio a transistores seguía acompañándolo por las noches hasta que el sueño se
apoderaba de él, y de día, siempre estaba clavada en el programa de tango. Si hasta al espejo redondo del baño le
hubiese gustado que Natalio se hubiera atrevido a canturrear un tango frente a
él. Las cortinas polvorientas no se
movían de su sitio; en la heladera sobrevivían la sopa de carnaza, los fideos
dedalitos y la milanesa de nalga; los diarios leídos hasta los avisos fúnebres
se acumulaban sobre la mesa del patio.
Con
la llegada de la jubilación aprendió a cuidar del árbol que crecía en su vereda,
verdadero mandato dejado por las comadres de la cuadra, aquellas con las
cuales él apenas si había intercambiado los buenos días en todos esos
años.
Camino
al almacén, llevaba la camisa celeste abotonada hasta el cuello y el pantalón
ajustado con el cinturón por encima del ombligo; mientras caminaba balanceaba la bolsa del pan
vacía y algunas hojas secas crujían debajo de sus zapatillas como anunciando el
otoño.
–¡Buen día, Natalio!, ¿lo de siempre?-lo recibió un joven almacenero.
–Buen día, Pedro, sí, lo de siempre…-balbuceó sin quitar la vista de un enorme
paquete de papas fritas, pero una voz de ultratumba pareció advertirle algo
sobre esas porquerías que siempre
terminan matando a la gente que las consume.
Salió
del local y llevaba en la bolsa lo de todos los lunes. Aún arrastraba la tentación de las papas
fritas aguándole la boca cuando, a pocos pasos de allí, una pintada sobre la
pared de enfrente atrajo su atención. En
ella alguien escribía, con una caligrafía prolija y un verde fosforescente, una
palabra que le pareció mágica: “Nati”…Nati
me decía mamá cuando era chico…ella sola me llamaba así, era como un secreto
entre los dos, qué casualidad, ¡Nati!, pensó, y sus labios esbozaron una
sonrisa.
El
mensaje continuaba: te amo desde el
primer día en que te vi y rubricaba la declaración con una fecha reciente: 15 de abril.
Para
él, los grafittis hasta entonces solo eran manchas de colores de mal
gusto. Sin embargo, este casi lo hizo
sonreír.
El
invierno lo pasó como tantos otros: la gripe volvió a visitarlo en agosto, y él
se deshizo de ella con sus vahos de eucaliptus, los caramelos de miel y la
aspirina. Las estufas ardían durante el
día y apenas si cruzaba el patio para ir al baño o para cocinarse una sopa. Ese año al menos ya no tenía que sufrir por la
pérdida del presentismo o molestarse por
tener que ordenar los expedientes acumulados en su ausencia.
La
primavera al fin estalló en las calles y un lunes de octubre salió a hacer las
compras temprano. Algo lo detuvo a pocos
pasos de su casa, en la vieja pared del vecino, ya casi a punto de derrumbarse,
se destacaba un mensaje en letras verdes: Mirá
que cerca está el amor, no lo dejes escapar esta vez, Nati y aclaraba la
fecha en la cuál había sido escrito: 6 de
octubre, se dio cuenta que era el día anterior.
Sus
ojos se detuvieron en los trazos finos, casi elegantes del grafitti: sin duda
era la misma persona que dejara la declaración en la esquina del almacén. Esta vez estaba a pocos metros de su casa,
casi golpeaba la puerta y volvía a llamarlo por su nombre íntimo. Al pasar debajo de un jacarandá enfurecido de
azul levantó la vista para ver cómo las flores
rozaban su cabeza. Entonces, pensó en Margarita: eran tan jóvenes, apenas
unos veinteañeros. Antes de que pudiera sonreír una flor se desprendió del
árbol y le cayó delante de los ojos. El
llevó la mano a la cabeza para rascarse la nuca y luego retomó la
marcha.
En
las jornadas siguientes, el espíritu de la primavera debió haberlo acompañado
en cada una de sus caminatas, porque estas eran ahora más frecuentes, ya no
visitaba las estaciones del tren y hasta solía leer al pasar los grafittis que
ilustraban las esquinas de La Isla. Para
él, el atractivo de cada paseo consistía en salir y llegar, si hasta algunas veces cruzaba de vereda por
la mitad de la calle para volver a encontrarse de frente con una frase: no lo dejes escapar esta vez, Nati, leía al partir y al arribar, en
silencio, siempre a punto de sonreír.
Un
domingo de regreso del cementerio decidió cambiar la ruta y tomó por otra calle. Al pasar frente al Club Social detuvo la
marcha ante un cartel que anunciaba una reunión para el domingo siguiente. En
una pared vecina, otras palabras que apenas ocupaban unos pocos centímetros
pugnaban por escalarla con su caligrafía verde fosforescente: Nati, te amo y aclaraba al lado, 14 de febrero. Natalio permaneció contemplando el texto
largos minutos: era la misma letra y no cabía duda que este era el primer
mensaje. Claro, él no frecuentaba por
las tardes el Club Social, por esa razón no lo había visto antes.
De
vuelta a la casa el andar parecía más ágil y una tenue agitación pulsaba en sus
sienes. Junto a la pared del vecino los
pasos se hicieron más lentos y, mirando hacia un costado, dejó que sus dedos
recorrieran el grafitti como si acariciara, una a una, la textura de esas
palabras.
Detrás de la última puerta del largo corredor, lo esperaba el diario del domingo. Entró a la casa con él debajo del brazo, abrió todas las ventanas y buscó su lugar en el sillón del comedor. Por la página seis levantó la vista, se quitó los lentes de leer y repasó cada uno de los objetos que formaban parte de aquel lugar. Al día siguiente, por la mañana, descolgaría esas cortinas polvorientas que necesitaban de un buen lavado, y de paso por la casa de El Chinito, le pediría que se llevara el televisor para arreglarlo.
Con
el cabello recortado, el bigotito más preciso que nunca y la cara recién
afeitada, Natalio volvía a usar el traje negro y la vieja corbata de búlgaros;
los zapatos de charol, ya no tan relucientes como antes, volvían a ver la luz
después de muchos años. Cuando traspuso la puerta tuvo la sensación de que el
tiempo se ponía en marcha otra vez y que
en aquel lugar alguien esperaba por él.
El
Club Social estaba de fiesta ese domingo y en el pasillo de entrada un
cartel y globos saludaban la llegada de los vecinos.
–¡Hola, buen día, caballero!-lo recibió de inmediato una señora regordeta de
labios aframbuesados- soy Nélida
Gutiérrez, vocal del Club, encantada de conocerlo, ¡es una alegría que nos
visite!, ¿es vecino del barrio?
–El gusto es mío, señora, Natalio Pérez, para servirle-extendiéndole la mano,
respondió mirándola a los ojos-sí, sí,
soy vecino del barrio…
Después,
le indicó que prefería aquella mesa vacía que estaba cerca de la puerta. Desde ese lugar pudo observar la llegada de
familias con niños pequeños, grupos de centros de jubilados y algunos jóvenes
que le parecieron bullangeros. A la
distancia escudriñaba los movimientos de mujeres solas, buscaba interpretar
señales y gestos; cuando ellas se acercaban, no podía evitar mirarlas. Algunas murmuraban cosas al pasar junto a él,
otras sonreían cómplices y hasta dos de ellas le dejaron las buenas tardes.
Media hora después el salón estaba completo y ya el asado y el vino se abrían
paso entre la gente. El asintió al
pedido de una pareja de compartir la mesa. Vio cómo entre plato y plato se besaban y mientras esperaban el café,
ella se sentaba sobre las rodillas del muchacho y meneaba las caderas al compás
de la cumbia. Natalio repasaba el cuello de la camisa o jugueteaba
con el anillo de sello entre sus dedos transpirados; iba a pedir la cuenta,
pero en ese momento la cumbia dejó de sonar y el tango en la voz del Polaco
Goyeneche le devolvió el alma al cuerpo.
La pista fue invadida por hombres y mujeres ávidos del dos por cuatro, a
punto tal que unas pocas personas quedaron sentadas. En la primera pieza los ojos de ellas
continuaban esquivos, y en la segunda, las pocas mujeres que habían quedado sentadas estaban bailando entre
ellas.
Mientras
volvía a su casa, seguía llevando en la mano el ticket por la gaseosa y la
empanada, arrastraba en las suelas de sus zapatos de charol flores azules de
jacarandás.
Esa
noche, la radio quedó prendida hasta el amanecer; cuando despertó, el espejo
redondo del baño le mostró las huellas que habían dejado en su rostro tantos tangos por bailar. Cerca del mediodía emprendió el camino hacia
el almacén; llevaba la bolsa del pan apenas sujetada de su mano, la camisa
celeste arrugada y casi sin mirar esquivó unas bolsas de materiales que estaban
sobre la acera. Esta vez, sus dedos no
acariciaron al pasar las letras verdes que parecían darle vida a la pared del
vecino. Al salir del almacén cruzó la calle y permaneció observando unos
instantes aquel primer grafitti; la
respuesta que le había sido esquiva toda la noche pareció iluminarle el rostro
y entonces se dio cuenta que ella no podía asistir a un Club Social; era
evidente que una caligrafía tan fina y un trazo tan elegante nunca podrían pertenecer
al mundo de la cumbia y los choripanes.
No, por favor, no: solo un alma sensible y singular sería capaz de dejar retazos de su corazón en las
paredes de La Isla.
El
martes temprano una sucesión de golpes lo arrancaron del sueño; trató de
evitarlos dando vueltas en la cama, pero cada uno de ellos le estremecía el
cuerpo de forma extraña; no lo pensó más, se puso lo primero que encontró y
salió a la calle. Un par de albañiles, a
punta de maza y pico, estaban terminando de derrumbar la vieja pared del
vecino. El horror lo asaltó por los
ojos y estos se abrieron tanto como pudieron, por unos segundos sintió que se
le helaba la sangre. Después, el espanto
pareció que cobraba vida en su voz:
–Pero, ¿qué han hecho, qué han hecho?, ¡animales!-y se tomó la cabeza con ambas manos.
–¡Señor, cálmese…solo vamos a hacer una pared nueva…!-replicó uno de los
albañiles dando un paso atrás.
–¿Qué han hecho, qué han hecho…?, ¿se dan cuenta de lo que están haciendo?-repitió mientras comenzaba a arrodillarse sobre la vereda, con los ojos
húmedos. Sus manos buscaban con
desesperación entre los escombros restos de una caligrafía verde. ¿Qué han hecho?, la voz se iba apagando
a medida que él se inclinaba hacia adelante para apartar aquellos cascotes que
se interponían en su búsqueda. Uno de
ellos le pareció que conservaba un trazo; lo tomó con ambas manos como quien
lleva una ofrenda, e puso de pie e ignorando las sonrisas de los albañiles,
emprendió el regreso al hogar. Frente a las begonias y malvones del corredor
tuvo la sensación de que esta vez él cargaba su propio vacío.
Al
mediodía siguiente tenía los ojos rojos, pero continuaba intentando reconstruir
la declaración de amor a partir de ese trazo verde. Esa misma tarde decidiría
que iba a salir por las noches a recorrer las calles en la búsqueda de un nuevo
mensaje, uno que le permitiera, al fin,
sonreír.
Durante
semanas enteras recorrió las paredes de La Isla: desde las esquinas donde se
homenajeaban a Cortázar, al Che o a los artistas del barrio, hasta los largos
paredones de la Avenida Warnes y el cementerio.
Las lluvias de diciembre lo sorprendieron dos veces pero él logró
sortear el temporal con sus vahos de eucaliptus, los caramelos de miel y la
aspirina. Al final de sus travesías, ni el más mínimo vestigio de una
declaración de amor asomó ante sus ojos; a las doce de la noche de aquel
treinta y uno de diciembre, la señal de la radio lo encontró en silencio,
sentado en el patio, junto a una pila de diarios a medio leer y a merced de la
pirotecnia juvenil. Esa madrugada se quedó dormido mirando la mesita de luz,
donde un pedazo de pared con una delicada línea descansaba al lado de una
botella de vino vacía y un montón de recetas médicas vencidas.
En
enero ya había abandonado las caminatas nocturnas; ahora volvía a visitar, una
o dos veces por semana, la estación de tren del Urquiza. A la hora del crepúsculo subía con dificultad
los treinta y dos escalones del puente peatonal. Una vez arriba, aferrado sobre la baranda,
seguía el trayecto del tren: cuando llegaba, casi vacío; al reanudar la marcha,
con paso taciturno; en el momento en que se detenía respondiendo a una señal;
al fin, cuando partía. La última tarde
que estuvo allí lo sorprendió una fuerte correntada de aire, presagio de la
tormenta de verano que vendría después; entonces se sintió frágil, tan frágil
como si fuera una de esas hojas que el viento arrastraba sobre el techo del
tren a su paso.
Un
día viernes decidió pasar por el almacén. Tenía la barba sin afeitar de varios días, el sueño sin conciliar de
varias noches y el cinturón ajustado dos puntos más que de costumbre.
–¡Buen día, Natalio!... ¿cómo anda, que es de su vida, amigo?-lo recibió el joven.
–Bien…
–¿Le preparo el pedido de siempre?
Natalio
no contestó, giró la cabeza hacia un costado y tomó algo. Después, dejó el importe sobre el mostrador y
partió dando las gracias. Mientras
pasaba frente al grafitti de la esquina no dejó de comer las papas fritas que,
una a una, con lentitud, extraía de un enorme paquete.
La
puerta gris, la última del largo pasillo que daba a Paz Soldán, se cerró. La radio estaba prendida y desde allí un tango lo acompañó casi hasta la
puerta de calle. Como todos los 29 de
mes desde el último año, iba a cobrar su jubilación. Cruzó la avenida con ese andar cansino de las
últimas semanas y estaba llegando a la parada del colectivo, cuando al levantar
la vista, algo lo paralizó: un grafitti de color verde parecía estar
esperándolo. A medida que se acercaba a
él trataba de escudriñar a la distancia cada una de esas palabras; quiso apurar los pasos pero el corazón parecía querer estrujarse contra
su pecho y un sudor frío ya le coronaba la frente. Con la caligrafía prolija y
el trazo elegante de siempre, el grafitti rezaba sobre el paredón del
cementerio: Más allá de estos muros te
seguiré amando…
La
vista comenzó a nublársele y las piernas, otra vez, se negaban a obedecer;
antes de sentir que se desplomaba había alcanzado a leer: Natalia, la última palabra de aquella declaración de amor.
Querido Claudio:
ResponderBorrarHa sido un placer leer tu crónica sobre Tristán Narvaja. Como buen hijo de montevideano me has hecho regresar a mi infancia y adolescencia al pasear nuevamente por esa ciudad tan particular. Creo que lo más que se asemeja en nuestro país a Montevideo ha sido Paraná. Gracias por tan hermoso recuerdo
Abrazo fuerte y virtual
Darío