Pueblos originarios (parte II).

En esta segunda parte se reúnen dos crónicas breves y una ficción que comparten dos características comunes: se desarrollan en la Patagonia y su protagonista es el pueblo tzoneka.

En tierra tehuelche recrea nuestro primer paso por El Chaltén y La hija del cacique mi relación con Ofelia Nahuelquir.

La ficción A favor del viento corona esta temática que un día llegó hasta Santa Cruz y ya no quiso moverse de allí.



En tierra tehuelche

 

   En el año 2010 decidí viajar solo hacia la Patagonia Argentina, al pueblo de El Chaltén, quizás atraído por ser considerado el mayor centro de trekking del país.

   A sabiendas de que el clima de ese lado de la cordillera suele ser imprevisible, organicé los pasos de la mejor manera, de modo que reservé fuerzas para la caminata hacia la “Laguna de Los Tres”.  El nombre alude a  un espejo de agua  en el que sólo cuando el sol lo permite, los cerros Torre, Poicenot y  Chaltén pueden ver reflejadas sus orgullosas cabelleras de nieve. El último de estos cerros es considerado sagrado en la mitología tehuelche, se lo conoce como la montaña que echa humo.

  Siguiendo los buenos consejos de la Secretaría de Turismo, descendí de un vehículo cerca de la terminal eléctrica y de allí tomé el sendero. Después de una hora y media estuve en el campamento Poicenot, de donde debería subir por una interminable escalera de piedra que me dejaría en un terreno plano y abierto con forma de olla, el  que después de un suave descenso, terminaría en la base de la laguna deseada.

   En el tramo final de la escalera fui sorprendido por una pertinaz lluvia-nieve, los caminantes que regresaban me alentaban a seguir, aunque advertían que del otro lado el viento era muy fuerte y debía ser cuidadoso. Pronto me dí cuenta de que no habían exagerado en lo más mínimo: en la planicie, la metralla de las ráfagas casi me dobló las piernas y las esquirlas de la lluvia-nieve se me clavaron en la cara.  Varias veces intenté descender a esa olla y otras tantas las mismas ráfagas me obligaron a retroceder, a buscar refugio detrás de unas grandes piedras.  Allí permanecí quieto un largo rato, el zumbido del viento era la única compañía. 

 De pronto recordé aquello que suele decirse entre los montañistas: si la montaña no quiere o no deja que uno suba, lo mejor es no intentar ir contra su voluntad.  Fue entonces que decidí emprender la retirada; el verbo “abandonar” retumbaba en mi cabeza y la decepción era una carga demasiado pesada para mi pequeña mochila. Con el quejido del viento como testigo, me juré que pronto volvería y pondría los pies a los de El Chaltén.

 



   Apenas unos días después, ya en Buenos Aires, quise saber más sobre esa tierra que alberga buena parte de la cosmogonía tehuelche. Así fue como llegaron a mis manos dos libros que devoré sin pausa. Empachado de curiosidad, antes de que se cumpliera un año de mi promesa, estuve de vuelta.  Esa vez bajo un cielo soleado y sin ráfagas, atravesé a paso lento la planicie y bajé  triunfal hasta la “Laguna de Los Tres”, como compañía mi hijo Federico, el ojo de una cámara fotográfica como pasaporte al recuerdo. 



Si la montaña que echa humo no quiere...






                                                       La hija del cacique


A Ofelia

 

   Cuenta la tradición tehuelche, que después de la reunión de los animales, Kêlfü decidió que sería él quien pondría a buen resguardo al pequeño El’Al de la furia de su padre, el gigante Nóshtek. Entonces el gran cisne montó sobre su lomo al niño y abriendo sus inmensas alas junto a la laguna, levantó vuelo hacia el firmamento. Del otro lado se detuvieron en la cima de una montaña azul, a la que el niño por su color, la llamó Chaltén.

 

  Después de aquellas experiencias en El Chaltén y las lecturas sobre mitología de la Patagonia, emprendí un viaje a Chubut.  Recuerdo que lo primero que hice fue visitar el Museo Leleque.  Este sitio está ubicado en la región del Cuyamen, que fuera antiguo territorio tehuelche, en  tierras que estuvieron en manos de una compañía inglesa y hoy  pertenecen a los hermanos Benetton.  En verdad, no tenía grandes expectativas sobre esa visita, quizás porque venía de acariciar la meseta patagónica a bordo de La Trochita y porque en su cabecera de El Maitén, aquel apellido italiano no era recordado con simpatía. Qué podía esperar de ese museo,  si sólo pudo construirse fuera del pueblo y en tierras privadas del afecto de la gente; qué podría ofrecerme esa silueta solitaria recortada en aquella inmensa planicie, donde el paso de una antigua locomotora sostenida por el sueño de los maitenenses,  de tanto en tanto le echaba una mirada de reojo.

  Sin embargo, en esas dos casas blancas de prolijas aberturas y techos de chapa roja que recordaban los cascos de estancia ingleses, me aguardaba algo impensado. Ahora me pregunto desde cuándo estaría allí esperándome, agazapado, en silencio, tal vez sonriendo entre cómplice y burlón. Pensándolo bien, quizás fue un aviso, un llamado de atención el que al entrar, una voz grabada, entre grave y ceremonial,  hilaba una larga frase de bienvenida que terminaba con algo así como: ¡Walichu! 

  Una vez dentro, evité la sala que recreaba la relación de los tehuelches con los españoles y lo mismo hice con la que se refería a la Conquista del Desierto. Sólo me paré a releer aspectos de la vida de los tehuelches y en especial su relación con los mapuches y el fenómeno de transculturación que generaron estos sobre los primeros. Hasta allí, el recorrido me había aportado apenas un par de bocados que intentaban saciar mi apetito antropológico, no mucho más, lo confieso.  Todo cambió, súbitamente, cuando me detuve frente a una fotografía en blanco y negro.  De pronto me pareció que el museo había desaparecido y que sólo quedábamos en pie esa fotografía y yo. Es más, con sólo mirar a esas personas retratadas allá por 1920 o 1930.   En ella había un grupo de hombres blancos con sombreros de la época, vestidos con sacones de abrigo, pantalones gruesos y botas, que flanqueaban a un hombre enjuto, de tez cobriza y pies descalzos, apenas cubierto con la dignidad de su quillango.  Unas vitrinas más adelante se exponía  parte de la historia de una familia de apellido Nahuelquir.

  ¿Nahuelquir?, me pregunté en voz alta, ¿dónde había escuchado ese apellido?

 


 

   De vuelta en Buenos Aires, aún el apellido seguía fogoneando mi curiosidad.  A pesar del esfuerzo, no lograba relacionarlo con una persona de mi entorno, era como si se tratara de un fantasma amigo: uno puede no llegar a conocerle la cara, pero eso no quiere decir que no lo sea.   Hasta que una mañana, ya reintegrado a mi tarea en el hospital, al abrir la puerta para ingresar al consultorio,  no sé si fue una especie de iluminación o una simple coincidencia, pero de pronto recordé de quién era ese apellido escurridizo:

- ¡Ofelia!, me dije, ¡claro, Ofelia Nahuelquir!, ¿tendrá algo que ver con Ofelia?- repetí una y otra vez de cara a la enfermera que ya casi no se animaba a darme los buenos días.

  Ahora debía esperar que Ofelia se presentara a su consulta periódica o que sus graves problemas respiratorios la obligaran a verme de urgencia.  Por suerte, antes de que el invierno asomara sus narices, esa mujer de pómulos altos, ojos pequeños, oscuros y vivaces, un día golpeó la puerta.

- ¡Hola, Ofelia...!- la recibí.  Después del saludo con un beso, ahí nomás le pregunté- ¿Sabe una cosa?, estuve en un museo en Chubut, en el Cushamen, y vi en una vitrina la historia de una familia tehuelche que se llamaba Nahuelquir, el jefe era Ñancuche Nalhuelquir...¿tiene algo que ver con usted?

- ¡Claro, Doctor: mi papá era el cacique Vicente Nahuelquir, venía de la familia de Ñancuche!

 


 

    Mientras Ofelia vivió, estuvimos cobijados bajo  el quillango de la amistad.  Quiero pensar que aquel día de junio,  Wendeunk, ese Espíritu del Bien que recuerda todo lo que en su vida hicieron los tzonekas, vino a buscar el alma de Ofelia para llevarla delante de El’Al.  Dicen que allí, detrás de El Chaltén, sentado frente a una hoguera de fuego eterno, el Padre de Todos los Tehuelches, decide el destino de sus hijos. Tal vez  El’Al ya lo haya decidido y el alma de ella ya esté junto a la de su padre, el Cacique  Nahuelquir: quizás ahora sean dos estrellas más en el firmamento que una vez creó Kóoch.



                                                                            Hoy hay una estrella más en el cielo que creó Kóoch.

 




A favor del viento
 

   Después de tanto tiempo, volvemos a estar en la montaña. El encuentro fue el martes en el hotel de siempre; parece que los años no tuvieron ni un poco de piedad: están cambiados, ahora son gente seria y creo que hasta a uno se le escapó una lágrima cuando se abrazaron.   Alberto vino desde Nueva York; El Tano ya no se mueve en auto como antes,  ahora es hombre de volar.  Yo vine desde Buenos Aires con Ricardo, a quien entre Alberto y El Tano le tuvieron que pagar el pasaje.

   Estoy seguro de que va a ser la última vez que estemos juntos en la montaña, a ellos no se les ocurriría repetir una locura como esta.  Suben una simple cuesta y se cansan, no puedo dejar de pensar que con estos tipos hacíamos cumbre y tomábamos mate allá arriba.  Ricardo, a pesar de que se queja, todavía tiene un buen paso, va adelante,  el viento lo sacude de un lado a otro y  el ruido de los cacharros golpeándose en su mochila me molesta.  Atrás viene El Tano,  que hoy ya revisó cuatro veces el celular. Se ve que no deja de pensar en la empresa ni cuando está trepando una cuesta, ¿para qué trae esa mierda de celular acá arriba?, ¿para hablar con Dios?   Claro, ahora están todos pendientes del teléfono móvil porque les hicieron creer que es importante estar siempre comunicado, pero antes de que aparecieran esos aparatitos éramos más libres. El último de la fila es Alberto,  camina más lento que los otros, más despacio todavía que el día en que lo fuimos a despedir al aeropuerto, cuando decidió salir en busca  del Sueño Americano porque la Argentina le quedaba chica.  Por lo que veo, en todo este tiempo debe haberlo alcanzado, porque está más gordo y se agita mucho cuando tiene que subir una espina de pescado.

   Está atardeciendo y es tiempo de descansar.  Después del café caliente en el campamento, Ricardo aprovecha que afuera está calmo para darse una vuelta y ver cómo sigue el camino.  Como lo hace siempre, se queda contemplando el paisaje, seguro está pensando en esas cuestiones de la finitud, la trascendencia, el ser y todas esas marañas con las que siempre intentaba llenarnos la cabeza.  Podría decirle tantas cosas, pero no, es lindo también verlo pensar y soñar despierto.  En el campamento, Alberto y El Tano  cuchichean.  Parece que la vida en Nueva York no es siempre color de rosa.  El Tano le cuenta de su nueva secretaria, pero que no se separa de su mujer porque ni por asomo quiere perder la mitad de la empresa.   Ricardo vuelve a la carpa diciendo que le parece que mañana se viene una tormenta, que de acuerdo a cómo amanezca verán si seguimos viaje o no.  El Tano y Alberto se miran entre sí, dicen que un poco de viento cortándoles la cara no les vendría mal y  juran que seguirían a paso firme con tal de que les dejaran al fin hacerse de esa botella -mi preciosa aguardiente de Catamarca-  que  ahora viaja custodiada en la mochila de Ricardo.

  Mis amigos no han perdido las mañas y alguno parece que tiene una nueva: resulta que el calladito de Ricardo ahora toma bebida blanca. Hay más aún,  el muy traidor acaba de confesar  a ese par de secuaces que fue él quien se robó los cordones de mi bota derecha en Plaza de Mulas; aquella vez había dicho que los había encontrado, de casualidad entre sus cosas, pero quinientos metros más arriba. Bueno, algún día el profesor de la facultad tenía que vengarse de todas las que les hice.

 Alberto y El Tano siguen siendo los cabrones de siempre; ahora mismo me están maldiciendo, deben estar acordándose de las veces que yo volvía sobre  mis pasos para decirles que para ser el primero de la fila había que estar soltero y tener buen sexo. Ya se tomaron la mitad de mi botella de aguardiente, pero por lo menos los tres empiezan a reconocer que nadie los guió mejor que yo en la montaña; Alberto repite en voz alta que  no recuerda que hayan tenido un solo dedo congelado ni un principio de hipotermia por salir cuando no se debía; salvo aquel día que lo bajamos rápido por un amague de edema pulmonar, el gordo confiesa que nunca tuvo miedo, que se sentía seguro con nosotros. El Tano invita a otra copa y de golpe recuerda esa vieja canzonetta napolitana con la que solía torturarnos antes de dormir. A pesar de que le suplican que no lo haga, comienza a entonarla y no para hasta el final. 

   Siento cómo los tres se quedan callados; Ricardo cierra los ojos como para volver en el tiempo y les cuenta  lo feliz que se siente siempre que viene a El Chaltén, el lugar donde decía que había nacido el pueblo tehuelche. Antes de que pudiera explicarles qué cosa era la mitología, Alberto ya roncaba como un puerco y El Tano lo acompañaba sin desentonar.

   El sol se filtra por los costados de la carpa; el día está más calmo de lo esperado, hay pocas nubes y Ricardo una vez más erró con sus pronósticos del tiempo.  Salen de las bolsas de dormir bien tarde y un rato después levantan campamento.  Ya estamos de nuevo en el camino; primero hay que transitar un sendero bordeando el risco, después una bajada larga y una subida empinada nos espera más adelante. Del otro lado del risco hay más nubes y agua nieve filosa que suele sentirse en la cara. La pendiente hacia abajo hace sentir el peso de la carga en los hombros y las rodillas.  Al filo del mediodía el viento  cambia de dirección y las mochilas se inflan como banderas.  Ricardo camina despacio,  apoyado en los bastones, y de tanto en tanto se voltea a mirar cómo siguen El Tano y Alberto.

   Paran una, dos, tres veces para recuperar el aliento. Alberto se apoya en el hombro de Ricardo y reanudan la marcha.  Antes de llegar a la subida hay un pequeño recodo que sirve de resguardo.  Alberto está muy agitado, los tres se reúnen en el lugar y  escucho que el gordo les dice:

– Muchachos, no puedo más, de veras no puedo más…

– Yo tampoco, no me responden las piernas…– se queja El Tano –  No lo pensemos más, Ricardo, hagámoslo acá, ¿sí?, y por favor, que a ninguno más se le ocurra pedir una cosa así.

 Entonces Ricardo comienza a desprenderse la mochila; con suavidad la apoya sobre el suelo y abre el cierre principal.  Siento sus manos.  Los tres caminan en silencio unos pasos y se alinean mirando al este.  Antes de abrir la cajita, Ricardo cierra los ojos como para volver a escuchar lo que tantas veces le pedí: No se olviden: cuando lo hagan, que sea a favor del viento… 



                                                                                                          A favor del viento.                                                                


 

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