Esculturas y monumentos (parte 2).
Una Pachamama
para Cecilia
A Cecilia
Espinoza
Durante aquella experiencia por el Parque
Nacional Calilegua, mi encuentro con la Pachamama fue por partida doble, además estuvo signada por la gracia y la buenaventura de las cosas que se
descubren por casualidad o por causalidad, dirían algunos.
Cuando los viajeros se aprestan a conocer la provincia
de Jujuy, la mayoría de las miradas suelen dirigirse al famoso paisaje de la
quebrada y la puna. Los que se atrevan a
ir más al este, también quedarán atrapados por el contraste casi milagroso que
ofrece la yunga, la única selva que se desarrolla en altura. Como si fuera una hermana menor que acompaña
en el mapa a la Cordillera de los Andes, esta especie de víbora verde tiene su
boca abierta en Venezuela y su cola en Tucumán.
En mi primer día de visita a Calilegua, decidí hacerme
al camino por mi cuenta. Allí la yunga parecía
serpentear a su antojo, orgullosa de sus árboles y arbustos apretados,
hermanados los unos con los otros; de sus cursos de agua, de los que se decía
que traían mensajes de la madre tierra; de la humedad omnipresente que caía con
su manto de niebla bendiciendo cada una de las formas de vida. El andar por esos senderos, cubiertos de una
neblina espesa, significaba toparse con siluetas de plantas colgando de árboles
espectrales; iba por el camino principal y no sabía si había llegado hasta el
centro de una nube o si ella había descendido hacia mí. En los miradores pude tomar un respiro, pero en
el parque el aroma del agua revoloteando en la nariz no me abandonó nunca.
Ya para el segundo día opté por la visita guiada
que hacía Marcela, quien al frente de un grupo numeroso hizo de la tarea de
descubrir el lugar un juego de matices, por momentos se deslizaban en su voz y
en otros reposaban sobre sus silencios. Tanto en sus palabras como en su
callar, la invocación a la protectora de la naturaleza se repetía una y otra
vez. La guía me dejó luego en compañía
de Osvaldo, un representante de la comunidad quien me invitó a conocer el Sendero
Guaraní. Ya conocía bastante de ese
acervo por haber visitado el litoral argentino, Paraguay y el oriente de
Bolivia, pero no me hubiera imaginado nunca que había tantos guaraníes en
Jujuy. De la mano de ese hombre conocedor,
esa mañana tendría el primero de mis dos encuentros con la Pachamama. Ya no se trataba de escuchar y observar,
ahora iba a participar en el yerure, esta
vez una ceremonia de gracias a la madre tierra. Las delicadas palabras en la
lengua materna de Osvaldo una a una fueron cayendo sobre el suelo; allí se
mezclaron con las hojas y el alcohol que yo mismo puse en el lugar, mientras
nos acompañaban el canto de unos pájaros que parecían querer reunirse con nosotros. Al finalizar el rito, el guía me confesó que
se sentía apenado porque cada vez había menos personas de su pueblo que se
mostraban deseosas por mantener las tradiciones de sus antepasados. Incluso temía
por el destino que le tocaría al sendero después de que él fuera convocado por Tupã. Antes de
despedirnos, le pedí a un visitante que nos tomara unas fotos juntos.
Ya a bordo de mi vehículo y esta vez con Marcela como
guía particular, me propuso ir más allá del monolito que señalaba el límite del
parque. Grande fue mi sorpresa al
descubrir que después de ese punto, la yunga seguía más viva y verde que nunca;
a esa altura, con tanta bruma por todas partes, empezaba a preguntarme si de
tanto andar entre la niebla tal vez ya me había convertido en fantasma. Si esa
fuera la situación, pensaba, la verdad era que no me molestaría en lo más
mínimo, porque árboles donde cobijar mi espíritu errante no faltaban, cursos de
agua para satisfacer mis búsquedas tampoco y ni qué hablar cuando me imaginaba
la experiencia de quedarme dormido en ese lugar, bajo un canto de pájaros. Estaba aún en las nubes cuando escuché que
Marcela me dijo que íbamos a entrar al pueblo de San Francisco. Entonces de repente, entre la bruma, vi aparecer
una figura amarilla. Ese fue el momento en que me encontré por segunda vez con
la Pachamama. La escultura estaba sentada y al caminar hacia ella, vi cuán
rolliza era y qué desnuda y encinta estaba. Al verla surgió la comparación
inevitable con el monumento en Santa María, Catamarca, que salvo por el
embarazo y el sobrepeso, poco tenía que ver con este; aún más lejos quedaban
las figuras menos antropomorfas que exhibía un museo con su nombre en Amaicha
del Valle, Tucumán. Como un relámpago, lo que apareció después en mi memoria
fue el origen de su mito. La muerte de
su esposo Pachacamac, devenido el dios del cielo; la de ella misma,
devorada por Wakon, el dios maligno, y devuelta a la tierra por Pachacamac
como la diosa de la fertilidad y protectora de todas las formas de vida; la de
sus huérfanos, los mellizos Wilka, que gracias a la protección de unos
animales fueron salvados del vengativo Wakon y transformados para
siempre por su padre en el sol y la luna.
La madre del mito andino había sido una mujer delgada, joven, de ojos
profundos y cabellos oscuros sujetos por una vincha. Marcela, sin disimular su
orgullo, me sugirió que prestara atención a la larga escalera que elevaba el
monumento por encima del plano del pueblo, y lo ubicaba en el centro de la
yunga. Ya junto a la obra me di cuenta que esta Pachamama de Cecilia Espinoza
del año 2009, tal como decía en la placa que la identificaba, era muy distinta
a la del mito. Lejos de generarme dudas,
esa diferencia la hacía más cercana, más humana aún y tal vez allí
residía el encanto que me había provocado al verla.
Iba a comenzar a detallarla, cuando Marcela me
indicó que no perdiera de vista que allá abajo y enfrente del monumento, se
levantaba la iglesia de San Francisco.
Mis primeras miradas se posaron en los grandes
pies del personaje. El izquierdo, en especial, quedaba más expuesto debido a la
flexión de la pierna y la cadera de ese lado, donde la mano apenas si abrazaba la
rodilla. Desde mi posición, me pareció
que el primer gesto que trasmitía era el de estar relajada. Di unos pasos
rodeándola por detrás y encontré que sobre su espalda se descolgaba una larga
trenza. Al verla, recordé que las
mujeres tehuelches chëwach a kënna
solían trenzarse el cabello al casarse y se lo liberaban al quedar viudas. Se me ocurrió pensar que al enviudar, esta Pachamama
no se había soltado el cabello porque sabía que muy pronto se reuniría en la
Eternidad con su amado. Humanas o diosas, me dije, en definitiva, se trataba
del mismo amor de mujer. Sobre el
costado derecho, la imagen sostenía bajo su brazo una vasija o yuro, de
la que caían semillas y otros alimentos. Por la contextura de la espalda, las
nalgas y los muslos, uno se atrevería a decir que tenía reservas más que suficientes
para repartir abundancia en los caminos de su América India. Ya mirándola de
frente, su enorme panza encinta parecía querer recordarles a sus hijos que ella
estaba allí para traerles la fecundidad. Los pechos eran tal vez más pequeños de
lo esperado; imaginé que no eran más grandes porque el acento de la artista estaría
puesto en la vida que se estaba gestando en ese vientre, ya pronto a alumbrar, y
no tanto en expresar cómo la criatura por nacer sería alimentada. Al levantar la mirada un poco más, descubrí
una cara redonda, de pómulos apenas marcados y unos ojos expresivos que miraban
hacia el sol. Desde una frente amplia y despejada, arrancaba la cabellera que
de tan frondosa ocultaba las orejas y uno no podía suponerla sino de color negro. Estaba peinada con gruesos surcos que canalizaban
el movimiento del pelo y la energía del rostro hacia atrás, en busca de la
gruesa trenza que los mantendría unidos con fuerza. Por su posición sentada, el volumen de la figura
y el predominio de formas redondas, el conjunto mostraba que la Pachamama
estaba descansando. En semejante entorno verde y al amparo del silencio, la
imagen transmitía una profunda paz. No
era algo menor: no debe haber mayor tranquilidad para un mortal que el saber
que la protectora de la Naturaleza está reposando frente a él. Tanta paz que confieso hubiera desafiado las
reglas, la niebla y la altura y me hubiera quedado un buen rato sentado en su
regazo.
Siete años después de aquella visita al
Parque Nacional Calilegua, nos encontrábamos todos bajo el confinamiento
impuesto por la pandemia del Coronavirus.
Por mi parte, seguía aferrado a aquella madera de náufrago que solía
mantenerme a flote en los momentos adversos: estaba buscando información que
sumaría a mi experiencia en las yungas, para escribir esta crónica. Entonces, a través de las redes descubrí a la
autora de la obra. No sé por qué, pero se
me ocurrió ir directo hacia ella. Esta
vez el vínculo que me facilitó esa comunicación no fue una dirección de
Internet de color azul, sino la mención de dos nombres que como la artista profesaban
el mismo amor por su tierra: Marcela y Osvaldo.
Un jueves a la mañana, nos contactamos a
través de una plataforma virtual. Entonces,
en la pantalla encontré a una mujer de cabellos oscuros, lentes y un mirar
sereno y profundo; pronto descubrí que no era que hablaba pausado, lo que hacía
era tomarse un tiempo para acariciar cada palabra antes de pronunciarla. Poco a poco, fueron llegando las respuestas que
necesitaba. Por ella supe de algunos
datos técnicos, como que la obra medía cuatro metros y estaba realizada en
hierro y cemento moldeado, que llevaba un revoque fino y al final una terminación
en látex amarillo. Ante una pregunta, me
respondió que al principio pensaba en dirigir la mirada de la escultura hacia
las escalinatas que la elevaban, como le habían sugerido las autoridades, pero
que decidió finalmente que debía mirar hacia el sol.
Hija de las yungas y la cultura guaraní,
Cecilia no tenía dudas en afirmar que después de tanto andar los caminos, la Pacha
había elegido ese lugar de la Tierra para sentarse a descansar. Tenía claro que
los pies debían ser grandes como los de las mujeres guaraníes, ya que estos les
aseguraban un buen paso en la búsqueda de la tierra sin mal; que la trenza
única que caía sobre su espalda era de uso corriente, y que los surcos en los
cabellos imitaban los de la tierra sembrada con las semillas que portaba en su yuro. Me sorprendió saber que su cara redonda y
fresca no hubiera sido del agrado de alguna gente de la comunidad, que esperaba
una expresión más triste, más acorde con los siglos de sometimiento y muerte
sufridos por ese pueblo. Luego me
confesó que no se le hubiera ocurrido nunca dotar a su obra de esa imagen,
porque ella se consideraba optimista. Mientras
la escuchaba con atención, fantaseaba con la idea de que quizás ella no había
tomado rasgos de la mujer guaraní y los había imprimido en su Pacha: por
el contrario, eran las mujeres guaraníes las que se parecían tanto a la
Pachamama.
Durante toda la conversación me pareció que
una extraña corriente atravesaba el ciberespacio y sostenía nuestra
charla. Claro, venía de Cecilia, de su
voz y sus gestos, y me recordaba a lo que había sentido años atrás al detenerme
a observar su obra. Aunque en esta
oportunidad la sensación parecía una miniatura comparada con la de aquel
momento, su esencia era la misma. No
llegué a decírselo, pero en una frase que dejó caer descubrí de qué se
trataba. Palabras más, palabras menos,
dijo: la Pachamama expresa la energía femenina y la energía femenina no
tiene él o la.
Luego, nos quedó tiempo para que me contara
un secreto, que aunque lo confiese aquí, seguro seguirá siendo un secreto bien
guardado. Alguien de su entorno, encargado
del relleno de la figura, antes de cerrarla dejó en las entrañas de la
Pachamama una carta que le había escrito de puño y letra.
Nuestra charla fue sellada con deseos mutuos de
encontrarnos pronto.
Después, me aboqué a esta crónica. De mi íntima experiencia en Calilegua y los
gestos y palabras de la artista, comenzaron a salir las primeras líneas. En
ellas volvía a ser aquel fantasma de espíritu errante que transitaba la yunga,
ese viajero que sería capaz de desafiar las reglas y la niebla con tal de
sentarse en el regazo de la amarilla Pachamama de Cecilia.
Septiembre de 2020
En las entrañas de esta Pachamama hay escondida una carta.
Tributango
Iba por
la avenida Colón y de pronto recordé la primera vez en que llegué a Mar del
Plata. Por aquellos tiempos era muy
pequeño y caminaba al lado de mi padre, su hermano y un grupo de viejos amigos,
a los que uno consideraba también como tíos.
Ahora
en la Plaza Colón me volvía a llegar el sonido de la vieja calesita. Mi corazón
había crecido bastante desde aquella visita de la infancia, pero seguía siendo
el mismo distraído de siempre, y ni él ni yo nos imaginábamos que algo nos esperaba
muy cerca de allí.
Fue entonces
cuando descubrí aquella figura transformada en bronce eterno. Tenía casi su mismo
tamaño, sobre la pierna derecha que estaba flexionada y apoyada sobre un cubo,
sostenía el bandoneón abierto. Una
camisa apenas desabrochada, un pantalón arrugado y unos zapatos sin cordones lo
vestían. Los ojos estaban cerrados, la
frente ceñida y los labios apretados, como cuando sostenía una nota, terminaban
por pintar un gesto natural en él. La
tensión se trasladaba al cuello, con músculos apretados y venas llenas. En una placa se podía leer:
Un
sonido. Una obra. Un hombre. Un legado.
Un aporte argentino a la cultura universal.
Hasta
el día de hoy me sigue pareciendo que cualquier cosa que se diga de él, por más
alta que sea, está destinada a escaparse de nuestros sentidos, como ocurre con una
carta que es arrastrada por el viento. Sé
que estas líneas tendrán el mismo destino, será arrastrada por la música de Astor.
Frente
a la estatua, vino a mí la imagen de aquella primera vez en que me relacioné
con su obra; esa vez el regalo de mi madre no había sido un libro, sino un Long
Play que arriba llevaba el nombre del artista y su quinteto y abajo
prometía: Adiós Nonino. Los
diecisiete años de entonces quedaron de inmediato sitiados por la curiosidad,
los que se agregaron después ya fueron rehenes gustosos del encanto. Luego la sorpresa rozó lo increíble, cuando mi
padre, un tanguero de aquellos, allá por fines de 1976 me pagó la entrada al primer
recital de mi ídolo en el Grand Rex. Dos
años más y llegaría el momento de tenerlo cara a cara, en el Auditorio Kraft; lo
esperé en el hall, allí había también un grupo de personas dispuesto a
saludarlo. Me animé a preguntarle algo y él me contestó con amabilidad, pero
cuando su mujer Laura me sugirió que le diera mi cámara y que me pusiera al
lado de Astor para que ella nos tomara una foto juntos, no pude, no sé, yo no
pude. Era demasiado para mí. Sólo le tomé una foto y después lo vi alejarse
con su piloto claro y su mujer del brazo.
De
allí en adelante seguí sus presentaciones en Buenos Aires y hasta en Mar del
Plata. Volví a verlo en el año ochenta y
nueve en el mismo lugar donde lo vi por primera vez, el Gran Rex. Ese fue su último recital en la Argentina, hasta
el Presidente de la Nación estaba sentado en el palco.
El
ruido del mar me sacó de mis recuerdos. Con suavidad, rodeé su hombro con mi
brazo izquierdo, me atreví a darle el abrazo y tomarme la foto a la que no me
había animado aquella noche en Buenos Aires.
Un abrazo para mi querido Astor
De viernes en viernes
Se
despertó de golpe. Estaba traspirada y el corazón parecía que iba a escapársele
por la boca. Saltó de la cama y se pasó
la mano por la entrepierna: ya no había por allí ni rastros del sueño.
Las
voces de las chicas venían del corredor. Presurosas, se estarían disputando quién llegaría primero para ocupar el
baño de la pensión; los pasos repiqueteaban en uno y otro sentido, hasta que la
voz de la señora Critelli volvía a tronar en el ambiente. La mujer, una robusta italiana, había
heredado de su madre ese alojamiento para señoritas en la calle Cangallo. Al hablar por lo general gritaba y con eso se
hacía respetar; además, como sus insultos en calabrés eran siempre los mismos, las
chicas terminaban aprendiéndolos, imitándola en los rincones o riéndose entre
dientes apenas les daba la espalda.
Protestona y todo, La Tana tenía buen corazón, pero cuidado con que
no se le apareciera alguna con el bombo lleno, como decía ella, porque
en ese caso esa sabía que sus días en la pensión se habían terminado.
Cuando
los pasos en el corredor aminoraron, salió de la habitación. De nada había servido ducharse la noche anterior
para ganar tiempo, y no tener que discutir a la mañana con alguna por el
baño. Pero ahora, por culpa de ese sueño
que se repetía, tenía que bañarse otra vez. Cómo iba a ir así a la casa de la
patrona, Glorita había sido muy clara con ella cuando la recomendó a la señora
Amalia: Y te me vas bien bañadita, arregladita y en lo posible perfumada con
Heno de Pravia. Yo usaba esa colonia cuando trabajaba en su casa y a ella creo
que le gustaba…
Quién
diría que ya habían pasado dos meses desde aquella tarde en que bajó entumecida
en la estación de Retiro. Ni pudo
calcular el tiempo que le había tomado llegar de Clorinda a Buenos Aires. Caminó unos pasos y abrió el papel que le
había dado Glorita, tenía que tomar el colectivo 100 que iba por Cerrito y
luego el 146. Ella viajó de pie, llevaba
la valija apoyada contra el piso y apretada entre las piernas para evitar que
alguno se la llevara por delante. La impresión que tuvo a través de la
ventanilla, fue de que la ciudad era mucho más grande de lo que le había
contado su amiga; tanto que no le alcanzaban los ojos para contar la cantidad
de autos que iban de aquí para allá, lo ancha que había resultado la Avenida 9
de Julio y lo rápido que caminaban los porteños para cruzarla. Y qué hablar del ruido, a pesar de que era
sábado por la tarde le pareció que nadie dormía la siesta. El ómnibus iba a buen paso, pero ella no se
perdía ni uno de los carteles de las calles que cruzaba; de pronto vio uno que decía
Santa Fe y recordó que la casa de la señora Amalia estaba sobre esa
calle, pero primero debía llegar a la pensión y para eso, tomar otro colectivo. Iba a preguntarle a un hombre de bigotes que
viajaba sentado si sabía dónde debería bajarse para tomar el 146, pero al ver
que no le sacaba los ojos de encima, prefirió no hacerlo. Tal vez sería por el vestidito floreado que
llevaba. Las palabras de Glorita al
despedirla en la terminal le vinieron a la memoria:
Ojo,
María, que en Buenos Aires a las putas y a las negritas del interior los
hombres la reconocen por la mirada, y enseguida se quieren pasar de vivos. ¡Tené cuidado, nena!
El
146 la dejó a dos cuadras, el plano que le había dado su amiga estaba claro y
no le fue difícil llegar. El frente de
la pensión tenía un cartel donde apenas se podía leer el nombre y debió tocar
varias veces el timbre hasta que al fin sonó.
La cara de la señora Critelli cambió de pronto cuando ella le dijo que era
la que venía de parte de Glorita; entonces la recibió con una sonrisa y unas
palmaditas en la espalda, luego la acompañó en persona hasta su cuarto, es
ariba, por la escalera, stá un po’ leco del banio pero no tengo otro, y no te
hagás problema por el registro, lo hacemos dopo, despué, ahora descansá…
Formosa queda molto leco, ¿no?,
recuerda que algo así le dijo en un castellano raro.
El
lunes a las ocho de la mañana ya estaba preparada para empezar, metida dentro
de un uniforme azul con delantal blanco de puntillas y una cofia haciendo
juego. La señora Amalia apenas la miró
mientras le explicaba las tareas que la esperaban. En cambio, cuando le habló que tenía que
cumplir con las normas de educación, salubridad e higiene del
personal doméstico, ahí sí le clavó los ojos un largo rato.
El
primer día en que salió a hacer las compras, qué ridícula se sentía con esa
cofia y encima tener que andar con ella por la calle; apenas traspuso la puerta
del edificio se la quitó de un tirón y la guardó en la bolsita. El día estaba nublado y hasta había algo de
niebla, por lo que antes de largarse a cruzar la Avenida 9 de Julio, observó
cómo hacían las personas para llegar a la otra acera sanas y salvas con esa
bandada de autos desenfrenados. Al fin
tomó sus recaudos y a paso rápido inició la marcha, pero a mitad de camino le
pareció como si le silbaran de lejos, le chistaran, le llamaran por su nombre;
fue entonces que giró la cabeza hacia la derecha dispuesta a responder, y ahí, en
el centro de la gran avenida, erguido y majestuoso, estaba él. A pesar de la bruma de esa mañana, lo vio imponente. El asombro le entró por los ojos, en un
segundo nada más un escalofrío le recorrió el cuerpo y la paralizó, se sintió
una mujer de piedra. El primer bocinazo
fue suficiente para sacarla de su estado, los que vinieron luego la obligaron a
correr para llegar a tiempo a la vereda de enfrente. Al detenerse tenía la respiración
entrecortada por la emoción y el esfuerzo; su corazón estaba tan agitado que creyó
que se le había desbocado del pecho, y que al galope y sin permiso se había
escapado hacia Clorinda. Unos instantes
después parecía estar de vuelta en su lugar, y recién entonces tuvo aliento
para decir: ¡Ay, Ramón!
Bastó
ese primer encuentro en aquella mañana brumosa, para que Ramón, una y otra vez,
volviera a clavarse en el centro de su cuerpo. En las noches, el recuerdo de
ese hombre la atrapó una y otra vez en sueños calientes, esos que la
despertaban en la madrugada y la desvelaban sin piedad. Por ellos, cuando lograba conciliar el sueño
ya no escuchaba el despertador, a punto tal que en varias oportunidades debió
recurrir a la ayuda del Heno de Pravia y a un taxi para llegar bien a su
trabajo.
Un
sábado al mediodía se propuso ir caminando desde la casa de la señora Amalia hasta
la parada del 146. No podía ser que
trabajara tan cerca de “aquello” y se lo estuviera perdiendo. Así que colgó su bolso del hombro y se largó
con andar resuelto, sonreía mientras el viento levantaba su vestido floreado y
las hojas desprendidas del otoño parecieran abrirse camino a su paso. Cuántos negocios había en la ciudad, y teatros,
hoteles y restaurantes, imaginaba todo eso iluminado de noche y le parecía asombroso.
Además, se veía lindo el teatro Colón y las calles tenían nombres de
provincias: Santa Fe, Córdoba, Tucumán, Paraguay mismo tenía una, ¿habría
alguna calle en Buenos Aires que se llamara Clorinda? Quién sabe.
Entonces
su corazón volvió a desbocarse, ahora lo tenía tan cerca, solo unos pasos la
separaban de él. Cuando lo tuvo de
frente le pareció más enorme todavía, tan rígido como Ramón, y en un arrebato
que no pudo contener cruzó hacia la Plaza de la República. En ese momento, comenzó a agitarse, aparecieron
nítidas en su memoria aquellos viernes a la tarde en que Ramón lograba escapar
de su mujer y cruzaba de Asunción a Clorinda. Se veía en la habitación, estaban
los dos desnudos. Las imágenes se hicieron más fuertes y pronto necesitó buscar
un asiento. Intentó relajarse, dejó el
bolso sobre el banco, aflojó sus piernas y con disimulo sacudió los pliegues
del vestido que caían sobre ellas. Creyó
que todo pasaría más rápido si cerraba los ojos y se tranquilizara, pero al
hacerlo volvió a ver a Ramón montado sobre ella, con su sonrisa pícara y su diente
de oro; detrás de él, el ventilador de techo de siempre, ese que parecía que no
servía para nada. Ahora, en Buenos
Aires, él la tomaba por detrás, le resoplaba en el oído y al fin le arrancaba
aquel grito de guerra que tanto lo excitaba: ¡Ay, Ramón che racamby jara!
Una
mano que le sacudió el hombro y una voz que le pareció de otro mundo, la
sacaron de su ensoñación.
-
Señorita, señorita… ¿se siente bien?
Abrió
los ojos y se encontró con una señora mayor de lentes y cabello recogido.
-
Disculpe, me parece que estaba dormida.
Se le cayó el bolso del banco y este no es un lugar muy seguro, se lo
podrían haber robado…
Le
agradeció a la anciana; luego tomó el bolso, repasó su cabello y el vestido. De verdad hubiera querido quedarse un rato
más allí, pero al ver que la vieja se reunía con otras personas y que comentaban
algo por lo bajo, pensó que lo mejor era volver otro día. Antes de dejar la plaza, volvió a recorrerlo
con la vista, desde la base hasta la punta, despacio; recién entonces partió, y
ya no miraría atrás.
Los
días en Buenos Aires parecían trascurrir más lentos pero más cansadores que en
Clorinda; a pesar de todo, ella seguía enredada en esos sueños ardientes que la
subían y bajaban de la cama, la arrastraban en una y otra posición, le
susurraban cosas al oído en guaraní y le prometían una aventura mejor al
viernes siguiente. Con toda esa
excitación nocturna, era de esperar que durante el día se le cayera alguna cosa
de la mano, que se llevara una y otra vez por delante la mesita con vidrio del
living o se le pasara la comida; en todos esos casos debió mentirle a la señora
Amalia, le dijo que era un tema de esos días que tenemos las mujeres, ¿vio? Además, no tenía a nadie en quien confiar su
secreto, no se hubiera animado nunca a contarle de sus sueños a la señora
Critelli y algunas chicas de la pensión no estaban mejor que ella: a la hora
que llegaba, algunas recién salían a trabajar.
Un
jueves en que estaba sola en la casa, se puso a limpiar uno de los dormitorios. Desde esa ventana sabía que se podía ver, lucía
majestuoso, asomaba autoritario por encima de todo. Se secó las manos que
traspiraban con la franela, luego la apoyó sobre el vidrio; imaginó que con
ella lo acariciaba, como a Ramón le gustaba, y que él volvía a pedirle que le
mostrara qué había aprendido en esos viernes.
Entonces ella, en otro de sus arrebatos, acercó los labios al vidrio y
dejó que se pegotearan sobre él, que la lengua lo recorriera; una mano agitaba
con suavidad la franela, con la otra comenzaba a recorrerse el cuerpo. Si a alguien tuviera que culpar de lo que
venía rumiando, sería al Obelisco.
Esa
misma tarde, al salir de la casa de la señora Amalia, la decisión ya estaba
tomada. Subió al colectivo 100, pero esta vez en sentido hacia Retiro. Cuando regresó a lo de La Tana, lo
hizo con el tiempo justo para buscar sus cosas.
Llevaba en la cartera el boleto de regreso, el viernes estaría en
Clorinda.
Durante aquella experiencia por el Parque
Nacional Calilegua, mi encuentro con la Pachamama fue por partida doble, además estuvo signada por la gracia y la buenaventura de las cosas que se
descubren por casualidad o por causalidad, dirían algunos.
Cuando los viajeros se aprestan a conocer la provincia
de Jujuy, la mayoría de las miradas suelen dirigirse al famoso paisaje de la
quebrada y la puna. Los que se atrevan a
ir más al este, también quedarán atrapados por el contraste casi milagroso que
ofrece la yunga, la única selva que se desarrolla en altura. Como si fuera una hermana menor que acompaña
en el mapa a la Cordillera de los Andes, esta especie de víbora verde tiene su
boca abierta en Venezuela y su cola en Tucumán.
En mi primer día de visita a Calilegua, decidí hacerme
al camino por mi cuenta. Allí la yunga parecía
serpentear a su antojo, orgullosa de sus árboles y arbustos apretados,
hermanados los unos con los otros; de sus cursos de agua, de los que se decía
que traían mensajes de la madre tierra; de la humedad omnipresente que caía con
su manto de niebla bendiciendo cada una de las formas de vida. El andar por esos senderos, cubiertos de una
neblina espesa, significaba toparse con siluetas de plantas colgando de árboles
espectrales; iba por el camino principal y no sabía si había llegado hasta el
centro de una nube o si ella había descendido hacia mí. En los miradores pude tomar un respiro, pero en
el parque el aroma del agua revoloteando en la nariz no me abandonó nunca.
Ya para el segundo día opté por la visita guiada
que hacía Marcela, quien al frente de un grupo numeroso hizo de la tarea de
descubrir el lugar un juego de matices, por momentos se deslizaban en su voz y
en otros reposaban sobre sus silencios. Tanto en sus palabras como en su
callar, la invocación a la protectora de la naturaleza se repetía una y otra
vez. La guía me dejó luego en compañía
de Osvaldo, un representante de la comunidad quien me invitó a conocer el Sendero
Guaraní. Ya conocía bastante de ese
acervo por haber visitado el litoral argentino, Paraguay y el oriente de
Bolivia, pero no me hubiera imaginado nunca que había tantos guaraníes en
Jujuy. De la mano de ese hombre conocedor,
esa mañana tendría el primero de mis dos encuentros con la Pachamama. Ya no se trataba de escuchar y observar,
ahora iba a participar en el yerure, esta
vez una ceremonia de gracias a la madre tierra. Las delicadas palabras en la
lengua materna de Osvaldo una a una fueron cayendo sobre el suelo; allí se
mezclaron con las hojas y el alcohol que yo mismo puse en el lugar, mientras
nos acompañaban el canto de unos pájaros que parecían querer reunirse con nosotros. Al finalizar el rito, el guía me confesó que
se sentía apenado porque cada vez había menos personas de su pueblo que se
mostraban deseosas por mantener las tradiciones de sus antepasados. Incluso temía
por el destino que le tocaría al sendero después de que él fuera convocado por Tupã. Antes de
despedirnos, le pedí a un visitante que nos tomara unas fotos juntos.
Ya a bordo de mi vehículo y esta vez con Marcela como
guía particular, me propuso ir más allá del monolito que señalaba el límite del
parque. Grande fue mi sorpresa al
descubrir que después de ese punto, la yunga seguía más viva y verde que nunca;
a esa altura, con tanta bruma por todas partes, empezaba a preguntarme si de
tanto andar entre la niebla tal vez ya me había convertido en fantasma. Si esa
fuera la situación, pensaba, la verdad era que no me molestaría en lo más
mínimo, porque árboles donde cobijar mi espíritu errante no faltaban, cursos de
agua para satisfacer mis búsquedas tampoco y ni qué hablar cuando me imaginaba
la experiencia de quedarme dormido en ese lugar, bajo un canto de pájaros. Estaba aún en las nubes cuando escuché que
Marcela me dijo que íbamos a entrar al pueblo de San Francisco. Entonces de repente, entre la bruma, vi aparecer
una figura amarilla. Ese fue el momento en que me encontré por segunda vez con
la Pachamama. La escultura estaba sentada y al caminar hacia ella, vi cuán
rolliza era y qué desnuda y encinta estaba. Al verla surgió la comparación
inevitable con el monumento en Santa María, Catamarca, que salvo por el
embarazo y el sobrepeso, poco tenía que ver con este; aún más lejos quedaban
las figuras menos antropomorfas que exhibía un museo con su nombre en Amaicha
del Valle, Tucumán. Como un relámpago, lo que apareció después en mi memoria
fue el origen de su mito. La muerte de
su esposo Pachacamac, devenido el dios del cielo; la de ella misma,
devorada por Wakon, el dios maligno, y devuelta a la tierra por Pachacamac
como la diosa de la fertilidad y protectora de todas las formas de vida; la de
sus huérfanos, los mellizos Wilka, que gracias a la protección de unos
animales fueron salvados del vengativo Wakon y transformados para
siempre por su padre en el sol y la luna.
La madre del mito andino había sido una mujer delgada, joven, de ojos
profundos y cabellos oscuros sujetos por una vincha. Marcela, sin disimular su
orgullo, me sugirió que prestara atención a la larga escalera que elevaba el
monumento por encima del plano del pueblo, y lo ubicaba en el centro de la
yunga. Ya junto a la obra me di cuenta que esta Pachamama de Cecilia Espinoza
del año 2009, tal como decía en la placa que la identificaba, era muy distinta
a la del mito. Lejos de generarme dudas,
esa diferencia la hacía más cercana, más humana aún y tal vez allí
residía el encanto que me había provocado al verla.
Iba a comenzar a detallarla, cuando Marcela me
indicó que no perdiera de vista que allá abajo y enfrente del monumento, se
levantaba la iglesia de San Francisco.
Mis primeras miradas se posaron en los grandes
pies del personaje. El izquierdo, en especial, quedaba más expuesto debido a la
flexión de la pierna y la cadera de ese lado, donde la mano apenas si abrazaba la
rodilla. Desde mi posición, me pareció
que el primer gesto que trasmitía era el de estar relajada. Di unos pasos
rodeándola por detrás y encontré que sobre su espalda se descolgaba una larga
trenza. Al verla, recordé que las
mujeres tehuelches chëwach a kënna
solían trenzarse el cabello al casarse y se lo liberaban al quedar viudas. Se me ocurrió pensar que al enviudar, esta Pachamama
no se había soltado el cabello porque sabía que muy pronto se reuniría en la
Eternidad con su amado. Humanas o diosas, me dije, en definitiva, se trataba
del mismo amor de mujer. Sobre el
costado derecho, la imagen sostenía bajo su brazo una vasija o yuro, de
la que caían semillas y otros alimentos. Por la contextura de la espalda, las
nalgas y los muslos, uno se atrevería a decir que tenía reservas más que suficientes
para repartir abundancia en los caminos de su América India. Ya mirándola de
frente, su enorme panza encinta parecía querer recordarles a sus hijos que ella
estaba allí para traerles la fecundidad. Los pechos eran tal vez más pequeños de
lo esperado; imaginé que no eran más grandes porque el acento de la artista estaría
puesto en la vida que se estaba gestando en ese vientre, ya pronto a alumbrar, y
no tanto en expresar cómo la criatura por nacer sería alimentada. Al levantar la mirada un poco más, descubrí
una cara redonda, de pómulos apenas marcados y unos ojos expresivos que miraban
hacia el sol. Desde una frente amplia y despejada, arrancaba la cabellera que
de tan frondosa ocultaba las orejas y uno no podía suponerla sino de color negro. Estaba peinada con gruesos surcos que canalizaban
el movimiento del pelo y la energía del rostro hacia atrás, en busca de la
gruesa trenza que los mantendría unidos con fuerza. Por su posición sentada, el volumen de la figura
y el predominio de formas redondas, el conjunto mostraba que la Pachamama
estaba descansando. En semejante entorno verde y al amparo del silencio, la
imagen transmitía una profunda paz. No
era algo menor: no debe haber mayor tranquilidad para un mortal que el saber
que la protectora de la Naturaleza está reposando frente a él. Tanta paz que confieso hubiera desafiado las
reglas, la niebla y la altura y me hubiera quedado un buen rato sentado en su
regazo.
Siete años después de aquella visita al
Parque Nacional Calilegua, nos encontrábamos todos bajo el confinamiento
impuesto por la pandemia del Coronavirus.
Por mi parte, seguía aferrado a aquella madera de náufrago que solía
mantenerme a flote en los momentos adversos: estaba buscando información que
sumaría a mi experiencia en las yungas, para escribir esta crónica. Entonces, a través de las redes descubrí a la
autora de la obra. No sé por qué, pero se
me ocurrió ir directo hacia ella. Esta
vez el vínculo que me facilitó esa comunicación no fue una dirección de
Internet de color azul, sino la mención de dos nombres que como la artista profesaban
el mismo amor por su tierra: Marcela y Osvaldo.
Un jueves a la mañana, nos contactamos a
través de una plataforma virtual. Entonces,
en la pantalla encontré a una mujer de cabellos oscuros, lentes y un mirar
sereno y profundo; pronto descubrí que no era que hablaba pausado, lo que hacía
era tomarse un tiempo para acariciar cada palabra antes de pronunciarla. Poco a poco, fueron llegando las respuestas que
necesitaba. Por ella supe de algunos
datos técnicos, como que la obra medía cuatro metros y estaba realizada en
hierro y cemento moldeado, que llevaba un revoque fino y al final una terminación
en látex amarillo. Ante una pregunta, me
respondió que al principio pensaba en dirigir la mirada de la escultura hacia
las escalinatas que la elevaban, como le habían sugerido las autoridades, pero
que decidió finalmente que debía mirar hacia el sol.
Hija de las yungas y la cultura guaraní,
Cecilia no tenía dudas en afirmar que después de tanto andar los caminos, la Pacha
había elegido ese lugar de la Tierra para sentarse a descansar. Tenía claro que
los pies debían ser grandes como los de las mujeres guaraníes, ya que estos les
aseguraban un buen paso en la búsqueda de la tierra sin mal; que la trenza
única que caía sobre su espalda era de uso corriente, y que los surcos en los
cabellos imitaban los de la tierra sembrada con las semillas que portaba en su yuro. Me sorprendió saber que su cara redonda y
fresca no hubiera sido del agrado de alguna gente de la comunidad, que esperaba
una expresión más triste, más acorde con los siglos de sometimiento y muerte
sufridos por ese pueblo. Luego me
confesó que no se le hubiera ocurrido nunca dotar a su obra de esa imagen,
porque ella se consideraba optimista. Mientras
la escuchaba con atención, fantaseaba con la idea de que quizás ella no había
tomado rasgos de la mujer guaraní y los había imprimido en su Pacha: por
el contrario, eran las mujeres guaraníes las que se parecían tanto a la
Pachamama.
Durante toda la conversación me pareció que
una extraña corriente atravesaba el ciberespacio y sostenía nuestra
charla. Claro, venía de Cecilia, de su
voz y sus gestos, y me recordaba a lo que había sentido años atrás al detenerme
a observar su obra. Aunque en esta
oportunidad la sensación parecía una miniatura comparada con la de aquel
momento, su esencia era la misma. No
llegué a decírselo, pero en una frase que dejó caer descubrí de qué se
trataba. Palabras más, palabras menos,
dijo: la Pachamama expresa la energía femenina y la energía femenina no
tiene él o la.
Luego, nos quedó tiempo para que me contara
un secreto, que aunque lo confiese aquí, seguro seguirá siendo un secreto bien
guardado. Alguien de su entorno, encargado
del relleno de la figura, antes de cerrarla dejó en las entrañas de la
Pachamama una carta que le había escrito de puño y letra.
Nuestra charla fue sellada con deseos mutuos de
encontrarnos pronto.
Después, me aboqué a esta crónica. De mi íntima experiencia en Calilegua y los
gestos y palabras de la artista, comenzaron a salir las primeras líneas. En
ellas volvía a ser aquel fantasma de espíritu errante que transitaba la yunga,
ese viajero que sería capaz de desafiar las reglas y la niebla con tal de
sentarse en el regazo de la amarilla Pachamama de Cecilia.
Septiembre de 2020
En las entrañas de esta Pachamama hay escondida una carta.
Tributango
Iba por
la avenida Colón y de pronto recordé la primera vez en que llegué a Mar del
Plata. Por aquellos tiempos era muy
pequeño y caminaba al lado de mi padre, su hermano y un grupo de viejos amigos,
a los que uno consideraba también como tíos.
Ahora
en la Plaza Colón me volvía a llegar el sonido de la vieja calesita. Mi corazón
había crecido bastante desde aquella visita de la infancia, pero seguía siendo
el mismo distraído de siempre, y ni él ni yo nos imaginábamos que algo nos esperaba
muy cerca de allí.
Fue entonces
cuando descubrí aquella figura transformada en bronce eterno. Tenía casi su mismo
tamaño, sobre la pierna derecha que estaba flexionada y apoyada sobre un cubo,
sostenía el bandoneón abierto. Una
camisa apenas desabrochada, un pantalón arrugado y unos zapatos sin cordones lo
vestían. Los ojos estaban cerrados, la
frente ceñida y los labios apretados, como cuando sostenía una nota, terminaban
por pintar un gesto natural en él. La
tensión se trasladaba al cuello, con músculos apretados y venas llenas. En una placa se podía leer:
Un
sonido. Una obra. Un hombre. Un legado.
Un aporte argentino a la cultura universal.
Hasta
el día de hoy me sigue pareciendo que cualquier cosa que se diga de él, por más
alta que sea, está destinada a escaparse de nuestros sentidos, como ocurre con una
carta que es arrastrada por el viento. Sé
que estas líneas tendrán el mismo destino, será arrastrada por la música de Astor.
Frente
a la estatua, vino a mí la imagen de aquella primera vez en que me relacioné
con su obra; esa vez el regalo de mi madre no había sido un libro, sino un Long
Play que arriba llevaba el nombre del artista y su quinteto y abajo
prometía: Adiós Nonino. Los
diecisiete años de entonces quedaron de inmediato sitiados por la curiosidad,
los que se agregaron después ya fueron rehenes gustosos del encanto. Luego la sorpresa rozó lo increíble, cuando mi
padre, un tanguero de aquellos, allá por fines de 1976 me pagó la entrada al primer
recital de mi ídolo en el Grand Rex. Dos
años más y llegaría el momento de tenerlo cara a cara, en el Auditorio Kraft; lo
esperé en el hall, allí había también un grupo de personas dispuesto a
saludarlo. Me animé a preguntarle algo y él me contestó con amabilidad, pero
cuando su mujer Laura me sugirió que le diera mi cámara y que me pusiera al
lado de Astor para que ella nos tomara una foto juntos, no pude, no sé, yo no
pude. Era demasiado para mí. Sólo le tomé una foto y después lo vi alejarse
con su piloto claro y su mujer del brazo.
De
allí en adelante seguí sus presentaciones en Buenos Aires y hasta en Mar del
Plata. Volví a verlo en el año ochenta y
nueve en el mismo lugar donde lo vi por primera vez, el Gran Rex. Ese fue su último recital en la Argentina, hasta
el Presidente de la Nación estaba sentado en el palco.
El
ruido del mar me sacó de mis recuerdos. Con suavidad, rodeé su hombro con mi
brazo izquierdo, me atreví a darle el abrazo y tomarme la foto a la que no me
había animado aquella noche en Buenos Aires.
De viernes en viernes
Se
despertó de golpe. Estaba traspirada y el corazón parecía que iba a escapársele
por la boca. Saltó de la cama y se pasó
la mano por la entrepierna: ya no había por allí ni rastros del sueño.
Las
voces de las chicas venían del corredor. Presurosas, se estarían disputando quién llegaría primero para ocupar el
baño de la pensión; los pasos repiqueteaban en uno y otro sentido, hasta que la
voz de la señora Critelli volvía a tronar en el ambiente. La mujer, una robusta italiana, había
heredado de su madre ese alojamiento para señoritas en la calle Cangallo. Al hablar por lo general gritaba y con eso se
hacía respetar; además, como sus insultos en calabrés eran siempre los mismos, las
chicas terminaban aprendiéndolos, imitándola en los rincones o riéndose entre
dientes apenas les daba la espalda.
Protestona y todo, La Tana tenía buen corazón, pero cuidado con que
no se le apareciera alguna con el bombo lleno, como decía ella, porque
en ese caso esa sabía que sus días en la pensión se habían terminado.
Cuando
los pasos en el corredor aminoraron, salió de la habitación. De nada había servido ducharse la noche anterior
para ganar tiempo, y no tener que discutir a la mañana con alguna por el
baño. Pero ahora, por culpa de ese sueño
que se repetía, tenía que bañarse otra vez. Cómo iba a ir así a la casa de la
patrona, Glorita había sido muy clara con ella cuando la recomendó a la señora
Amalia: Y te me vas bien bañadita, arregladita y en lo posible perfumada con
Heno de Pravia. Yo usaba esa colonia cuando trabajaba en su casa y a ella creo
que le gustaba…
Quién
diría que ya habían pasado dos meses desde aquella tarde en que bajó entumecida
en la estación de Retiro. Ni pudo
calcular el tiempo que le había tomado llegar de Clorinda a Buenos Aires. Caminó unos pasos y abrió el papel que le
había dado Glorita, tenía que tomar el colectivo 100 que iba por Cerrito y
luego el 146. Ella viajó de pie, llevaba
la valija apoyada contra el piso y apretada entre las piernas para evitar que
alguno se la llevara por delante. La impresión que tuvo a través de la
ventanilla, fue de que la ciudad era mucho más grande de lo que le había
contado su amiga; tanto que no le alcanzaban los ojos para contar la cantidad
de autos que iban de aquí para allá, lo ancha que había resultado la Avenida 9
de Julio y lo rápido que caminaban los porteños para cruzarla. Y qué hablar del ruido, a pesar de que era
sábado por la tarde le pareció que nadie dormía la siesta. El ómnibus iba a buen paso, pero ella no se
perdía ni uno de los carteles de las calles que cruzaba; de pronto vio uno que decía
Santa Fe y recordó que la casa de la señora Amalia estaba sobre esa
calle, pero primero debía llegar a la pensión y para eso, tomar otro colectivo. Iba a preguntarle a un hombre de bigotes que
viajaba sentado si sabía dónde debería bajarse para tomar el 146, pero al ver
que no le sacaba los ojos de encima, prefirió no hacerlo. Tal vez sería por el vestidito floreado que
llevaba. Las palabras de Glorita al
despedirla en la terminal le vinieron a la memoria:
Ojo,
María, que en Buenos Aires a las putas y a las negritas del interior los
hombres la reconocen por la mirada, y enseguida se quieren pasar de vivos. ¡Tené cuidado, nena!
El
146 la dejó a dos cuadras, el plano que le había dado su amiga estaba claro y
no le fue difícil llegar. El frente de
la pensión tenía un cartel donde apenas se podía leer el nombre y debió tocar
varias veces el timbre hasta que al fin sonó.
La cara de la señora Critelli cambió de pronto cuando ella le dijo que era
la que venía de parte de Glorita; entonces la recibió con una sonrisa y unas
palmaditas en la espalda, luego la acompañó en persona hasta su cuarto, es
ariba, por la escalera, stá un po’ leco del banio pero no tengo otro, y no te
hagás problema por el registro, lo hacemos dopo, despué, ahora descansá…
Formosa queda molto leco, ¿no?,
recuerda que algo así le dijo en un castellano raro.
El
lunes a las ocho de la mañana ya estaba preparada para empezar, metida dentro
de un uniforme azul con delantal blanco de puntillas y una cofia haciendo
juego. La señora Amalia apenas la miró
mientras le explicaba las tareas que la esperaban. En cambio, cuando le habló que tenía que
cumplir con las normas de educación, salubridad e higiene del
personal doméstico, ahí sí le clavó los ojos un largo rato.
El
primer día en que salió a hacer las compras, qué ridícula se sentía con esa
cofia y encima tener que andar con ella por la calle; apenas traspuso la puerta
del edificio se la quitó de un tirón y la guardó en la bolsita. El día estaba nublado y hasta había algo de
niebla, por lo que antes de largarse a cruzar la Avenida 9 de Julio, observó
cómo hacían las personas para llegar a la otra acera sanas y salvas con esa
bandada de autos desenfrenados. Al fin
tomó sus recaudos y a paso rápido inició la marcha, pero a mitad de camino le
pareció como si le silbaran de lejos, le chistaran, le llamaran por su nombre;
fue entonces que giró la cabeza hacia la derecha dispuesta a responder, y ahí, en
el centro de la gran avenida, erguido y majestuoso, estaba él. A pesar de la bruma de esa mañana, lo vio imponente. El asombro le entró por los ojos, en un
segundo nada más un escalofrío le recorrió el cuerpo y la paralizó, se sintió
una mujer de piedra. El primer bocinazo
fue suficiente para sacarla de su estado, los que vinieron luego la obligaron a
correr para llegar a tiempo a la vereda de enfrente. Al detenerse tenía la respiración
entrecortada por la emoción y el esfuerzo; su corazón estaba tan agitado que creyó
que se le había desbocado del pecho, y que al galope y sin permiso se había
escapado hacia Clorinda. Unos instantes
después parecía estar de vuelta en su lugar, y recién entonces tuvo aliento
para decir: ¡Ay, Ramón!
Bastó
ese primer encuentro en aquella mañana brumosa, para que Ramón, una y otra vez,
volviera a clavarse en el centro de su cuerpo. En las noches, el recuerdo de
ese hombre la atrapó una y otra vez en sueños calientes, esos que la
despertaban en la madrugada y la desvelaban sin piedad. Por ellos, cuando lograba conciliar el sueño
ya no escuchaba el despertador, a punto tal que en varias oportunidades debió
recurrir a la ayuda del Heno de Pravia y a un taxi para llegar bien a su
trabajo.
Un sábado al mediodía se propuso ir caminando desde la casa de la señora Amalia hasta la parada del 146. No podía ser que trabajara tan cerca de “aquello” y se lo estuviera perdiendo. Así que colgó su bolso del hombro y se largó con andar resuelto, sonreía mientras el viento levantaba su vestido floreado y las hojas desprendidas del otoño parecieran abrirse camino a su paso. Cuántos negocios había en la ciudad, y teatros, hoteles y restaurantes, imaginaba todo eso iluminado de noche y le parecía asombroso. Además, se veía lindo el teatro Colón y las calles tenían nombres de provincias: Santa Fe, Córdoba, Tucumán, Paraguay mismo tenía una, ¿habría alguna calle en Buenos Aires que se llamara Clorinda? Quién sabe.
Entonces
su corazón volvió a desbocarse, ahora lo tenía tan cerca, solo unos pasos la
separaban de él. Cuando lo tuvo de
frente le pareció más enorme todavía, tan rígido como Ramón, y en un arrebato
que no pudo contener cruzó hacia la Plaza de la República. En ese momento, comenzó a agitarse, aparecieron
nítidas en su memoria aquellos viernes a la tarde en que Ramón lograba escapar
de su mujer y cruzaba de Asunción a Clorinda. Se veía en la habitación, estaban
los dos desnudos. Las imágenes se hicieron más fuertes y pronto necesitó buscar
un asiento. Intentó relajarse, dejó el
bolso sobre el banco, aflojó sus piernas y con disimulo sacudió los pliegues
del vestido que caían sobre ellas. Creyó
que todo pasaría más rápido si cerraba los ojos y se tranquilizara, pero al
hacerlo volvió a ver a Ramón montado sobre ella, con su sonrisa pícara y su diente
de oro; detrás de él, el ventilador de techo de siempre, ese que parecía que no
servía para nada. Ahora, en Buenos
Aires, él la tomaba por detrás, le resoplaba en el oído y al fin le arrancaba
aquel grito de guerra que tanto lo excitaba: ¡Ay, Ramón che racamby jara!
Una
mano que le sacudió el hombro y una voz que le pareció de otro mundo, la
sacaron de su ensoñación.
-
Señorita, señorita… ¿se siente bien?
Abrió
los ojos y se encontró con una señora mayor de lentes y cabello recogido.
-
Disculpe, me parece que estaba dormida.
Se le cayó el bolso del banco y este no es un lugar muy seguro, se lo
podrían haber robado…
Le
agradeció a la anciana; luego tomó el bolso, repasó su cabello y el vestido. De verdad hubiera querido quedarse un rato
más allí, pero al ver que la vieja se reunía con otras personas y que comentaban
algo por lo bajo, pensó que lo mejor era volver otro día. Antes de dejar la plaza, volvió a recorrerlo
con la vista, desde la base hasta la punta, despacio; recién entonces partió, y
ya no miraría atrás.
Los
días en Buenos Aires parecían trascurrir más lentos pero más cansadores que en
Clorinda; a pesar de todo, ella seguía enredada en esos sueños ardientes que la
subían y bajaban de la cama, la arrastraban en una y otra posición, le
susurraban cosas al oído en guaraní y le prometían una aventura mejor al
viernes siguiente. Con toda esa
excitación nocturna, era de esperar que durante el día se le cayera alguna cosa
de la mano, que se llevara una y otra vez por delante la mesita con vidrio del
living o se le pasara la comida; en todos esos casos debió mentirle a la señora
Amalia, le dijo que era un tema de esos días que tenemos las mujeres, ¿vio? Además, no tenía a nadie en quien confiar su
secreto, no se hubiera animado nunca a contarle de sus sueños a la señora
Critelli y algunas chicas de la pensión no estaban mejor que ella: a la hora
que llegaba, algunas recién salían a trabajar.
Un
jueves en que estaba sola en la casa, se puso a limpiar uno de los dormitorios. Desde esa ventana sabía que se podía ver, lucía
majestuoso, asomaba autoritario por encima de todo. Se secó las manos que
traspiraban con la franela, luego la apoyó sobre el vidrio; imaginó que con
ella lo acariciaba, como a Ramón le gustaba, y que él volvía a pedirle que le
mostrara qué había aprendido en esos viernes.
Entonces ella, en otro de sus arrebatos, acercó los labios al vidrio y
dejó que se pegotearan sobre él, que la lengua lo recorriera; una mano agitaba
con suavidad la franela, con la otra comenzaba a recorrerse el cuerpo. Si a alguien tuviera que culpar de lo que
venía rumiando, sería al Obelisco.
Esa
misma tarde, al salir de la casa de la señora Amalia, la decisión ya estaba
tomada. Subió al colectivo 100, pero esta vez en sentido hacia Retiro. Cuando regresó a lo de La Tana, lo
hizo con el tiempo justo para buscar sus cosas.
Llevaba en la cartera el boleto de regreso, el viernes estaría en
Clorinda.
Hermoso querido Claudio !!!! Un placer leer estas crónicas
ResponderBorrarDebo agregar dos cosas: Benvenuto Cellini era y es mi escultor favorito y Firenze... NO HAY PALABRAS PARA ESA CIUDAD
ResponderBorrarPerdón por mi demora, Darío, me operé la rodilla y andaba en otra cosa. Me alegro que te gustará la crónica y una vez más muchas gracias por tus aportes.
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