Pueblos originarios (parte 1).

Esta temática incluye algunas experiencias vividas en nuestro contacto con comunidades originarias.  Entre wichis y pilagás aborda un viaje por El Impenetrable chaqueño y por los alrededores del Bañado La Estrella, en Formosa.  Por las sendas de los Amaichas recrea un viaje por las tierras de esa comunidad diaguita cuya independencia de la Corona Española fuera reconocida más de 300 años atrás.



Entre wichis y pilagás

 

   Me había prometido que un día volvería al corazón del Chaco, pero que esa vez iba a oírlo latir mucho más cerca de mí.

   A nuestro alojamiento en Villa Bermejito llegamos en auto. Allí trasladamos a un vehículo más apropiado a los caminos que nos aguardaban, unas quince bolsas repletas de ropa y calzado en buenas condiciones.  Esta vez Don Carlos, un hombre oriundo de Castelli, igualmente respetado por  criollos, wichis y tobas, nos llevaría en un recorrido de dos días y casi trescientos kilómetros, por El Impenetrable y cercanías. Siempre cerca del río Bermejo, subiríamos hacia el Parque Nacional, llegaríamos al asentamiento wichi de Techat y pernoctaríamos en Misión Nueva Pompeya. Luego iríamos hacia el oeste para llegar a Fuerte Esperanza y conoceríamos dos reservas, la de ese último pueblo y la del Loro Hablador. Apenas tocaríamos el santiagueño Parque Nacional del Copo y la ciudad de Miraflores, para regresar al fin a Castelli.

   El paraje Techat nuclea a unas cien familias wichis, que aún esperan contar con una fuente de agua que no los obligue a caminar quince kilómetros para cargar sus bidones.  Al llegar nos recibieron unas calles despobladas, de cuya tierra reseca sólo parecía brotar con naturalidad la aridez.  Aún en el mes de julio, bajo ese sol no había ni asomo de futuras flores: podría decir que el único olor que se percibía allí era el de la soledad.  Unos metros más allá, las viviendas precarias buscaban refugio debajo de los pocos árboles que se habían agrupado para enfrentar a la naturaleza.  A pesar del silencio no se escuchaba el canto de pájaros, ni el zumbido de mosquitos, ni el infaltable ladrido de los perros cuando llegan extraños.   Al abrir el portón trasero de la camioneta este hizo un ruido agudo, que debió parecerme más fuerte todavía en ese lugar deshabitado de sonidos.  Como si hubiéramos abierto una caja de sorpresas, poco a poco comenzaron a acercarse los primeros pequeños curiosos. La mayoría llevaban zapatillas, unos pocos estaban descalzos o en ojotas, pero la tierra a todos les subía desde los pies y les caía como una corona sin gemas sobre las cabecitas.  En esas caras, las únicas eran unos profundos ojos negros que nos miraban unas veces con asombro, otras con una sonrisa, pero siempre en silencio.  En todo el tiempo que estuvimos en Techat, entregamos prendas a decenas de niños y mujeres, pero no escuchamos de ellos ni una palabra, y cierto es que yo no lo necesitaba. Todavía hoy pienso que los silencios de esas personas era lo que permitía comunicarnos, aquello que nos igualaba en nuestra condición humana. 

   La tarea de repartir ropa y calzados nos llevó un buen rato. Al principio colaboré con mi esposa y Don Carlos, ella se dedicaba a seleccionar la ropa de niñas y señoras y nosotros la que entregábamos a los varoncitos.  La verdad, nunca fui bueno en eso de calcular talles mirando el cuerpo de otro.  En este caso, tampoco podía estar seguro si un color era realmente del gusto del niño, pero traté de hacer las cosas lo mejor que pude. 

   Después de un tiempo, me hice a un costado para observar mejor qué sucedía allí.  La duda entre tomar o no fotografías de ese momento, me generaba una tensión interna considerable, en verdad las necesitaba para mostrarles a los donantes cuál había sido el destino de su buena voluntad. Hice algunas tomas alejadas, siempre preservando la identidad de los niños y una que otra cerca que guardo con celo en mi ordenador. Al apartarme un poco del grupo, lo primero que vi con claridad era que ningún joven o adulto varón se había acercado al vehículo.  Un golpe de vista fue suficiente para descubrir que algunos de ellos nos observaban y desde una prudente distancia, permanecían callados y quietos. Al observar con mayor detenimiento la escena,la idea que había tenido acerca de que la camioneta parecía una caja de sorpresas, fue tomando color. Ahora era como un acto de magia, donde las manos de Adriana y Don Carlos sacaban desde una especie de galeras negras, sacos de color fucsia, remeras rosadas, pantalones azules y shorts amarillos, una paleta de colores que contrastaba con ese entorno de empecinada aridez. Algunos pequeños, aún tímidos, sonreían cerca del vehículo; las mujeres que aparentaban tener una mediana edad, se mantenían a varios metros más allá, a punto tal que a veces era necesario acercarse a ellas o estirar los brazos cuanto se pudiera, para hacerles llegar una prenda o un par de zapatos. Sólo dos o tres señoras mayores, con pañuelos en la cabeza y el cutis ajado por el sol, se veían firmes en su propósito de llevarse todo lo que se les ofreciera.  Por más que mi mirada iba y venía de aquí para allá, siempre terminaba posándose en esos ojos negros que seguían cada uno de nuestros movimientos, chispeantes de curiosidad o asombro unos, apagados de tristeza otros. Al mirar esas caritas coronadas por el desamparo y tiznadas por el olvido, más aún, al advertir que la vida se estaba gestando en algunos vientres wichis, comprendí al fin por qué esa mañana, en el paraje Techat, también mis palabras se habían evaporado .

   Una vez que dimos todo lo que traíamos, cerré el portón del transporte y la gente comenzó a dispersarse. Nos aprestábamos a partir cuando se acercó a nosotros una de aquellas señoras que llevaba un pañuelo en la cabeza.  Apenas a dos pasos de mí y sin hablar, hundió su mano en un bolsillo de la pollera y de allí sacó algo que me ofreció como presente.  En su palma abierta, una tortuguita tejida, que tenía un gran caparazón, parecía mirarme sorprendida con sus ojos saltones y negros.

 

 


   En ese mismo viaje, continuamos nuestro itinerario hacia Formosa.  Yo deseaba volver al Bañado La Estrella, y para recorrerlo con mayor detalle, Don Carlos me había recomendado una guía que vivía en aquella provincia.

   Apenas conocí a Marité me sorprendió por su grado de compromiso social: sea cual fuera la etnia a la que quería ayudar, tobas, wichis, pilagás o criollos, su empatía y perseverancia eran admirables, diría que casi tanto como su amor por la naturaleza y las especies en peligro de extinción. De su mano pasamos una breve estadía en el paraje de criollos llamado Fortín Soledad, que ofrecía el mejor acceso al espejo de agua.  Allí disfrutamos del tan deseado paseo en canoa por ese paisaje tan particular como temporal, ya que el desborde del Pilcomayo durante la época de lluvia inunda la tierra y genera el bañado con todo su ecosistema, pero en la época seca el agua escasea y las especies buscan otros horizontes. Bajo la atenta mirada de algunos yacarés, los camalotes se trenzaban para tendernos una alfombra verde de bienvenida. El cielo se veía bien custodiado por cientos de imponentes palmeras caranday; tanto el agua como el aire, eran disfrutados por igual por zancudos y espátulas rosadas.

   Después del paseo, nuestra experiencia de turismo comunitario continuó con un almuerzo sencillo en una casa de familia.  Marité me ofreció luego conocer una comunidad pilagá cercana, ella tenía buena relación con el cacique a cargo de esas familias y él solía estar bien dispuesto con los turistas respetuosos.

   Los que llegamos al paraje éramos un grupo de ocho personas entre adultos y niños,  el cacique salió a recibirnos.  Claro que no contábamos con la sorpresa con la que nos encontraríamos: ese hombre de tez oscura, ojos pequeños y un hablar firme, estaba visiblemente enojado con Marité.  Le recriminaba que no hubiera vuelto por allí en mucho tiempo, y la anoticiaba de que por la última visita que le había hecho con esa mujer que sacaba fotos, había tenido problemas con el Consejo de Ancianos.  Le aclaró que él no iba a llevar a ninguno de nosotros a recorrer su monte, por lo tanto, no tenía nada más que hablar.  Aunque ella le explicó que había tenido un accidente automovilístico que la alejó durante muchos meses de la actividad, él no quiso entender razones; más reticente se puso aun cuando escuchó aquello de que esa señora de las fotos era una profesional que trabajaba en el tema de los pueblos originarios. De nada sirvió que una turista que nos acompañaba guardara su cámara en la mochila y la cerrara delante de sus ojos. Tampoco valió el pedido de nuestra guía de que le contara a estos médicos venidos de Buenos Aires, algo de lo que él sabía, como experto que era, sobre las propiedades de esas hierbas del monte que utilizaba para curar enfermedades y sanar cuestiones del alma. Al fin Marité, sin perder el tono amable, casi dulzón con el que se dirigía al hombre aquel, le dijo que no había querido incomodarlo, le pidió disculpas por el episodio de la fotógrafa, le avisó que ya nos volvíamos a Fortín Soledad y con una sonrisa, le expresó que esperaba volver a verlo pronto.

   Ya nos íbamos a despedir del contrariado cacique cuando de pronto se me ocurrió algo. No sé cómo pudo pasar, cómo pudo surgir esa idea de mi cerebro, tal vez tuvo mucho que ver mi viejo sombrero de palma, lo único que a veces consigue mantenerlo fresco.

- Escúcheme, amigo… - le dije con tono firme- Yo le comenté a Marité que quería conocerlo porque me interesa aprender, como médico me agradaría que usted me cuente cómo y para qué usa sus hierbas, cómo cura a su gente, me parece que podría enseñarme…

    Entonces ocurrió algo impensado por nosotros.  El hombre aquel clavó sus ojos en mí, de inmediato sacó su machete del cinto y en voz alta anunció a todos:

- ¡Pues vamos pa’l monte entonces!

  Como si hubiera arrancado en él un impulso ancestral, salió disparado hacia el monte y debimos apurar el paso para no perderle pisada.  Con un temperamento locuaz y una vitalidad casi juvenil, una y otra vez cortaba una ramita de los árboles de la zona y nos explicaba cómo y para qué la usaba en su comunidad.  Después de develar los primeros secretos, en un momento dado se detuvo y me miró fijo;  en forma reservada y con un tono cómplice, me confesó que todavía no había visto lo mejor, que esperara un poco, que ya íbamos a llegar a su hierba más preciada: la madre del monte.  Igual para eso, faltaba un buen rato.  Todos estábamos fascinados, ante nuestros ojos se desplegaba lo más genuino de la alquimia pilagá. Un poco más adelante, en ese terreno árido, salpicado de árboles y arbustos no muy altos, el cacique hundió su machete al costado de una pequeña planta.  Con cuidado extrajo una especie de tubérculo de raíces tan largas como finas. Luego, jugando con las pausas y los silencios, comenzó a explicarnos para qué servía la intrigante madre del monte.  Al parecer, nada era mejor que esa planta para lograr que un caballero se asegurase eternamente el amor de su dama.  Para ello debía tomarse el tubérculo como él lo hacía y enrollarle, una a una las raíces, con suavidad para no romperlas y a la vez con firmeza, para asegurar que el efecto fuera para siempre. Después, la hierba debería volver a ser enterrada  para completar el proceso, lo que garantizaba que el amor de la dama lo acompañaría a uno hasta el final de sus días.

    De pronto, la pregunta de un criollo que nos acompañaba nos sorprendió a todos: el joven quiso saber qué debía hacer uno si se arrepentía, si un día no aguantaba más a la dama y ya ni siquiera sus pedidos a Dios habían logrado sacársela de encima.

    Entonces el cacique, inmutable desde el trono de le confería esa sabiduría ancestral, dijo que era muy fácil; tomó su machete, desenterró a la madre del monte y comenzó con lentitud y sin decir palabra, a desenredar las raíces.  Luego, enterró de nuevo el tubérculo dijo que con ello el amor de esa mujer terminaría para siempre.

    Llevábamos ya dos horas y media de caminata cuando Marité  le dijo a nuestro guía que todos estábamos contentos con las explicaciones, pero que era tarde y nosotros nos teníamos que ir a almorzar. Aún hoy, no me resulta fácil describir el rostro de ese cacique pilagá cuando lo acometió el desencanto. Marité lo advirtió de inmediato y llevó la conversación hacia otro terreno, le expresó que los turistas queríamos darle un reconocimiento por todo lo que nos había dado, que lo que él había hecho era un trabajo y  que le ofreceríamos un dinero entre todos que le iba a venir muy bien. Para entonces el hombre aquel ya no lucía perplejo, había vuelto al sitial que le había conferido su comunidad. Desde allí, con un gesto humilde a flor de labios, volvió a mirarme y respondió:

- No, plata no, vamo a hacer así: que el dotor se lleve lo que le enseñé a la ciudad, que lo pruebe y vea..., que pruebe lo que le dije y eso sí: después me cuenta cómo le fue, si le fue bien, entonces me da algo, ¿le parece?

    Nos despedimos de él con un apretón de manos y subimos a la camioneta.  Entonces voltee la mirada para llevarme esa última imagen: el cacique pilagá nos decía adiós agitando una mano, con la otra sostenía el machete, detrás de él comenzaban a aparecer algunos niños.



En Techat, me esperaba una tortuguita tejida por manos wichis.





Por las sendas de los Amaichas
 

 

    La primera vez que visité ese pueblo del Valle Calchaquí mi paso fue fugaz.  Apenas si me detuve en la plaza y sus alrededores,  aunque fue suficiente para que dos carteles cautivaran mi atención.  Uno sobre la plaza, afirmaba con orgullo que los residentes del lugar disfrutaban de trescientos sesenta días y noches diáfanas al año.  El otro, en el frente de la intendencia del pueblo, anunciaba al visitante que se encontraba en la Comunidad Indígena de Amaicha del Valle.  Sin quererlo, entonces había sumado a las huestes del verbo descubrir un nuevo hallazgo: un pueblo originario se presentaba ante mis ojos como una comunidad autogestionada.  Además, a diferencia de las que había conocido de la etnia mapuche, esta no tenía sus raíces en la Patagonia, se ubicaba en Tucumán.

     En marzo del año 2021 volví a Tafí del Valle.  Allí me enteré  de que  en tierras amaichenses existía un sitio con una topografía particular que se llamaba Tiu Punco.  De inmediato me contacté con Sebastián Pastrana, un representante de la comunidad que aquilataba fuertes lazos familiares e históricos con el lugar.

     A bordo de un pequeño automóvil puse proa hacia el norte.  Era un trayecto de poco más de cincuenta kilómetros entre dos y tres mil metros de altura sobre el nivel del mar,  donde el vehículo surfeaba  por curvas y cuestas; a veces se atrevía a desafiar las ráfagas, otras simplemente se dejaba llevar por las manos del viento.  Sentía que a mi paso, cientos de cardones levantaban sus pulgares como indicándome que iba en la dirección correcta, que el destino elegido me recibiría con la tibieza que suelen tener los otoños en Amaicha del Valle.

     El anfitrión me dio la bienvenida en su casa y allí me quedé, fiel a la idea del turismo comunitario, una iniciativa que aún hoy sigue madurando bajo el sol del noroeste argentino.   En aquel hogar me sentí cómodo,  cómo no estarlo cuando uno está rodeado de esas cosas simples que suelen ser genuinas hasta lo insondable.  Un vino de la bodega familiar sirvió para amenizar las charlas con el dueño de casa. Así supe cómo un miembro de una comunidad aborigen preparaba a sus hermanos y hermanas para el cacicazgo; qué significaba pertenecer a una etnia que en 1716, después de las guerras calchaquíes y como un reconocimiento al coraje de los Quilmes, recibió de la Corona de España casi cien mil hectáreas  que aún forman parte del actual territorio; en fin, imaginaba qué orgullo debía sentir uno al saber que el rey de España reconoció la independencia de su pueblo trescientos años atrás, cuando todavía no existía el virreinato y mucho menos esa nación que llamamos la República Argentina.

     De pronto recordé aquel primer paso por el pueblo años atrás, y mi mirada curiosa sobre el cartel de la sede comunal.  Ahora, después de las charlas con el anfitrión y algunos materiales consultados, empezaba a saldar la inquietud sobre esta etnia calchaquí.  Se me ocurrió pensar que tal vez el hilo que conduce la historia de un pueblo es como una cuerda: cuando  alguien la evoca con el corazón se tensa, y al hacerlo emite una nota.  Para oírla, sólo hace falta aprender a escuchar.

   Claro que por aquellas tierras había otras “notas” imperdibles más allá de la historia, como las de ese vino casero y ni qué hablar las de un pimentón casi explosivo que conseguí unas calles más abajo.  Primero me aseguré de guardar las pequeñas vasijas con especias en el maletero del automóvil; luego  me dispuse a escuchar la propuesta del amigo Pastrana de visitar Tiu Punco.  Saldríamos al atardecer, ya que había que evitar que el sol del mediodía y media tarde, terminaran por calcinar todo el entusiasmo. Recorreríamos parte del lugar y luego pernoctaríamos en una pequeña vivienda de Sebastián, donde él mismo prepararía una comida casera.  Por supuesto, sabía que los trescientos sesenta días y noches diáfanas de Amaicha, garantizarían una puesta de sol inolvidable en el medio de los valles calchaquíes, con pinceladas de naranjas y rojos en el horizonte y una lunita tucumana que no pararía de alumbrar.  Esa noche, antes de acostarme, vi que allá arriba habían unas nubes oscuras que podrían jugarme una mala pasada.

     Al día siguiente hice una visita a la bodega Los Amaichas, una de las pocas en el mundo gestionadas por una comunidad aborigen.  Después de enterarme cómo y cuándo habían iniciado el emprendimiento y cuáles eran sus proyectos, decidí seguír probando “notas”, que esta vez provenían de unas uvas malbec y criolla.  Sin pensarlo dos veces, cargué varias cajas del vino Sumak Kawsay en el baúl del automóvil, me prometí que no las abriría hasta mi cumpleaños.  Recuerdo que tuve cuidado de que no se golpearan con las del patero de la bodega de los Pastrana, no quería un conflicto entre amaichenses;  antes, para evitar una disputa entre provincias argentinas, a las nueces confitadas de Catamarca las había mantenido bien alejadas del pimentón.

    A media tarde, el guía amigo me explicó que como la nubosidad iba en aumento, no tendríamos una buena luna ni un cielo pristino esa noche, por lo que no tenía sentido dormir  en Tiu Punco.  Entonces no pude evitar recordar aquella vez que había estado en el Complejo Astronómico El Leoncito, en San Juan, allá por febrero del 2008.  Mientras casi todo el país disfrutaba de un hermoso eclipse lunar, una terrible tormenta armada con rayos y centellas, había destrozado la diafanidad del cielo sanjuanino y nos había mandado a todos los visitantes a la cama y sin chistar.

     A eso de las cinco de la tarde, salimos de Amaicha en una Rover Discovery de los años 90’.  En pocos minutos dejamos la ruta y nos internamos en esa enorme reserva orgullo de los cacán hablantes.  La topografía de entrada a  “La Puerta del Desierto”, como también se conoce al lugar, era la de un terreno árido y plano.  En medio de una superficie arenosa, la vegetación aparecía escasa y achaparrada. A los volantazos y dando saltos, acelerando a fondo y frenando como podía,  Pastrana se las ingeniaba bien para subir pequeñas cuestas que parecían de arenas movedizas; quería doblar para allá y para aquí y la vieja Discovery, a regañadientes, le obedecía.  Iba serpenteando entre arbustos, seguía huellas que él mismo había trazado y que aún creo era el único que podía verlas.  Durante ese trayecto tuve la idea de que estaba en medio de una danza: la música corría por cuenta del ruido de un motor, los quejidos del embrague y el crujir de puertas y asientos.  Esa danza tenía una letra que contaba acerca del amor que sentía un hombre por su tierra y sus ancestros.                                                              

     Al fin llegamos a un espacio abierto, sin vegetación ni médanos cercanos, y nos detuvimos delante de unas elevaciones del terreno llamadas “Los Colorados”.  De formas caprichosas, a primera vista tenían el aspecto de estar constituidas de un material como la arenisca estratificada o la arcilla; era toda una tentación subirlas: ya me veía trepando por esas pendientes rugosas, acariciaría su superficie para conocer la textura y encaramado en un punto panorámico de todo el valle, disfrutaría de su majestuosidad y la inmortalizaría con unas buenas fotos.  Al descender, Sebastián me pidió que hablara lo menos posible, él haría otro tanto, porque el lenguaje de la Pachamama es universal pero se escucha mejor en silencio.  Todo lo que hablamos durante esa larga caminata, fue acerca de algunas precisiones de la extensión del valle y los cordones montañosos que lo limitaban; sobre los nombres de unas plantas y unos pájaros que se escuchaban a lo lejos y los de unas huellas de animales salvajes.  Tan pocas fueron las palabras que dijimos allí que hubiera podido juntarlas a todas en una pequeña caja, y si me hubiera atrevido a arrojarlas al aire, es seguro que habrían desaparecido en aquel inmenso silencio. 

     Después fui subiendo en soledad a la más escarpada de aquellas lomadas, desde abajo me observaba mi guía por las sendas de los Amaichas.  Al tocar esas formaciones rocosas, imaginé que eran arrugas que el viento les había dibujado en la piel de tanto acariciarla.  Además, el señor Wayra debe haber sido bastante curioso, porque había dejado a su paso unos agujeros que parecían ojos abiertos, tal vez por ahí espiaba el alma de la piedra.

    Al fin llegué al punto más alto de esa elevación.  A lo lejos, el paisaje contrastaba con la aridez en donde me encontraba, pues se veían  árboles que se alineaban junto al río.  El canto de algún pájaro y el murmullo que dejaba una brisa al pasar, salpicaban de tanto en tanto mis oídos.  Entonces miré hacia el oeste y respiré hondo, despacio, una y otra vez, a corazón abierto.  Dejé que el silencio me invadiera, que me permitiera escuchar esa nota que traía la espiritualidad de un pueblo, que al fin, llegara a mí la voz  ancestral de los Quilmes.

     De ese promontorio de rocas bajé con cuidado, traía en una mano unas cuántas fotografías y atrapada entre el alma y los sentidos, una nueva experiencia.

  Luego me tomé unas selfies con Sebastián, él siempre con su sombrero marrón, el cutis cobrizo y el cabello sujeto atrás en una cola.  De regreso ya, me propuso pasar a conocer a uno de los pocos residentes de La Puerta del Desierto. Parece ser que en todo el valle en ese momento vivían sólo cuatro personas: todos eran varones, cada uno vivía en su casa y dos de ellos se hallaban enemistados entre sí.  Cuando llegamos a la casa de Silvano Aguirre lo encontramos con visitas, era gente del pueblo que ese domingo había ido a comer un asado con él.  Apenas nos presentaron, ese hombre pequeño, de cabellos blancos y la cara surcada por el tiempo, se mostró tan amable como locuaz.  Que viviera allí desde muchos años atrás no me resultaba extraño, menos aún que aguantara estar lejos de su casa.  Lo que llamó mi atención fueron tres cosas:  que tuviera una fuente de agua fresca cerca y algunas cabezas de ganado; que hubiera tenido éxito cuando decidió  sembrar en medio de ese desierto; que fueran de su propiedad esos paneles solares que contaban con la garantía de trescientos sesenta días diáfanos al año. Con esas ventajas, se sentía fuerte como para seguir viviendo en soledad por unos años más.  En el momento en que pude separarme de él para saludar a sus amigos, vi que le decía  algo a Sebastián.   

- Mirá, dice Silvano que si no lo tomás a mal, te dedica una canción con su caja...

En un pequeño video intenté capturar la imagen de ese hombre del desierto tucumano: los golpes suaves sobre su caja redonda, la mirada lejana y unos versos filtrándose entre los dientes.

A bordo de la vieja Discovery emprendimos la vuelta.  Los ruidos del vehículo, sus sacudidas y la voz de mi compañero de viaje, habían dejado de parecerme una danza.  Ahora, otra música y otra letra comenzaban a zumbar en mis oídos:

 

Lindas son las coplas, también,

redondita mi caja, también,

no se olvide de Tiu Punco,

no se olvide de Tiu Punco,

vaya y vuelva,

vaya y vuelva...



En el silencio de Tiu Punco se escucha la voz de la Pachamama.



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