Iglesias.
Esta temática recorre las iglesias todavía en pie de las misiones jesuíticas de Bolivia y abre con dos llaves las puertas del siglo dieciocho. Se queda contemplando unos altares donde Cristo ya no está en la cruz y por fin camina unas calles del Paraguay de la mano de un personaje de novela. La ficción que remata la serie nos cuenta la relación entre un niño de la puna y unos arcángeles arcabuceros.
Descalzo por La Chiquitania
Siempre tuve deseos de conocer Bolivia, la cuna de la
independencia americana, con su damero de razas y lenguas y su mundo de
contrastes. Me propuse llegar en avión a
Santa Cruz de la Sierra y de allí continuar por tierra para terminar en el lago
Titicaca.
Al segundo día de estar en aquella ciudad tuve la
sensación de que esa travesía iba a ser particular. Ya había caminado un buen rato por su plaza principal repleta de palmeras,
cuando decidí detenerme frente a un monumento. Entonces tuve el impulso de
acercarme y al descubrir que en la placa
decía Coronel Ignacio Warnes, recordé
de inmediato que el patriota del Alto Perú había sido mucho más que el nombre
de una populosa avenida en la ciudad de Buenos Aires. Al estar frente a él, sentí que la historia
podía hablar y su voz, apenas perceptible, me estaba susurrando cosas. Tan breve resultó que cuando quise afinar el
oído para escucharla ya no estaba más allí: se había transformado en un
pensamiento que venía a imponer presencia con su alma de libertad. Por alguna razón, como si estuviera
respondiendo a un llamado de la historia, yo estaba en ese lugar el 21 de
noviembre del año 2016, esto es exactamente doscientos años después de la muerte
del héroe. Recuerdo que atiné a acariciar
el mármol que lo sostenía, a alzar la mirada y contemplar a ese hombre de barba
eterna que con su espada señalaba el
camino.
De ahí a la casa de alquiler de vehículos había un
trecho bastante largo. Cuando el
empleado me dijo que la Toyota no estaba
disponible lo miré feo, y ni qué hablar al ver una chinita negra, con tracción simple, que me esperaba afuera y
parecía hacerse la simpática, con tal de
que finalmente la aceptara como la compañera que me había tocado para hacer el
circuito de las Misiones Jesuíticas de
la Chiquitania. El trayecto comprendía
casi mil kilómetros de caminos que
conducían a las siete iglesias construídas por esa orden religiosa entre los siglos
XVII y XVIII. Sólo después que la
tarjeta de crédito pasó unas cuarenta veces por el aparato y este al fin
decidió reconocer que servía para algo, me pude subir al vehículo y comenzar a
cruzar en él los anillos característicos de la ciudad. De la chinita
no me acuerdo ya ni el nombre, pero sí que en el trayecto de tierra rumbo a
San Javier, la muy arisca se puso de cola ante un golpe de volante y casi
terminé dentro de los arbustos tupidos y bajos que como un cinturón verde se
apretaban a lo largo del camino.
Doscientos sesenta y cuatro años después llegaba a San
Javier, la primera de las Misiones del circuito. Con unos toques de restauración dados sólo
unos pocos años atrás, la iglesia lucía con buena salud: mostraba una frente
alta que terminaba en un techo a dos aguas, un alma en madera amarilla y la
piel surcada por innumerables relieves, frisos y dibujos. Todo se sostenía en unas columnas bien
torneadas y oscuras que invitaban a quedarse un buen rato abrazado a ellas, con
la excusa de sentir cómo los latidos del corazón de uno galopaban sobre esos
cuerpos de madera. De costado, se
levantaban arcos para recordar pasos triunfales en el camino hacia El Señor, y
una puerta de entrada que parecía estar dispuesta a esperar todo el tiempo del
mundo por cualquiera que quisiera llamar
a ella. Una entrada lateral que estaba abierta
me llevó al patio interior, primer punto de la visita. El sol estaba tibio y proyectaba una sombra
fresca debajo de los techos de los aleros.
Sobre las palmeras unos pájaros negros casi azulados piaban, el sonido
parecía caer sobre el silencio como notas negras que van apareciendo una a una
sobre un pentagrama vacío y le dan vida. Imponente, a un costado del patio se
levantaba el campanario, apoyado sobre unas columnas torneadas y oscuras como
las que sostenían el techo principal.
Pregunté y me dijeron que podía subir a él; lo hice despacio, respetando
uno a uno los gruesos escalones de madera que ni se inmutaron con mis ochenta
kilos como no se habían dado por aludidos de sus cien mil días de vida. Dos vueltas enteras por la escalera caracol y
estaba debajo de cinco campanas, que deben haber extrañado tanto como yo que no
las hubiera podido hacer sonar una vez más.
Desde allá arriba lo dominaba todo pero seguro no era suficiente, porque
se dice que un campanario quiere llegar siempre más allá de las cosas que no se
escuchan y no se ven. Al tomar una de las cuerdas imaginé por un momento que en
respuesta a esas campanas, tal vez
pasaron por allí abajo largas filas de indios
descalzos, con ropas polvorientas y la piel ajada por un trabajo cruel de sol a
sol, hombres, mujeres y niños a quienes recibía un señor de largo hábito marrón
y sandalias de cuero.
Luego bajé y seguí por la puerta que conducía al
recinto. Allí se respiraba un aire fresco que en armonía con
la luz que entraba por las ventanas y la tonalidad amarillo clara de las
columnas, techos, naves y el altar mismo, me dieron la sensación de que una
energía vital, compuesta de luz y olor a madera, dominaba el ambiente. Por cada lugar donde iban mis ojos se
encontraban con trazos oblicuos que ascendían por las columnas o bien con
figuras de rombos dentro de rombos, los símbolos jesuitas o ángeles de rubor cansado. De
pronto me pregunté qué habría realmente detrás de cada uno de esos trazos
rojizos que se abrían paso en la madera,
de quiénes fueron las manos que con la fuerza de la fe o sin ella,
habían sido las responsables de dejar
semejante gesto en la cara de la historia.
Pensé que allí, como en muchos otros rincones visitados, el único verbo divino que valía era descubrir. Después, no resistí la tentación del alma y
como el alma es débil, quise saber qué se sentía estando parado en el altar,
debajo de esas imágenes santas y esos signos jesuitas, a la espera de los feligreses descalzos de
todos los días.
Afuera me esperaba un camino sinuoso con un entorno de vegetación único, de subidas y bajadas que resultaba tan delicioso a la vista como al volante de quienes disfrutamos de esos lugares para manejar. Concepción me recibió con sus calles de tierra y sus casas que imitaban las numerosas columnas de madera que sostenían su majestuosa iglesia, apenas unos pocos años más antigua que San Javier. Delante de la construcción, un campanario en madera, bien alto, desafiaba a quien se atreviera a alcanzarlo con una escalera caracol muy cerrada; al frente lucía un reloj que se daba el lujo de haber perdido la hora y no parecía muy entusiasmado en ir a buscarla. Dentro de la iglesia, en el altar, el retablo y los confesionarios, el pan de oro y los rojos destellaban sin tregua, y en cada uno de ellos se repetían sin pausa los símbolos de la Orden. Allí arriba la Virgen María estaba flanqueada por buena compañía, y a todas luces durante la misa lucía espléndida, con tantos ojos ahí abajo dispuestos a venerarla en silencio. Recuerdo que llegué con la curiosidad por saber cómo funcionaría una misa doscientos sesenta años después en el mismo lugar, pero con distintos testigos. Lo que me pareció seguro es que esos niños que ahora pasaban sosteniendo bolsas para las limosnas, en aquella época no debían haber estado de ese lado, sino más bien de los que estaban descalzos y con frío. A la salida había otros lugares para visitar. Pasé entonces al archivo adyacente a la iglesia donde se acumulaban los testimonios de incontables horas de trabajo que obreros, artesanos, carpinteros y pintores, dejaron en la restauración de esa estrella de la Misión de Concepción de la Virgen María. Cuentan los memoriosos que detrás de la obra arquitectónica, y tal vez de las legendarias partituras del Padre Martin Schmid, dos siglos después de éste llegó por allí otro suizo, Hans Roth Merz. Jesuita también, permaneció como tal a pesar de renunciar a los votos de castidad para casarse con una enfermera alemana. De la voluntad incansable de Roth dependió la restauración de la iglesia de Concepción y también la de sus hermanas de la Chiquitania, todas bajo el estilo barroco mestizo. Dicen que su vida terminó consumiéndose hacia 1999 por los miles de cigarrillos que había fumado durante tantos años de trabajo sin descanso. Quedaron en pie para rendirle homenaje a su paso por este mundo, grandes testimonios de madera y adobe cocido al sol.
Del archivo a la plaza con sus artesanías había
sólo un paso. Atraído por aquellas
hechas en tela por las manos de las
mujeres lugareñas, me dejé llevar una vez más y compré gustoso una camisola de
lienzo rústico con dibujos en el pecho en azul y rojo. Del Museo Misional recuerdo bien poco, porque
allí un busto que aludía a un hijo
dilecto del lugar, el General Hugo Banzer Suárez, consiguió espantarme bastante
rápido. La primera noche en la
Chiquitania la pasé en un hotel con un enorme patio central repleto de plantas
tropicales, gente amigable y jugos apetitosos.
A la mañana siguiente me esperaba la chinita, que ya había descansado
bastante debajo de una palmera. Con ella
llegué al siguiente punto del recorrido, que me recibió con una gran plaza y su
joya más preciada: la iglesia. En ella,
como si fuera una diadema que le coronaba la frente, sobre un madero trasversal podía leerse: 1748-1998 y San Ignacio de Loyola IHS. Debajo un pequeño balcón, cuatro
imágenes sacras y una puerta de entrada
de madera. A ambos costados, escaleras
simétricas que llevarían desde el balcón hacia la planta baja. Mucho blanco en el frente, ribetes dorados,
tres columnas por lado para un techo a dos aguas. Aquí el campanario era interno, como en San
Javier, pero de material, una construcción muy reciente. No pude evitar quedarme unos momentos
acariciando la enorme puerta de
madera; con tres veces mi propia altura y mucho más que mi propia historia en
profundidad, abría por una pequeña hoja; era suficiente para cualquier alma
sensible que se animara a espiar por allí y quisiera escuchar los ecos del
pasado. No necesité bajar la cabeza
para entrar y encontrarme con un encadenamiento de columnas rojizas, trabajadas
con flores y líneas verticales abajo y lisas arriba, que sostenían dos galerías
y un complejo techo atravesado por tirantes centrales. Cerca del altar, sobre
una columna, había un Jesús que parecía haber trastocado al fin el
sufrimiento por la libertad. Estaba
apenas cubierto por un paño rojo y amarillo, el que caía desde sus brazos
abiertos acompañando con delicadeza
el movimiento. El gesto lo decía todo: a partir de ese
instante, casi no tuve más ojos que
para recorrer esos brazos libres de clavos, el pecho limpio de sangre y la cara fresca y sin espinas. Con lo que me
quedó de mirada recuerdo haber visto un altar adusto de madera sin los dorados
y rojos de Concepción, pero sí unos púlpitos laterales en pan de oro.
Para llegar a Santa Ana, San Rafael y San Miguel debía
transitar por caminos de tierra.
Decidí posponer mi paso por San Miguel y seguir la
trayectoria hacia Santa Ana y San Rafael. Cuando entré a Santa Ana de Velazco me encontré con una población de
apenas un par de cientos de habitantes. La construcción de la iglesia
terminó bastante tiempo después de la expulsión de los jesuitas, recién en
1831, y cuentan que fue la única del
circuito construida íntegramente por los oriundos del lugar. Al verla me sentí
flechado por ella y recordé la sugerencia de un visitante en Concepción. Allí
encontraría el único órgano de la
época que aún estaba en funcionamiento.
En una casa que hacía de oficina de turismo, frente a una plaza desierta
de flores y pájaros, una vecina accedió gustosa a llevarme a conocer la pequeña
Santa Ana. En ese recinto me esperaba lo
que yo interpreté en ese viaje como otro susurro del espíritu de la historia. El frente tenía escaleras laterales que me recordaron a la
iglesia de San Ignacio, claro sin el aspecto señorial y el estado de
conservación de ésta. La señora que me
acompañó durante la visita abrió la puerta e ingresamos a un interior sencillo,
con piso de ladrillos de barro, columnas delgadas y apenas un púlpito
lateral. La imagen de Santa Ana con un
atuendo celeste era lo único que se destacaba,
bien segura en su altar verde decorado con trazos de flores grises. El lugar, sin tantos colores destellantes o
estructuras grandiosas, trasmitía quietud y sencillez desde cada uno de sus
rincones. Luego la guía me llevó
escaleras arriba, en dirección del coro, y mientras subía comencé a palpitar la
emoción que sería conocer al fin el viejo órgano del siglo XVIII. Primero abrió las ventanas que daban al
frente de la iglesia para que la luz natural iluminara la reliquia. Se veía que había sido blanca y que todavía conservaba sus dibujos de
flores en buen estado. Después la señora abrió sus dos puertecitas para que yo
pudiera apreciar esos pulmones de tubos que, aclaró, habían sido reparados en
Alemania. Cuando con la mejor cara de
inocente que pude poner le pregunté si funcionaba aún, ella respondió orgullosa
con esa frase que tanto esperaba
escuchar:
– Sí, funciona… ¿quiere tocar?, espere que lo enchufo…
– ¿Lo enchufo? – le pregunté extrañado.
Me explicó que le habían colocado un equipo de aire
comprimido que hacía de fuelle y que por eso debía enchufarlo. Nada de eso importaba: ahora la tapa estaba
abierta y yo estaba sentado en una larga butaca de madera; volteé la cabeza
para ver por un instante cómo se veían desde el órgano el altar y los
bancos; apoyé la mano derecha sobre el
teclado y la memoria llevó mis dedos por
una melodía muy espiritual que solía entonar mi madre. En un instante sentí que el sonido lo
envolvía todo, hasta mi propio aliento;
por unos segundos me pareció que esas notas lograban liberar a algunas ausencias, que
vestidas de olvido, habían estado esperando largo tiempo por una mano que las
invocara. Después de mi encuentro con
el Coronel Warnes y la sensación que me dejó estar detrás del altar de San
Javier, sentí que por tercera vez el
verbo descubrir volvía a ocuparlo
todo en esa excursión por Bolivia; entonces imaginé que el verbo se hacía
humano y con suavidad extendía sus brazos para abrazarme, y yo cómo iba a resistirme: en uno llevaba la
luz de la espiritualidad y en el otro la fuerza de la historia. Recuerdo que bajé las escaleras del coro
despacio, dejé una contribución voluntaria a la vecina y me alejé en silencio.
De Santa Ana a San Rafael llegué después de atravesar
un camino de tierra, en buen estado como los que quedaban sin asfaltar en la
Chiquitania. Allí la sorpresa fue que la
iglesia estaba cerrada y al parecer la mano del descuido no permitía que los
turistas pudieran ingresar a conocerla.
Sobre ella había leído que el techo era original, al igual que la
pintura de los muros, la sacristía y los retablos. En esta iglesia se cuenta que Hans Roth
encontró miles de partituras de música barroca mestiza que pertenecieron a
su antecesor, el arquitecto de la
Chiquitania, Padre Martín Schmid; fue una lástima el no haber podido entrar.
Las partituras podrían estar a buen recaudo en el museo de Concepción, pero una
hora después de la experiencia de Santa Ana yo venía con todos mis deseos de
hurgar por los posibles rincones donde fueron descubiertas las partituras. Me
hubiera llevado de allí sus olores, el
de cigarrillo de Roth el primero de todos, hubiera acariciado el polvo que
cubría sus objetos o afinado el oído para escuchar los silencios que habitaban en cada uno de
esos recovecos.
Era ya el horario del almuerzo y nada mejor en esos
lares que las casas de familia. En una
de ellas intenté ahogar mi desencanto con una jarra entera de jugo de acerola y vaya que lo logré: la bebida
no tenía nada que envidiarle al rico jugo de guapuzú que había probado en una casa de comida de Concepción o al mocochinchi que consumí sin pausa en un
local de San Ignacio de Loyola.
Entonado por una sobredosis de vitamina C trepé a la chinita. El próximo destino, y el último, fue la iglesia de San José de
Chiquitos, la única construida en piedra. La fachada tenía varios arcos que terminaban en puntas y le daban una
forma distintiva con respecto a los techos a dos aguas vistos en las otras
reducciones. La torre lateral imponía respeto con esas ventanas siempre
abiertas y su pequeña puerta para ingresar al complejo. Al entrar
me recibió un gran patio con aleros que rodeaban a un reloj solar que
todavía mostraba que podía medir ciertas horas.
En el recinto las columnas eran oscuras y lisas, las naves laterales
terminaban en altares para el Cristo y la Virgen. Antes del altar mayor, a la izquierda, San
José sostenía en sus brazos al niño Jesús y a su lado, por las dudas, el
Arcángel Miguel parecía recordar a los visitantes que era bueno de verdad con
la espada. Hacia la derecha el Arcángel
Rafael ofrecía un pescado. Me detuve
unos momentos para observar uno de los púlpitos, en cuyo techo estaba el
símbolo del Espíritu Santo rodeado de seres angelicales que no estoy seguro si
eran querubines o serafines.
La única feligresa que estaba en el recinto aceptó
tomarme una foto. Ahí me vi, debajo del
Cristo doliente, con las manos apoyadas sobre el altar.
Era hora de volver a Santa Cruz de la Sierra, tenía 279 kilómetros por delante y debía
entregar el vehículo a las siete de la tarde. Salí a la autopista y allí pensé, que como buen argentino amante de los
autos, era el momento de aprovechar el tramo veloz del circuito.
Ya suponía de antemano que aunque hubiera visitado
lugares religiosos eso no me aseguraría ninguna protección divina en la
ruta. El sentido común y la tenida direccional que mostró la chinita
pronto me dieron la razón. Llegué siete
y media.
A la hora de la cena,
no pude resistir la tentación de esperar
llegar a Cochabamba para probarlo y pedí un silpancho: abajo arroz y ensalada, un delgado bife de carne vacuna
con cebollitas arriba y coronándolo todo, dos huevos fritos. La
terraza del hotel daba a la
catedral, que estaba iluminada como en sus mejores galas, y la plaza
central. Allá abajo, rodeado de
palmeras, andaría el Coronel Warnes con su barba eterna.
Me fui a
descansar pensando en los caminos que había dejado atrás. Apoyé la cabeza en la almohada. Todavía no sé
si me quedé dormido o sólo estaba imaginando cosas, pero entonces me vi:
caminaba unos metros detrás del Coronel Warnes, orgulloso de formar parte
de su Batallón de Pardos Libres; luego tocaba las campanas en la iglesia
de San Javier y acomodaba las cosas en el
altar para la misa; también iba de aquí para allá cargando sin pausa
maderas que me pedía el Padre Schmid; con sigilo levantaba la tapa del órgano de Santa Ana de
Velazco y soñaba con algún día poder
tocar en él. No podía ver mi cara, pero
estaba seguro de que en todas esas imágenes ese era yo: esos eran mis
pies, descalzos, siempre estaban
descalzos.
Dos llaves
Siempre detrás de una llave hay un interrogante. Debe ser por eso que no hay nada más parecido a un signo de interrogación que una de ellas.
Durante mis viajes por Argentina descubrí que había dos llaves, que aunque muy antiguas, seguían abriendo puertas. Una, la de la iglesia de San Juan Bautista, en Londres, Catamarca; la otra, la de San Francisco de Paula, en Uquía, Jujuy. Ellas se parecían bastante en la forma, en el tamaño y en el hecho de que habían podido mantener durante doscientos sesenta años su promesa de fidelidad a una sola cerradura. A pesar de que me dijeron que eran pesadas, cuando las tomé en mis manos no tuve esa impresión.
Tal vez porque para unas personas el peso de la historia suele ser distinto que para otras, esas llaves parecían tan ágiles y livianas como el tiempo que había pasado por ellas, casi sin dejar rastros.
Los londrinos son pocos, pero llevan a cuestas varios motivos de orgullo. Dicen que el primero es el de vivir en la segunda población más antigua de la Argentina, ya que su primera fundación data de 1558. El segundo, el que su pueblo tiene un nombre curioso porque recuerda el momento histórico que marcó la fusión de los españoles con los Tudor de Inglaterra. El tercero, el que a pesar de varios traslados, refundaciones y el ataque de los bravos indios hualfines, la población volvió a ocupar su lugar original a orillas del río Quinmivil. Por si faltara algo, a cada lado de este río tienen una iglesia, una al norte y otra al sur. Creo que fue a mi paso hacia el Shincal que me topé por casualidad con esta última. Al ver el cartel que decía algo así como San Juan Bautista 1750, detuve el auto y bajé de él; la construcción tenía dos campanarios y un alero lateral que daba a un jardín con naranjos; unos segundos más y estaba hablando con una señora que mientras regaba las plantas me contaba que la puerta principal seguía abriéndose y cerrándose con la misma llave del siglo XVIII.
Ahora sólo recuerdo una cosa del lugar: que un hombre puso en mis manos una llave plateada de un solo ojo, que cerró la puerta de dos hojas y me tomé una foto con ella. Al sostenerla imaginé que con un simple movimiento era capaz de abrir las puertas del pasado para encontrarme en él con la espiritualidad de un pueblo; que por su ojo podía espiar sin apuro los rincones donde nunca llegaron ni llegarán los libros de historia, a veces con sus plumas antojadizas y sus verdades a tientas; que en fin, volvería pronto a Londres para saber si tenía razón cuando imaginaba que las puertas antiguas cobraban vida cada vez que uno las abría y volvían a dormirse cuando otros las cerraban. Aquella noche, cuando me fui a acostar, imaginaba que la llave al fin decidía romper su promesa de guardar con recelo más de dos siglos y medio de secretos; que por mera simpatía hacia un porteño que decía que la quería bien, iba a contarle sobre los lamentos de los sacerdotes y las dudas de algunos fieles, acerca de los sueños de los jóvenes londrinos o los gritos del cacique Juan de Calchaquí al lanzarse con sus indios contra el pueblo.
Al día siguiente, antes de seguir viaje, volví al lugar para intentar ser el testigo del momento en que se abriera la puerta y yo pudiera conocer el interior. La señora que cuidaba el jardín me dijo que no era hora de abrir la iglesia, pero aceptó entregarme la llave como para que me despidiera de ella. Ahí me quedé un largo rato, la sostuve entre las manos y la miré al único ojo que tenía, pero ella no se animó a confiarme ni un secreto.
Hizo falta que pasaran dos años y casi setecientos kilómetros de distancia de Londres, para que un día me encontrara con una llave hermana de aquella del valle del Quinmivil.
Venía bajando desde Iruya y Humahuaca y por casualidad me detuve en Uquía al ver desde la ruta que una iglesia se asomaba. Dejé el auto en la pequeña plaza donde unos artesanos ofrecían su trabajo. Enfrente del pueblo, la construcción se recostaba sobre la quebrada teñida de cerros rojizos y ocres. Pronto me dijeron que se había levantado en honor de un padre franciscano, allá por 1691. Antes de que pudiera buscar a alguien que me permitiera conocerla por dentro, apareció ante mí un hombre pequeño; parecía bastante tostado por el sol y mucho más arrugado por los años. De su mano colgaba una larga cadena y de esta una llave plateada también de un solo ojo. Me dijo que era el encargado de cuidar la iglesia y sin más nos encaminamos hacia la puerta. Antes de colocarla en la cerradura, se detuvo un instante para aclarar que el mecanismo databa de 1745 y que llaves como esas que le daban vida pesaban entre seiscientos a ochocientos gramos. Ahí estaba yo, casi contenía la respiración mientras esperaba el momento sublime: aquel en el que una llave antigua volviera a hacerme sentir nuestra pequeñez como humanos y nuestra profundidad como almas. Ya desde el principio había algo para sorprenderme: la forma en la que entraba, de manera inversa a todas las demás; luego escuché que el ruido seco al abrir se expandía como un eco dentro de mí y que con el crujir de la puerta mis huesos parecían hacerlo también; por fin las hojas se abrieron y entonces un largo suspiro terminó vaciándome de ansiedad y fantasías. Con la advertencia a cuestas de que no podía tomar fotos ahí dentro para no dañar las pinturas, recuerdo que entré casi en puntas de pie, como si quisiera con ello evitar molestar a alguien o algo por el estilo. Había varias filas de bancos de madera y protegidos por un techo de cardón y gruesas paredes de adobe, colgaban los cuadros de nueve arcángeles. Todos llevaban curiosos atuendos multicolores a la usanza de los militares españoles del Flandes del siglo XVII, según me explicaron después. Con más asombro que sutileza comencé a recorrerlos desde los sombreros de ala ancha o los de tipo chambergo, algunos con plumas; luego sus caras, que parecían empolvadas de inocencia; las casacas con fuertes líneas y colores que iban del gris, amarillo, beige o rojo y terminaban en mangas exquisitamente abullonadas; los chalecos, cortos, que se continuaban con un calzón y medias altas, para terminar en zapatos de lazos blancos. En segundo plano pero no por eso menos imponentes, las alas desplegadas desde sus espaldas se encargaban de recordarme que no eran simples guerreros que defendían los intereses de la corona. Allí cruzó por mi memoria la vieja alquimia histórica entre la espada y la cruz que desde la época del emperador Constantino acumulaba diecisiete siglos de muertes.
Entonces la mirada de uno de ellos me dio la sensación de que se clavaba en la mía, y que hasta aquel par de ojos oscuros me resultaban familiares. Volteé la vista hacia el hombre pequeño y arrugado que me acompañaba. Lo observé con más detenimiento y se me cruzó por la mente que quizás sus ojos, también apagados y oscuros, guardaban en algún lugar la misma impronta de ese arcángel arcabucero. Tal vez por eso se lo veía tan seguro, quizás ese era su secreto, el de un hombre que sostenía de una larga cadena casi tres siglos de respuestas, y se daba el gusto de esperar por quien quisiera preguntar atrincherado en sus propios silencios. Cuando salió de su mutismo me enteré de que tres figuras faltaban de la muestra original; más allá de lo que me contaron, quise imaginar que en el viaje para su restauración en un centro de arte, los arcángeles se vieron atraídos por las luces de la gran ciudad. No sé si fue que decidieron quedarse allí para combatir las tentaciones del mal o para sucumbir a ellas, pero lo cierto es que las pinturas jamás volvieron a la iglesia.
Después el hombre de los ojos de arcángel me sugirió que no sólo podía tomarme una foto con la llave, sino que debía hacerlo: en el pueblo se creía que cuando un extraño la tocaba, su destino lo traería, inexorablemente, de vuelta a Uquía. Acepté el desafío y en silencio, la acuné en mis manos un largo rato después de la fotografía. Cuando alcé la vista vi que el cuidador de la iglesia todavía me miraba; llevaba las manos tomadas por detrás y sonreía como quien disfruta viendo que ha hecho feliz a un niño.
Antes de llegar al auto, me volteé para mirar la iglesia y a su cuidador. Me pregunté entonces si sería cierto eso de que quien toca la llave vuelve al lugar. Camino a Maimará, no pude dejar de pensar en los mundos que despiertan detrás de puertas antiguas cuando ciertas llaves de un solo ojo consiguen abrirlas.
El Redentor se baja de la cruz
Como
de costumbre, emprendí aquellos viajes a Neuquén y a Encarnación, en
Paraguay, de la mano de la intuición, que ya me había demostrado con creces ser
un sabueso implacable a la hora de olfatear las huellas de la historia, los
olores de espíritus que pasaron y ya no andaban por allí, el perfume de muebles
antiguos o el de ropas de otras épocas.
En Junín de Los Andes cuentan que el
milagro comenzó a gestarse a la luz de Don Jaime Francisco De Nevares, ese
hombre que fue obispo para unos, Peñi
para otros, y en definitiva un hermano para todos. De la mano del sucesor, la Parroquia Nuestra
Señora de las Nieves y Beata Laura Vicuña dejó de ser aquella construcción
pionera erigida en 1895, y a fines del
siglo siguiente finalizó su asombrosa transmutación. Recuerdo que me impactó su estilo gótico: la torre y la fachada con
ventanas de geometría caprichosa, los trazos y formas celestes que acariciaban
las superficies y la bóveda de tres
arcos tan azul como el cielo bajo el cual los mapuches elevaban sus
plegarias. Por el pasillo central dejé
que mis pasos siguieran el destino que me proponía un formidable damero en
blanco y azules, el camino de la vida en la simbología de aquella etnia. Todas las paredes estaban tapizadas por
telares que imitaban diseños de ese pueblo originario, enmarcados por guardas
que repetían las formas y colores de las cuadrículas centrales. Levanté la vista pensando que allá arriba, en
los vitraux, iba a encontrarme con la secuencia del martirio de Jesús, el de
sus apóstoles o la vida de sus augustos padres.
Nada de eso, el espacio estaba asignado a contar la vida de dos niños de
origen mapuche nacidos, curiosamente, entre 1886 y 1891 y fallecidos con un año
de diferencia. El era hijo del célebre cacique
Manuel Namuncurá, el mismo que
había peleado por la libertad de su pueblo contra el ejército del General
Mitre. Ella había llegado a la
Argentina junto a su madre y hermana
huyendo del gobierno de Balmaceda y se llamaba Laura Vicuña. El niño ingresó al colegio de los salesianos,
la misma orden del Peñi De Nevares, y
murió de tuberculosis en pleno ejercicio de su función misional. La niña chilena soportó el maltrato de su
padrastro y la pasividad de su madre ante esa actitud e ingresó al Colegio
María Auxiliadora, contiguo a la parroquia Nuestra Señora de las Nieves;
cuentan que decidió ofrendar su vida a Jesús a cambio del arrepentimiento de su
madre. Una de sus vértebras reposa
dentro de una cúpula de vidrio, a un costado de la entrada, accesible a los
ojos del visitante.
Al final del camino de la vida me esperaba
el altar que reposaba sobre una base en círculo, a la que se accedía por dos
escalones con los mismos motivos azules y blancos. En él se observaba un sol de doce rayos que me
explicaron recordaba a las doce tribus de Israel, los doce apóstoles, los doce
meses del calendario, las doce horas o tal vez todos estos signos a un mismo
tiempo. En el altar de Pedro la mesa
estaba cubierta por otro telar, y debajo de ella una enorme piedra que había sido traída desde las tierras del
lago Huechulafquen, se encargaba de sostener la prédica de los seguidores del
vicario de Cristo.
A la derecha del altar, en una escultura
dos figuras de pie se relacionaban con ternura.
Una representaba a una mujer joven de grandes ojos, pómulos abiertos y
labios gruesos, según me contó la guía, rasgos tomados de una joven mapuche;
vestía con un largo manto que la cubría de la cabeza a los pies y lucía con
orgullo su avanzado embarazo. A su lado una niña la abrazaba, y al hacerlo
apoyaba su cabeza sobre el vientre donde se estaba gestando a un niño que se
llamaría Jesús de Nazareth. La chiquilla
de la escultura era Laura Vicuña.
No sé por qué tardé tanto en darme cuenta
de que en esa parroquia faltaba algo;
tal vez la sorpresa me había abierto tanto los ojos que en una primera
mirada no advertí la presencia del que sería el principal protagonista de esa
visita. Entonces vi una figura que
sostenida por delgados hilos del techo, se mantenía de pie delante de dos
planos azules que al interceptarse sugerían una cruz. A paso firme, parecía venir caminando hacia
mí con los brazos abiertos. Su cuerpo
era de un material blanco y
traslúcido, vestía un amplio poncho que
le caía sobre las manos, debajo de éste una larga toga hasta casi los tobillos
y llevaba los pies desnudos. En su cara
tenía marcados los rasgos de un indio y sus cabellos parecían aún alborotados
por el viento. Al verlo recuerdo que
pensé que El Redentor se había bajado de la cruz y venía decidido al encuentro
de toda alma que hubiera traspuesto los umbrales de la parroquia. O tal vez llegaría más lejos aún y se
aprestaba a dejar la iglesia, para dar
rienda suelta allí fuera a su incontenible vocación de caminante.
A Paraguay, tierra de los patriotas Carlos
Antonio López y su hijo el Mariscal Francisco Solano, llegué con la idea de
visitar lo que quedaba de las reducciones jesuíticas guaraníes. Para ello debía
alojarme en Encarnación y de allí viajar a Santísima Trinidad, Jesús
Tavarangue, San Cosme y San Julián. A mi
retorno a Encarnación disfruté de un largo paseo por esa bonita ciudad que
lucía orgullosa su larga costanera a orillas del Paraná. Cerca de la catedral una pintada en una pared
me arrancó una sonrisa. Decía sobre un
fondo blanco y letras en imprenta negras:
Vivimos
en un país raro.
La
clase obrera no tiene obras…
La
clase media no tiene medios…
La
clase alta no tiene clase…
La fachada de la catedral de
Encarnación rápidamente me atrajo por la
escalera que la situaba en un plano superior a la calle, por sus dos torres
laterales, por la nave central con varios arcos y por tener otra escalera más
antes de acceder a la entrada principal. Ya desde el pasillo central pude avizorar que al final de mi camino no
me esperaba un Cristo crucificado: para mi sorpresa esos símbolos religiosos
habían dejado paso sobre la pared a una escena dibujada a mano alzada que
representaba la obra La Ultima Cena. Con trazos muy simples y una técnica que
parecía de carbonilla, aquí también como en el cuadro original El Redentor
ocupaba el lugar central de una mesa, esbozada apenas como una línea circular
donde reposaban unos pocos panes y un solo cáliz. El personaje se distinguía como tal por la
infaltable aureola que rodeaba su cabeza, un mayor detalle en los pliegues del
sayal y la posición de sus manos enfrentadas. Sus apóstoles estaban distribuidos de a seis por lado, al igual que en la obra del gran Leonardo. Tres a su derecha portaban rasgos típicos del
pueblo guaraní y los otros tres parecían europeos; a su izquierda se repetía la
secuencia, pero la posición de unos y otros a cada lado de la mesa no era
idéntica. Pómulos altos, abiertos y
mejillas a menudo lampiñas aparecían debajo de las vinchas de los guaraníes;
rostros menos angulosos, algunos barbados, con la cabeza descubierta y vestidos
de formas diferentes, daban a entender que habían llegado hasta allí desde
lejanas tierras en busca de la famosa Sierra del Plata. A primer golpe de vista, un hecho me despertó una extrema curiosidad:
el creer haber descubierto entre esos
duros rasgos de los lugareños la
impronta de sutiles trazos femeninos.
En una mirada más detallada de la
obra, a la derecha de Jesús, en la
posición de Juan para algunos y
Magdalena para otros, aparecía una figura de rasgos femeninos y guaraníes que
llevaba la cabeza levemente inclinada y una mano sobre el pecho, en un gesto
que parecía de devoción a las palabras
del Redentor. Sin dudas, este era el personaje con mayor femineidad de
todos. En el espacio de Simón Pedro no
pasaba inadvertido que el responsable de ocupar su lugar se encontrara de perfil y sólo se mostrara de él su puño
cerrado sobre la mesa. El que se ubicaba en la posición original de
Judas Iscariote no resultaba menos sorprendente, ya que se trataba de un joven
de rostro lampiño y sereno. El cuarto de la secuencia debería ser Andrés pero
allí había otra cara de un indígena; en el quinto esperaba por Santiago y aquí
sí me encontré con un rostro más europeo que el de un pueblo de estos lares.
Por fin, en el sexto puesto a la derecha de Jesús, otro guaraní reemplazaba a
Bartolomé en el lugar del cuadro renacentista; sugestivamente, en el primer
plano del grabado mostraba en su mano derecha una bolsa cerrada con un cordel,
que bien podría contener tanto una ofrenda para
Jesús como el dinero por traicionarlo.
La primera imagen a la izquierda de Jesús
debería ser para Tomás y allí había un caballero de barba, bigote y aspecto
peninsular. A Santiago Mayor no se
parecía en nada ese personaje posicionado en segundo lugar: con rostro típico
de un lugareño y también con rasgos andróginos, tenía la cabeza cubierta y una
vincha, los codos flexionados y las manos unidas bajo el mentón en actitud
reflexiva. Por el lado de Felipe se
presentaba otro señor parecido al segundo de ese lado de la mesa, sólo que
llevaba un ropaje distinto. El cuarto
lugar, el de Mateo, parecía corresponder a
otro joven de semblanza guaraní. En
la versión original la quinta ubicación era para Judas Tadeo; en esta el
artista ubicó en el sitio del patrono de las causas difíciles a un nuevo
personaje de amplias entradas desde sus sienes y rasgos mínimos. Codo a codo
con éste, el último de la serie, el que ocupaba el lugar de Simón en la obra
del gran Leonardo, llevaba espesa barba y bigote y una túnica que cruzaba su
cuello y pecho.
Cuando conseguí apartarme del
encandilamiento inicial que me había generado la sorpresa, comencé a tejer mis
primeras conclusiones sobre el hecho de que una
particular versión de La Ultima
Cena terminara presidiendo el altar de una catedral en Paraguay.
Allí reapareció la idea de la femineidad
de algunos rostros guaraníes y por cierto que consiguió desconcertarme. No era
para menos, si se tiene en cuenta que venía sumergido en lecturas que hablaban
de un bravo pueblo guerrero que ya en 1545 había protagonizado una rebelión
contra los españoles, que un siglo después había reconquistado la Colonia de
Sacramento junto a ellos o que entre 1719 y 1735 había protagonizado al decir
del autor León Pomer, la primera insurrección democrática de América
Latina: la Revolución Comunera. Al
dirigir mis pasos hacia la calle, no pude dejar de pensar en otras asimetrías,
como la falta de coincidencia entre la posición de los personajes en la obra de
Da Vinci y la de sus homónimos del pintor del mural de Encarnación. Tampoco sobre los disimilitudes físicas de
unos y otros y ni qué hablar del lenguaje corporal asumido por los apóstoles
ante la palabra del Redentor. La actitud
del mismo Jesús parecía lejos aquí de
estar anunciando que sería traicionado por uno de los suyos. Tal vez
esas especulaciones eran nada más que cenizas en el viento, y todo se
reducía al fin a la libre interpretación
de un artista sobre un fenómeno religioso.
Mientras descendía por las escaleras de la
Catedral de Encarnación, me volvió a la memoria la imagen del Jesús de Nazareth
de la Parroquia Nuestra Señora de las Nieves Beata Laura Vicuña. Entonces pensé que aquellos que buscaban a un
Redentor sin clavos ni coronas de espinas ya sabían dónde podían encontrarlo: participando de una cena, junto a sus apóstoles sincretizados o de pie,
descalzo y con los brazos abiertos, saliendo al encuentro de todo aquel que lo
necesitara. Porque por esos lados, parece que El Maestro un día decidió bajarse de la agonía para volver a
sentirse humano entre sus hermanos de carne y hueso, y un alma sensible más
entre quienes no pueden con su vocación de incansables caminantes.
Tras los pasos
de Ramón Guerrero
En el año 2016
visité Paraguay. Por entonces, buscaba terminar de darle
vida a la historia de Ramón Guerrero, uno de los protagonistas de mi primera
novela. Según la ficción había nacido y
crecido en San Bernardino, pueblo del que se enorgullecía una y otra vez
porque, según comentaba, allí se había criado también su ídolo, Arnaldo
André. Resultó que las ganas de ganar
buen dinero sin mirar a quién y sus pocas pulgas con el cura de la parroquia
local, llevaron a este personaje a enredarse en una secuencia de historias
extrañas de las cuales no le fue sencillo despegarse.
Cuando ya no
tenía más información para recabar a la distancia y mi imaginación había
empezado a flaquear, decidí recorrer con mis propios pasos los lugares donde se
desarrollaba el relato.
Desde Buenos
Aires hice una reserva en el Hotel del Lago. Casi tan viejo como el pueblo, en
sus ciento veintiocho años de vida había acogido a celebridades de todo
tipo. Restaurado por almas sensibles, el
salón principal se destacaba por su hogar, un piano con candelabros, mesas y
sillas de estilo, y un sinfín de fotografías que recordaban la estadía de sus
ilustres visitantes. Todo un placer era
caminar por esos corredores transformados en una exposición de pinturas, respirar
el aire de sus frescas galerías, dejarse
caer en esas camas vienesas, en las bañeras del siglo XIX o sentarse a la
sombra del pequeño jardín botánico organizado por un biólogo suizo de la época.
Al atardecer, un paseo en lancha por el lago Ypacaraí, con todo el
embrujo de la guarania de Demetrio Ortiz como fondo, colmó mis ojos y oídos con
la rica textura cultural del pueblo de los presidentes López.
Todavía
recuerdo mi ansiedad por conocer el lugar más importante en el trajinar de mi
personaje en San Bernardino: la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.
Antes, debía recabar cierta información y en la Casa Hassler, verdadero
santuario de la historia del pueblo, encontré las fechas, los nombres y las fotos que necesitaba para
terminar de hilar, uno a uno, los pasos de Ramón Guerrero.
Tal cual lo
había visto en un plano on line, la iglesia quedaba efectivamente
alejada de la plaza central, sobre una elevación, a la que podía llegarse por
una calle accesible por automóvil. Antes
me tomé una fotografía en la escalinata multicolor que recordaba a la Virgen
de la Aparecida. Ya faltaba muy poco para conocer el entorno real donde se
desarrollarían buena parte de las trapisondas entre Ramón y el rollizo Padre
Pedro. La calle, ancha y bien cuidada, estaba
flanqueada a ambos lados por hermosas palmeras que se repetían en un cantero
central. Por si acaso el calor sofocaba,
unos bancos de madera invitaban al descanso de los visitantes. La pendiente de ascenso de la calle era
suave, lo que junto al marco que le daban esas plantas, hacía del caminar hacia
la iglesia una tarea agradable. Ahora,
en invierno, las viejas casonas de San Bernardino estaban vacías, en el aire se
respiraba el aliento fresco que venía del lago y hasta una orquídea de alma
violeta intenso asomaba orgullosa desde lo alto de una palmera. En las veredas, una oleada de ese mismo
color venía hacia mí en orgullosos ejemplares de bouganvilleas. Al escudriñar un rato por los alrededores, me
dí cuenta de que debía cambiar aquellas pinceladas que mostraban a Ramón
levantando polvaredas con su motocicleta: por allí nunca hubo calles de
tierra. Al fin la figura de la parroquia
apareció recortada al fondo de la calle, sobreelevada por una escalinata de
nueve escalones. Pintada en un tono beige,
tenía una única nave central, a la izquierda la torre con su campanario y una
galería sobre la derecha. Allí dentro no
había nadie para darme la bienvenida, al menos ninguna alma visible estaba
implorando en los bancos o dirigiendo todo desde el altar. El momento era el ideal para observar con
cuidado ciertos ángulos y distancias, para cerrar los ojos y ver las miradas,
dibujar los movimientos o escuchar el tono de las voces que habitaban el
silencio del lugar. A los costados, los
vitraux y las imágenes que les daban vida no diferían mucho de lo que había
visto en las fotografías. Lo mismo
podría decirse con la pintura sobre la pared que daba al altar, la que mostraba
la morada eterna y azul con unas nubes blanquísimas. Entonces sucedió algo, fue como si nunca antes hubiera visto la
representación de ese Cristo que coronaba el altar. Parecía casi de mi talla y no estaba clavado
en una cruz; se mantenía parado con ambos pies juntos, tenía los brazos abiertos y una toga blanca
inmaculada lo vestía desde la cabeza a los talones. Además era rubio, con cabellos lacios y una
barba pequeña del tipo candado. Con sólo
mirarlo unos instantes descubrí que por aquí también, en San Bernardino, el Redentor se había bajado de la cruz. El
propósito parecía el mismo que lo había llevado a tomar la misma actitud en
iglesias que había visitado en Neuquén y en Encarnación: el de recibir de la
misma manera tanto a los que conservaban su fe como a los siempre dudaron de
él.
Durante un
largo rato caminé en soledad entre los bancos, mis manos acariciaron los
respaldos, luego se posaron en el centro del altar, recorrieron las imágenes y por fin volvieron
a abrir la puerta de entrada. Una motocicleta estacionada a un costado de
la parroquia atrapó mi atención. La coincidencia no podía ser mayor, porque en
la historia Ramón, dando vueltas alrededor de la iglesia arriba de una de esas,
había logrado sacar de sus cabales al Padre Pedro en plena misa.
Luciano y los arcángeles
La primera vez que Luciano los vio fue en Humahuaca,
en la gran fiesta de la quebrada.
La mixtura de gente de todo tipo y lugar que generaba
el carnaval era cada año diferente. No
faltaban los turistas llegados desde todos los rincones de la Argentina, los
que más gastaban, y los gringos rubios con grandes mochilas que no paraban de
caminar y beber todo el tiempo. También
estaban los lugareños de siempre con el cansancio de tanto trabajo acumulado
durante el año. Para ellos todo eso
quedaba atrás cuando llegaba el momento de entregar las almas al espíritu del carnaval;
este era el único que no les pedía nada y en cambio les permitía trocar sus
penas por chicha y música, danzar al compás del viento y las cuerdas o volverse
a encontrar con aquellos viejos sueños que habían quedado guardados desde el
año anterior dentro de un disfraz.
Aquella primera vez que los vio no pudo disimular su
sorpresa. Llevaban unos raros sombreros
de plumas y esos trajes de colores que eran muy gruesos para el calor de
febrero; ni qué hablar de esas cosas que
no alcanzó a ver bien pero le pareció que les salían de las espaldas. Lo que
resultó más extraño todavía era que esos tres, que miraban para todos lados
como si estuvieran buscando algo, anduvieran tan tranquilos entre los de la
Diablada que bailaban y cantaban sin parar; que a nadie entre tantas personas le
llamara la más mínima atención unos forasteros que vestían ropa de otra época. El se había ocultado entre la muchedumbre para
verlos mejor, y cuando intentó con pasos rápidos acortar la distancia que los
separaba, los tres ya se habían perdido entre la multitud.
En el resto del año él no veía tantos turistas. Por Maimará
solía encontrarse con algunos que andaban
de paso y venían de Purmamarca, Tilcara o Humahuaca; sobre el cruce de la ruta aprovechaba
para venderles esas artesanías tan
bonitas que había aprendido a hacer en la escuela con su maestro Antonio. A los que venían de Buenos Aires y le
parecían simpáticos también les dejaba su dirección, con la esperanza de que
quisieran escribirle para contarle sobre esa gran ciudad. Gringos veía bastante,
con sombreros de cowboys, de palma, incluso
llevando mochilas enormes, pero ninguno era tan extraño como esos tres que
descubrió entre la gente ese domingo de carnaval.
Por supuesto que ni se le ocurrió decirle a sus padres
que había visto unos personajes tan curiosos mezclados entre los de la
Diablada; él sabía que a ellos los fastidiaban las cosas que él les contaba que
había descubierto andando por ahí. Por
ejemplo que el viento que venía del norte tenía una voz de hombre, que era
cálida y le anunciaba cada vez algo distinto que siempre se cumplía. Que él podía entender perfectamente qué
hablaban entre sí los halconcitos dorados que solía encontrar en el mes de
julio camino a Tilcara. O que tenía unos
buenos amigos, los picaflores, que solían pasar muy cerca de él mientras volaban
de flor en flor. Ya sus padres tampoco le
prestaban atención a esos dibujos que les llevaba sin cesar. Los había
aprendido a hacer sin ayuda, antes que su maestro Antonio llegara a su vida
para enseñarle a moldear las cosas. Primero trazaba con los manos formas y
colores en el aire, y luego los llevaba al papel. En unos repetía la imagen de
esa estrella que vio caer una noche del cielo de Maimará y que quedara perdida
entre los cerros y el cementerio. O ese otro dibujo donde pintaba nubes con
caprichosas formas de alas que volaban de aquí para allá. Con el tiempo, muchas alas y estrellas se
fueron apilando debajo de la ventana de su cuarto.
La quebrada apagó la fiesta una noche. Tuvo que hurgar bastante entre sus cenizas de
colores y sonidos, hasta que al fin encontró entre ellas el entusiasmo que le
sirvió para volver a la escuela. En el primer día de clases de su quinto grado,
el maestro los reunió para preguntarles qué habían hecho en las
vacaciones. El levantó la mano primero
que todos para contar que en carnaval había visto a unos turistas con trajes de
colores que caminaban entre la multitud; que pensándolo bien, ahora le recordaban
a los personajes de los tres mosqueteros del rey de Francia. Varios comenzaron a burlarse de él; su
maestro lo miró extrañado y exclamó: ¡Otra
vez Luciano vos con esas cosas raras! Vos siempre en las nubes, pregunto: ¿alguno
de ustedes los ha visto? La mayoría contestó
que no, algunos se dijeron cosas al oído
y hubo también quienes rieron a carcajadas.
El solo bajó la cabeza y se juró que no volvería a hablar de esos
turistas en la escuela.
Lo que vino después ocurrió
en octubre. Era un sábado por la tarde y
la cosa fue bien distinta, ya que en esa oportunidad se vio cara a cara con
ellos. El sol parecía haberse dejado caer al fin en los
brazos de la primavera. En el aire se
respiraba un aroma distinto, tal vez porque ella le estaba preparando con
chachacoma y muña un remedio infalible para que el bueno del sol olvidase cuánto
la había extrañado durante el invierno. El venía de dejar un recado en una casa
alejada de la suya; lo hacía distraído por una calle de tierra, mirando las
plantas porque octubre era el mes del año en el que solía encontrarse con más variedad
de picaflores. Al principio no le dio
importancia a un sonido que sintió al pasar frente a una casa muy antigua; el segundo
chist fue más fuerte todavía y allí levantó
la mirada.Entonces quedó perplejo al
descubrirlos de nuevo: eran los mismos tres que había visto en Humahuaca, sólo
que ahora estaban sentados sobre el techo de la casa, con las piernas colgando
y parecía que sin mucho temor de caerse. Lo primero que se le cruzó por la cabeza fue
pensar por qué esos señores extraños seguían metidos en esos disfraces si ya no
era carnaval. Luego se asombraría al ver que el primero de ellos a la izquierda
le daba un golpecito con el codo al del medio, este al de la derecha, y los
tres al unísono se quitaban los sombreros para saludarlo con una gran reverencia. Bastó que se inclinaran un poco hacia
adelante para que a él se le despejaran todas
las dudas: dos alas enormes, tan blancas y suaves que daban ganas de tocarlas,
se desplegaban desde sus espaldas. Sí,
aquello que había visto que les salían del dorso a esos señores eran ni más ni
menos que alas. Tan asombrado estaba al verlas que se le ocurrió que quizás tuvieran
vida propia, porque se movían con
suavidad hacia arriba y abajo; tal vez esperaban de una orden para salir
volando en apenas un suspiro. Un largo
rato se quedó observando a esos señores con alas, cómo deslizaban entre ellos miradas
cómplices, asentían con la cabeza en silencio y volvían la vista hacia él
esbozando una sonrisa. De pronto sintió miedo, un miedo que no pudo
controlar y echó a correr hasta su casa sin escalas y sin mirar atrás.
El domingo tras la misa juntó coraje y se animó a
contarle a María del Pilar, la
catequista que lo conocía desde que nació, aquello que había visto en una calle
de Maimará y no se había atrevido a confiarle a nadie.
– ¿Sabe, señorita Pilar? volví a verlos…
– ¿A verlos, a quiénes?, te he notado raro esta mañana, como
preocupado, ¿te pasa algo?
– No, no… ¿se acuerda de aquello que le conté, de esos
tres señores con ropa rara que vi en carnaval? Bueno, ayer volví a
encontrarlos, pero ahora los vi clarito: ¡estaban los tres sentados sobre el
techo de la casa de los Pérez, la que está solita frente al cerro! ¡y cuando
pasé me saludaron haciendo una reverencia con sus sombreros de plumas!
– Si, sé dónde es, pero… ¿otra vez?, ¿cómo eran
exactamente, Luciano?
– Eran tres señores muy bien vestidos, con sacos de
mangas largas y rayas de colores amarillas, rojas y verdes. ¿Sabe? tenían las caras muy blancas, como si
estuvieran pintadas, y los labios rojos… además llevaban unas medias largas y
unos zapatitos parecidos a los de las princesas. Lo que más me llamó la atención eran esas
alas gigantes, blancas, que les salían de la espalda, los tres tenían alas
iguales…
La catequista apretó el rosario con su mano derecha,
se acercó a él y en voz baja le preguntó:
– ¿Alas?, Luciano, ¿vos dijiste alas?
– ¡Sí, alas, sí!, ¡es la verdad!, ¡eran tan lindas! ¡y
cuando ellos me saludaron las alas se les movían, parecían contentas!
Entonces él abrió el cuaderno de catequesis y le
mostró los dibujos que había hecho: pintados con todo detalle y en diferentes
tamaños, los señores con alas poblaban hojas y hojas enteras. María del Pilar apenas permaneció en silencio
unos instantes:
– Luciano, ¿vos conocés Uquía, has ido alguna vez por allí,
verdad?
– No señorita, nunca fui por ahí.
– Pero, ¿estás seguro?, ¿no has ido a la iglesia que
está frente a la plaza?
–No, no, señorita, le juro que no, sólo conozco
Maimará, Tilcara y Humahuaca.
Esta vez ella quedó callada un buen rato; luego le apoyó una mano sobre el hombro y le
dijo que se quedara tranquilo, que confiaba en él, que por ahora no comentara el tema con nadie
y que volverían a hablar de eso pronto. Antes de despedirlo le dio un beso en una mejilla y le acarició la otra,
como sólo ella sabía hacerlo y a él tanto le gustaba.
En la semana casi quedó sepultado debajo de toda la
tarea que le dieron para hacer en la escuela; también tuvo que soportar al
gordo Rodríguez, que desde que habían comenzado las clases cada vez que pasaba cerca de él, imitaba el movimiento de
un mosquetero espadachín y se reía en su cara.
El viernes por la tarde Pilar pasó a visitarlo por su
casa. Le comentó que había pensado mucho
en lo que le había confiado y que quería invitarlo, con el permiso de sus
padres, a visitar un lugar muy
interesante. Quedaron en verse el sábado
a la tardecita; desde la ruta tomarían un ómnibus hasta Uquía. Antes de
despedirse quiso saber si en esos días había vuelto a ver a esos señores raros.
No,
no los he vuelto a ver, seguro que deben andar por ahí, le contestó.
Ya comenzaba a sentirse un poco orgulloso de haber sido él quien los
había descubierto y al parecer el único también con quien solían encontrarse.
Por todo eso empezaba a contar a esos tres entre sus amigos.
Luciano y Pilar
esperaron la llegada del ómnibus sentados en una piedra, a la vera de la ruta. Del norte venía una brisa bien fresca que les
daba en la cara. A Luciano le pareció
extraño, porque el viento del norte siempre se había manifestado ante él como una
voz cálida. Esta brisa además de fresca sabía a menta, y a él le gustaba en los
mates porque lo ayudaba a soñar mientras
miraba caer el sol sobre Las paletas del
pintor. Al llegar el micro trepó con
entusiasmo y corrió a sentarse junto a
la ventanilla. Pilar lo hizo a su lado, él
vio que sus manos descansaban sobre la Biblia que llevaba sobre la falda.
En unos minutos habían dejado atrás Tilcara. Luciano seguía observándolo todo, disfrutaba
de los molles florecidos, las acacias y los cardones que ya despuntaban sus
flores blancas o amarillas y parecían saludarlo al paso. De pronto, casi llegando a Uquía se volteó hacia Pilar. Estaba inquieto, empezaba
a traspirar y tenía en los ojos otra vez las mismas luces de asombro que suelen
tener los niños de Maimará.
– Señorita Pilar…los tres señores con alas, están
aquí, aquí cerca…
– ¿Dónde, dónde? – ella no pudo disimular la
inquietud, primero miró a su alrededor y después a través de la ventanilla.
– Allí afuera, vienen con nosotros, ¡están los tres!–
susurró Luciano y luego señaló con el dedo– ¿Ve allá? Ahí está la sombra de uno
de ellos, sobre los cardones, viene volando arriba del ómnibus, ¡qué grandes
son esas alas cuando vuelan! ¡y qué ruido bien bonito que hacen en el aire!
¿las escucha, señorita Pilar? Los otros
dos no están volando, uno viene sentado sobre el techo, mire, ahí se ve su
sombra… el otro está parado sobre el techo del micro, está caminando contra el
viento y las alas se le mueven de arriba abajo…
Un minuto más y ya no había rastros de ellos. Luciano se acomodó en el asiento, pero antes
que pudiera tranquilizarse un poco el chofer les anunció que habían llegado a
Uquía.
Bajaron del micro. Pilar lo tomó del hombro y en silencio
caminaron en dirección a la plaza y la iglesia.
– Luciano, ¿están por aquí, los ves?
El giró la cabeza a uno y otro lado, se volteó sobre
los talones y hasta buscó por los aires.
– No, señorita, no andan por aquí ahora, no los veo…
La puerta de la iglesia San Francisco de Paula estaba
abierta. A poco de entrar Luciano
respiró hondo y se encaminó por el pasillo central, Pilar iba unos pasos detrás
de él. De un vistazo recorrió el techo de cardón sostenido por enormes tirantes,
el altar dorado y las imágenes del santo patrono, pero al mirar hacia los
costados se detuvo frente a unos cuadros.
Las estrellas del cielo de Maimará estaban otra vez en sus ojos.
– ¡Señorita Pilar, los tres que conozco son parecidos
a estos!, la carita blanca, los sacos de colores, esas alas enormes, estos
tienen armas pero se parecen mucho a aquellos tres…
– Así es, son arcángeles… ¿ahora los ves?, ¿esos tres arcángeles andan por aquí?
– Sí, señorita Pilar, están ahí fuera, están parados en la puerta de la iglesia…
– ¿Y qué hacen ahora, vienen para aquí?
– No, miran para adentro pero están quietos, no se
mueven de ahí.
– Luciano, tengo que decirte algo. Fíjate bien: aquí hay pinturas de nueve de
ellos. Dicen que muchos años atrás, cuando llegaron a este paraje, eran doce,
de los tres que faltan no se supo nada más…hasta ahora, me parece que te encontraron a tí para que los
guiaras de vuelta al espacio al cual pertenecían. Creo que no van a entrar, aquí ya no hay
lugar para ellos…
Luciano se detuvo unos instantes más delante de cada
uno de los cuadros de los nueve arcángeles arcabuceros. Pilar, inmóvil en el centro del pasillo,
esperó por él. Luego le dio un beso en
una mejilla y acarició la otra. Lo tomó
por el hombro con suavidad, la otra mano
apretaba la Biblia contra su pecho. Con pasos frágiles se dirigieron hacia la
salida.
Atravesaron la puerta y entonces Pilar preguntó:
– Luciano, ¿siguen ahí fuera?
– Sí, están en
la puerta…
– ¿Qué hacen?
– Lloran, señorita Pilar, lloran...
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