Esculturas y monumentos (parte 1).

Esta temática comienza con una crónica que remite a la antigua Florencia, donde allí aún habita el Perseo de Cellini.  El itinerario sigue en la provincia de Neuquén para descubrir a la República Argentina convertida en piedra.


Perseo viene con la lluvia


 

    Llueve, la madre se acerca y se sienta en su cama, lo mira en silencio y sonríe,  ya sabe qué va a decir su hijo.  Entonces él vuelve a pedirle que le cuente una de esas historias, esas de dioses y héroes de la mitología griega que a él tanto le gustan.

- Bueno, no te podés dormir… ¿cuál querés que te cuente?, ¿la de Hércules?, ¿alguna de Sansón?, la de Perseo ya te la conté muchas veces… podría ser una de Neptuno, el dios de los mares,  ¿qué te parece?

- No, mamá, quiero que me cuentes otra vez la de Perseo cuando pelea contra la  Medusa y le corta la cabeza…- se acomoda la frazada hasta cubrirse la boca y desde allí espera, atrincherado en su ilusión, que comience su historia preferida.

- Bueno, Claudio, está bien, te cuento otra vez la historia de Perseo y  la Medusa…

Con semejante héroe, quién podría resistirse a esa historia; en ella, una sacerdotisa había sido transformada por  Atenea  en un monstruo de una larga cola, colmillos y serpientes en la cabeza.  Sólo Perseo tenía un espejo para protegerse de la mirada de Medusa; una hoz-espada que le había dado la misma Atenea, un escudo,  las sandalias con alas de Hermes y el casco de Hades que lo hacía invisible. Además, cada noche la historia suena diferente, su madre, con extraordinaria maestría, le va agregando detalles que sabe a él le gustan.

 Otros chicos prefieren a los superhéroes, pero él no, la historia de Perseo tiene muchos nombres raros y al guerrero le sobra coraje, si no, ¿cómo sería luchar contra alguien que puede a uno convertirlo en piedra con sólo mirarlo a los ojos?

Esa noche se duerme más temprano.  Está bien atento mientras su madre le cuenta  la escena con las Grayas;  tiene los ojos más abiertos que nunca cuando el héroe entra a la morada de las Gorgonas en busca de Medusa y tras una titánica lucha le asesta el golpe mortal; al rodar la cabeza del monstruo, entre sus cabellos de serpientes parece quedar atrapado el niño, los párpados le pesan; por fin, ni siquiera el fuerte viento que amenaza el vuelo de Perseo sobre su Pegaso, consigue conmover al sueño infantil.

 

 

    Treinta años después de esas historias en noches de lluvia, me encontraba frente a frente con el Perseo de Benvenuto Cellini, en la Logia dei Lanzi, en Florencia. Corrían los primeros meses del siglo veintiuno y en pleno verano, la Piazza della Signoria lucía repleta de gente. El murmullo de voces y pasos no se detenía y el movimiento de turistas, algunos armados con cámaras hasta los dientes, me obligó a agudizar el ingenio para hacerme de un lugar junto al guerrero.  Cuando lo logré, comencé a recorrer la obra de Cellini desde todas las miradas posibles.

   Un pedestal de mármol de unos dos metros parecía poco para sostener al hijo de Zeus y Dánae; la intrepidez del héroe estaba inmortalizada en una figura de bronce moldeada con una antigua técnica del Renacimiento.  La estatua me atrapó al instante, con toda esa tensión y esa violencia que parecían latir aún en los gestos finales de Perseo y  Medusa.  Los elementos al servicio de ese efecto no eran pocos: un brazo de la bestia caía irremediablemente y el otro había alcanzado a tomarse de la pierna, dejando un pie al desnudo; un delicado seno parecía querer  poner a salvo su belleza femenina ante una historia de maldad y muerte. Perseo mantenía la espada amenazante, una pierna en tensión y la otra levemente flexionada; casi todos sus músculos estaban en crispación y los del brazo que sostenía en alto la cabeza de la víctima, continuaban alimentados por unas venas aún cargadas de furia.  Todo mostraba a las claras que a pesar de los cuatrocientos años de vida, en la obra de Cellini la muerte todavía estaba fresca.  Tan presente se veía, que si unos hilos de sangre se hubieran desprendido de la cabeza de Medusa, uno debería pensar bien desde dónde la contemplaría; según la leyenda, la sangre que brotaba del lado izquierdo de la cabellera era un veneno, pero la del lado derecho curaba, y hasta podía resucitar a quien la bebiera.  En los pies alados de mi héroe aquella idea de acompañarlo en sus vuelos seguía intacta, pero en su nuca me aguardaba una sorpresa: los ojos, la nariz y la barba del artista se reproducían sin ningún pudor.  Lo que en verdad más me molestaba era que el casco de Hades, el mismo con el que de niño soñaba hacerme invisible, sirviera para algo más que proteger la cabeza de Perseo.

    Luego supe que el afiebrado escultor había montado un horno en su propia casa para tratar el modelo a la cera perdida; que una noche, entre llamas que trepaban ya por el techo y ponían en riesgo su vida, él continuó en medio del humo alimentando el horno para impedir que el enfriado rápido destruyera su obra; en fin, que después de ese paseo por el infierno, el alma le volvió al cuerpo al pobre Benvenuto y con lo que le quedaba de ella logró fundir en bronce la imagen final del héroe. 

    Recién cuando pude liberarme del hechizo que la estatua me había provocado, pude prestarle atención al pedestal que la elevaba.  Cellini había escogido cinco personajes en bronce para sostener la proeza: Mercurio, Dánae con su hijo guerrero, Minerva y Júpiter. Por si faltaba algo, el escultor agregó la escena de la  liberación de la bella Andrómeda por el mismo Perseo.  No parecía ser una mala idea que alguien pasara a la inmortalidad en compañía del amor de una mujer, y menos aún de una como Andrómeda, que terminó  transformada en una constelación.

    Antes de alejarme del que solía proteger mis sueños en las noches de lluvia, miré hacia la derecha.  Blanco, inmaculado y sereno, la réplica del David parecía querer decirme algo.  Apenas nos cruzamos unas miradas, porque encaminé mis pasos hacia Hércules, que estaba intentando terminar sus diferencias con el Centauro Neso.

    Del musculoso hijo de Zeus  no recordaba una historia que me gustara tanto como la del guerrero que terminó con Medusa, pero al ver la escultura en la que luchaba contra el centauro, no pude menos que detenerme a contemplarla.  Hecha en mármol impoluto, los movimientos desesperados de la víctima por defenderse del último garrotazo de Hércules, y el gesto de este por conseguir el mejor golpe, ponían a la violencia en el centro de la escena. Lo que más me gustaba era cómo la cabeza y el pecho del centauro se contorsionaban hacia atrás y hacia un costado, de qué manera sus brazos intentaban interponerse sobre el de Hércules, mientras su tronco y las patas parecían apretarse frente al inminente final.  Cuando me alejé del lugar, yo desconocía cómo había terminado la historia de Hércules y el Centauro Neso.  Luego supe que, efectivamente, este había pagado con su vida el intento de seducir a la mujer de Hércules.  Después tendría su venganza, ya que la desconfiada Deyanira, al untar en secreto la camisa de su esposo con la sangre del centauro, logró enviar al valiente Hércules a las calamidades del inframundo.

    La última obra donde me detuve aquella tarde, fue en la fuente de Neptuno. No parecía casualidad, ya desde pequeño sentía un respeto especial por quien en su pasaporte griego respondía al nombre de Poseidón.  Era el rey de los océanos, un medio donde yo me sentía cómodo, pero lo que más me acercaba a él era su carácter de regente de la duodécima casa del Zodíaco, el signo del que yo me sentía orgulloso de pertenecer. Ese niño que admiraba las hazañas de Perseo, pensaba que toda la sensibilidad que tenía, la imaginación y el amor por las letras, se las debía al influjo de Neptuno.  Ahora no podía abandonar la plaza sin dejarle un reconocimiento: armado con mi mejor sonrisa posé junto a él, y creo que en esa fotografía vive aún una parte de la espiritualidad que nos queda a los que habitamos  la casa doce del Zodíaco.

    Esa noche después de la cena, me derrumbé en la cama del hotel de Pisa.  A mi puerta golpearon otra vez aquellos sueños de la infancia, les abrí de inmediato. El primero en entrar fue un semidiós montado en su Pegaso; detrás de él venían varios monstruos, deseosos de que yo convenciera a Perseo de que los matara una vez más; los últimos en llegar a mi sueño eran los dioses, esos de los que uno nunca estaba seguro de si eran amigos o enemigos.

    El día siguiente era el último de mi estadía en Florencia.  A pesar de que llovía con fuerza, llegué a la Piazza della Signoria bien temprano, resuelto a que nada se interpusiera en mi despedida.  En la Logia dei Lanzi nos volvimos a encontrar.  Sólo la lluvia, que repiqueteaba sobre el paraguas, nos hacía compañía. Estábamos frente a frente, como en los viejos tiempos: él, arrogante, yo, soñando como siempre que me llevaba a pasear en su Pegaso y que al fin me prestaba su casco que me haría invisible.

    Empapado hasta las rodillas y con paso resuelto,  me fui alejando de la plaza.

   La noche siguiente estaría en Buenos Aires.  Ojalá también lloviera, para volverle a pedir a mi madre que me contara otra vez la historia de Perseo y la Medusa.




               Si tan solo Perseo me prestara su casco para hacerme invisible...






De celeste y blanco, una mujer


 

      El 25 de mayo del año 2020 será difícil de olvidar, no hubo actos escolares, ni desfile ni tedeum, con decir que todavía no recuerdo si a las doce de la noche ejecutaron o no el himno nacional.  El silencio había ganado las calles de Buenos Aires y parecía que no tenía apuro por devolverlas.  Si alguna vieja cinta celeste y blanca se había animado a ver la luz, ahora languidecería sujeta a una antena de un automóvil cubierto de polvo y hojas secas de otoño.

    Decidido a resistir como fuera la cuarentena obligatoria, esa tarde estaba atrincherado entre mis recuerdos. En el estudio, un sahumerio que olía a sándalo me llevaba de la mano por aquellas fotografías que volvían a mostrarme los lugares y los personajes que había conocido durante tantos años.  El aroma me soltó la mano frente a una imagen del Monumento del Bicentenario de la Patria, el que representaba en la figura de  una mujer a la República Argentina. 

    El sahumerio ya casi se había consumido cuando comencé a escribir estas letras. 

 

 

-¿Cuánto decís? ¿mil quinientos treinta kilómetros hay desde acá, desde Catamarca a Neuquén? ¡Vos estás loco, ya me veo otra vez recorriendo seis mil kilómetros en quince días!,  ¿y qué mierda vamos a ver allí?

    Fue entonces que le dije que Beto me había recomendado recorrer el norte de Neuquén, y que de paso conociera el monumento de Andacollo. Siempre era así. Al principio Adriana protestaba un poco, pero enseguida se entusiasmaba con mis ideas y terminaba disfrutando de nuestras aventuras.

    Recuerdo que llegar a Andacollo desde Belén no fue una tarea fácil.  Atravesamos los llanos riojanos, el desierto de San Juan por el cual alguna vez supo andar la Difunta Correa y la zona de la Payenia, donde las siluetas de sus volcanes  nos acompañaron durante el recorrido un buen rato.  Emplazado en la entrada de un valle a orillas del río Neuquén, nos sorprendió la imagen de la Patria; estaba cayendo el sol, era la hora de guardarse la ansiedad en los bolsillos y pensar que el día siguiente, ya con plena luz del día,  nos veríamos cara a cara  con  esa mujer de celeste y blanco.

    El día amaneció despejado,  tanto que en pocas horas nos dimos cuenta que cuando el sol cayera a plomo sobre nuestras cabezas, ese mediodía iba a ser tan duro como los que veníamos de pasar en Belén.  El servicio de la hostería dejaba mucho que desear, al parecer aún no había querido despertar de su largo sueño fuera de temporada; a pesar de ello, con entusiasmo, caminamos las empinadas calles del pueblo. 

    La obra se ubicaba sobre una loma, a la que debía accederse por un camino zigzagueante.  Al fin, una explanada de lajas nos recibió: la  Patria quedaba a dieciocho metros de altura, sostenida por un pedestal importante, cuatro hombres y una imagen; a sus espaldas el cielo caprichoso se vestía de un azul sereno.  En el frente, sobre la izquierda, un mural recreaba la tarea de los paisanos con sus carneros, llevaba un recordatorio de  las fechas de la Revolución de Mayo y la de su primer centenario.  Sobre la derecha, estaba el escudo del pueblo.  Los cuatro hombres, símbolos de las fuerzas productivas de la zona, llevaban en procesión a la Virgen de Andacollo.  Al acercarme, advertí que estas representaciones ocupaban un espacio anterior, bien separado de la figura principal, por lo que uno podía pasar por detrás de ellas y subiendo una pequeña cuesta, ubicarse a los mismísimos pies de la Patria.  Mientras trepaba con cuidado entre las piedras, vinieron a mi memoria aquellos revolucionarios que quitaron otras más grandes de nuestro camino: desde Moreno y Castelli hasta los infaltables chisperos de la autodenominada Legión Infernal, nuestros viejos conocidos French y Beruti. Con esos apelativos, uno puede inferir que en aquella jornada histórica, estos dos últimos jóvenes no habrían repartido precisamente cintas de colores.

  Desde atrás del monumento que recordaba a los cuatro trabajadores, volteé la vista para ver el valle en toda su plenitud.  Desde esa posición pude tener una idea de las ondulaciones del terreno sobre las que se asentaba el pueblo; de las montañas que parecían apretarse,  y  salpicadas de arbustos, lo circundaban; del río de aguas claras que recibió mi mirada y la  despidió más allá, junto a la montaña, para continuar solitario su viaje hacia el sur; de la traza de la ruta, que se anudada y se desplegada, y parecía invitarme a seguirla hacia las lagunas Epu Lauquen o  La Fragua, a intentar toparme con la Cordillera del Viento o a escaparme hacia Los Miches para conocer una comunidad mapuche; en fin, el recorrido visual terminaba en el mismo cerro donde me hallaba, sobre los techos de unas pocas viviendas.

    Por fin, había llegado el momento de poner el alma y el corazón en el propósito de descubrir los secretos de la mujer que vestía de celeste y blanco.  Una larga túnica de rayas pequeñas cubría la figura; con gracia caía largamente sobre sus pies, casi ocultándolos. El viento, al apretar la prenda contra el cuerpo, permitía ver que debajo de esa ropa había dos robustas piernas.  La sensación de movimiento se repetía en un pliegue lateral de la túnica y continuaba sin pausa hacia arriba, donde se desplegaba en dos mangas amplias y sobre todo, en los largos cabellos que quedaban liberados a los caprichos del viento.  Las manos lucían delicadas, se mostraban abiertas pero en actitudes diferentes: mientras la derecha tenía la palma hacia arriba, en un gesto de ofrenda o pedido, la mano izquierda estaba en una posición intermedia.  Los dedos se veían largos y finos y en consonancia con el conjunto, parecían que tenían vida.  Sobre  la túnica había una larga prenda celeste y blanca que se llevaba todas mis miradas,  comenzaba por encima del hombro derecho, tenía forma de cola de golondrina y quedaba suelta, al aire.  La pieza luego contorneaba el hombro izquierdo y cruzaba casi con esplendor todo el pecho de la mujer.  Después volvía a rodearla hacia atrás y regresaba para terminar a la altura de las rodillas, con el mismo detalle de la cola, siempre celeste y blanca.  Me quedé un largo rato mirando esa prenda que cubría parte del cuerpo de la República.  Por un momento, imaginé que a mis espaldas los ojos del General Belgrano estaban también allí, contemplándola.  Cuando, a los manotazos, pude escapar de la emoción, continué con mi tarea de observar y sentir.  La figura llevaba un gorro que me hizo recordar al frigio, el mismo que nos había acompañado en los actos patrios de nuestra infancia.  Era pequeño y no estaba hecho para contener tanto cabello suelto al viento de la Patagonia.  Al fin, me quedaba por detallar la cara que el escultor había elegido para representar a la Patria.  El desaparecido Andrés Mirwald, un gran monumentalista, en este caso había imaginado el rostro de una mujer muy joven de facciones  agraciadas.  Las cejas aparecían finas, cortas y perfectas; los ojos se jactaban de ser grandes y redondos,  uno hasta podría jurar que eran claros, aunque  su mirada  decía muy poco.  La forma de la nariz, de base triangular y pequeña, respingada, parecía imitar a aquellas que se ven en otras tierras; por debajo, una boquita como de fresa, a tono con los pómulos, tan redondos como el mentón.  Al observarla lo más cerca posible una y otra vez, se me ocurrió pensar que si yo le hubiera preguntado algo, tal vez no hubiera comprendido lo que le había dicho en mi pobre castellano.  Algo confundido, de pronto recordé que en la Iglesia Nuestra Señora de Las Nieves, en la misma provincia de Neuquén, unos años atrás me había sorprendido una escultura de la Virgen María.  Llevaba un embarazo avanzado, el de su hijo Jesús, y mostraba unos rasgos diferentes a los de esta joven de Andacollo: pómulos altos y abiertos, ojos profundos, cejas tupidas y labios gruesos, los rasgos que el escultor había tomado de su bonita modelo mapuche.

    Mirwald ya no podría despejar mis dudas sobre el rostro escogido para su  República.  Con la desazón a cuestas, bajé la pendiente hasta la explanada de lajas. Allí, un cartel explicativo recogía las palabras del artista, su satisfacción por la obra y su deseo de que fuera preservado para todos los habitantes de Andacollo.  Recuerdo que miré por última vez a la mujer: seguía extasiado por esa prenda que la contorneaba y ese cielo cada vez más azul.  Entonces se me ocurrió que si alguna vez escribía una crónica sobre el Monumento del Bicentenario de la Patria, tal vez debería titularla De celeste y blanco, una mujer.




Une femme habillée de  céleste et blanche.




 


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